Mercucio salva la función en el ‘Romeu i Julieta’ de David Selvas
La gran interpretación del personaje en clave ‘queer’ que realiza Guillem Balart, lo mejor de un montaje que sacrifica en parte a Shakespeare para acercarlo al público joven
Mercucio o Mercucci, como se le llama en el nuevo montaje en catalán de Romeo y Julieta, de David Selvas, con la compañía La Brutal, que se ha estrenado el miércoles en el teatro Poliorama de Barcelona, es uno de esos secundarios de Shakespeare larger tan life y que de tan larger a punto están de comerse la función enterita. Harold Bloom (del que Selvas reniega), lo considera “el más claro acaparador del escenario de todo Shakespeare”, y recuerda que hay una tradición (mencionada por Dreyden) de que Shakespeare declaró que se vio obligado a matar a Mercucio no fuera a ser que Mercucio matara a Shakespeare, y con él a la obra. Pues bien, en el Romeu i Julieta de Selvas, Mercucio es el que salva la función, y sólo por ver la interpretación que hace del personaje Guillem Balart (que viene de hacer otro papel shakespeariano, el rol por excelencia, Hamlet, en la producción de Oriol Broggi en el Aribau) ya vale la pena ver el espectáculo.
Balart, de la mano del director y del dramaturgo Joan Yago, sirve un Mercucio extraordinario, gamberramente acerado, que, respetando la esencia del personaje, su vitalidad, ironía, violencia y poesía, se reviste de una identidad queer muy del momento y que curiosamente le va como anillo al dedo al papel. Su primera aparición desde la platea cantando y ataviado como el Ziggy Stardust de David Bowie y con bolso ya marca la pauta. El actor está en estado de gracia durante toda la representación y le inyecta una buena dosis de rebelde espíritu isabelino que hace que pase bien incluso su raro monólogo sobre la reina Mab, un texto extemporáneo y siempre difícil sobre hadas e imágenes dignas de Richard Dadd en el que parece que Mercucio se haya tomado algo, y efectivamente en Romeu i Julieta se lo ha tomado: unas pastis.
Desafortunadamente, para que Mercucio triunfe como lo hace algo ha de fallar en el montaje. Y aquí no deslumbran ni conmueven como han de hacerlo el coup de foudre de los protagonistas y su trágico destino. Emma Arquillué compone una Julieta que no está mal, aunque confunde la inocencia con las chiquilladas. Mientras que el Romeo del Nil Cardoner de tan gris es casi inexistente. Y en esta tragedia no es verdad lo que decía Stendhal de “si no me amas no importa, yo puedo amar por los dos”. Romeo no es un personaje tan estupendo como Mercucio (de hecho John Gilgud y Laurence Olivier se alternaban los papeles cada noche en la producción que compartieron en los años treinta: no hay duda de con cuál se lo pasaban mejor), pero si no funciona, la obra se desmonta.
Otro problema es que David Selvas parece haberse obsesionado tanto con la idea de que su Romeo y Julieta no chirríe a los jóvenes espectadores, que es el público principal al que se dirige (en el estreno eran la inmensa mayoría y aplaudieron a rabiar), que no sólo elimina lo que le parece “cursi” -y momentos emblemáticos de romanticismo como la escena del balcón-, sino que hace decir los textos más líricos sin énfasis, casi como de tapadillo. De manera que la mágica palabra de Shakespeare queda relegada y este Romeu i Julieta carece de algo que es fundamental en el Bardo: el esplendor. Esa sensación de que el texto te transporta a regiones sublimes del alma humana -siempre con el contrapunto del juego con lo muy terrestre y hasta con la obscenidad: ahí están los dobles sentidos de la nodriza (Anna Barrachina-). Para contrarrestar toda la imaginería tradicional de los desgraciados amantes de Verona, de Dicksee, Hayez y los prerrafaelitas a Zefirelli y su Olivia Hussey, Selvas, que toma algunas decisiones singulares, como hacer que Paris no muera o que el padre de Julieta (Xavier Ricart) sea viudo (¿a fin de resaltar el abuso patriarcal?), nos embarca en un ambiente que parecía el miércoles la antesala del Sónar.
Nada que objetar, al contrario, a que en el baile de máscaras chez Capuleto (“welcome to the party”) en vez de Prokófiev se pinche Becky G y Bad Bunny, Romeo y sus amigos parezcan comparsas de C. Tangana y dudes de si el primer amor del chico Montesco es Rosaline o Rosalía. Pero todo eso (y que suene luego el Romeo and Juliet de Dire Straits) no se puede comer a Shakespeare y quedar la cosa, como lamentaba un maduro espectador, en un simple “chico busca chica” en Verona.
Probablemente este Romeu i Julieta, con su estética moderna, su luna-bola de discoteca, sus bailes, sus referencias a West Side Story (la cancha de baloncesto, las navajas), servirá estupendamente para que el público juvenil se acerque sin miedo a la obra. Pero eso no debería ser a costa de sacrificar la intensidad lírica y la grandeza de Shakespeare. Es verdad que siempre nos quedará Mercucio…
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