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La discreta oposición a Putin en España

Activistas rusos residentes en Barcelona lamentan el apoyo a “un monstruo” por parte de la izquierda en la crisis de Ucrania

Alisa Sibirskaya (i.), Olga Dolgova (c.) y Arseni Maximov (d.)  durante su encuentro con EL PAÍS en Barcelona.
Alisa Sibirskaya (i.), Olga Dolgova (c.) y Arseni Maximov (d.) durante su encuentro con EL PAÍS en Barcelona.Carles Ribas (EL PAÍS)
Cristian Segura

Unos 300 rusos residentes en España se comunican desde hace un año por un canal privado de Telegram. Se creó tras el encarcelamiento en enero de 2021 de Alexéi Navalni, el más conocido opositor al presidente ruso, Vladimir Putin. En este canal se comentan cuestiones de la actualidad, como los tambores de guerra que amenazan a Ucrania, y se comunican acciones de protesta, como la que se produjo el pasado 23 de enero frente a la antigua prisión Modelo de Barcelona. Participaron una veintena de personas, la mitad de ellas, un grupo de provocadores que fue identificado por la policía.

Los inscritos en el canal de Telegram son mayormente profesionales liberales, gente con una elevada formación y de ideas progresistas. Gente como Olga Dolgova, de 39 años, bióloga e investigadora en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC); Alisa Sibirskaya, de 32, fotógrafa; y Arseni Maximov, de 36 años y psicoanalista. Los tres viven en la provincia de Barcelona y han hecho migas a raíz del caso Navalni. Dolgova y Sibirskaya —es su nombre artístico— participaron en la discreta movilización del pasado enero en la Modelo. Era una acción para recordar el año que lleva Navalni en prisión. “Apareció un grupo de matones, ni hablaban ruso ni sabían el motivo de la protesta”, recuerda Dolgova. Según su relato, fueron identificados por los Mossos d’Esquadra, la policía catalana, y, al cachearlos, les encontraron armas blancas. Sibirskaya explica que en la marcha en Barcelona de 2021 para protestar contra la condena a Navalni por fraude fiscal, había personas grabando las caras de cada uno de los manifestantes.

Los tres amigos proceden de contextos sociales diferentes: Dolgova nació en Arséniev, un municipio fundado en los confines orientales de Rusia en honor al explorador Vladimir Arséniev. El municipio es importante por dos fábricas de aeronaves militares, en una de las cuales se conocieron los padres de Dolgova. Sibirskaya nació en una gran ciudad siberiana, Krasnoyarsk, y allí estudió música, arte dramático y fotografía. Su activismo a favor de la comunidad LGTBI le granjeó la incomprensión de un entorno conservador y quiso trasladarse a un país en el que se respetaran sus derechos y pudiera desarrollarse como fotógrafa. Maximov es moscovita, hijo de un editor y de una médico, nieto de un agente del KGB destinado como diplomático a países occidentales: “A mi abuelo le gustaba vivir en Occidente, porque se vivía mucho mejor, pero políticamente seguía creyendo en el comunismo, algo muy cómodo si tienes dinero y poder”.

“Criticar a Navalni es un delito”

Emigraron a España para estudiar, aunque con ideas diferentes. Dolgova lo hizo en 2007, con una beca del Gobierno español para realizar el doctorado. Revela que por entonces ella votaba por Putin. “Parecía un hombre humilde, un buen gestor sin grandes ambiciones y con declaraciones moderadas”, dice esta científica. “Y cuando apareció Navalni, en cambio, este era más carismático y abiertamente populista. No me gustaba esta imagen. Su mensaje tampoco calaba en mí porque yo no era nacionalista ni antiinmigración”. Tanto Dolgova como Maximov coinciden en que Navalni ha evolucionado hacia posiciones menos radicales. “Criticar hoy a Navalni es un delito. Lo intentaron matar, lo enviaron a prisión y ahora le caerán 15 años más de cárcel”, dice Sibirskaya, que admite haber votado por el Partido Comunista.

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Maximov se trasladó a España en 2014, asqueado por la falta de progreso democrático de Rusia. La revuelta proeuropeísta en Ucrania, el Maidán, y la anexión de facto de Crimea en 2014 le empujaron a irse de su país. Maximov recorrió Ucrania durante los meses de movilizaciones contra el Gobierno derrocado de Víktor Yanukóvich y no puede estar más en desacuerdo con las tesis del oficialismo ruso y de parte de la izquierda española: para estos, el Maidán fue, sobre todo, un levantamiento ultranacionalista y de extrema derecha. “La supuesta extrema derecha me atendió maravillosamente pese a ser ruso, nadie me cortó la cabeza”, afirma con ironía Maximov. “Lo viví como algo maravilloso por la libertad y la democracia, pero en Rusia decían que era algo terrible, que había ganado la extrema derecha. Y lo que vi no fue eso”.

El exvicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias provoca perplejidad en los tres entrevistados. Iglesias ha justificado la presión de Rusia sobre Ucrania ante el interés del Gobierno de este país de formar parte de la OTAN. El exlíder de Podemos también ha esgrimido que la extrema derecha se ha hecho fuerte en Ucrania. “Parece que ha construido su opinión leyendo algunas cosas de fuentes propagandísticas”, apunta Dolgova.

El diputado de los comunes Gerardo Pisarello tuiteó, en la línea de Iglesias, que Rusia necesitaba un espacio de seguridad a su alrededor como lo fue el Pacto de Varsovia, la alianza del antiguo bloque soviético mantenida por las armas. “Son décadas de expansión de Estados Unidos y la OTAN hacia el Este, también de formación de milicias neonazis en Ucrania”, escribió Pisarello. “No entiendo cómo se puede justificar esto”, replica Sibirskaya, “hubo un divorcio entre Rusia y Ucrania, esta es soberana y Rusia no le puede decir ‘ponte esta falda’”. “Me parece terrible que el Kremlin quiera quitarles esto y devolverlos a su esfera de control”, añade Maximov.

Arseni Maximov, Alisa Sibirskaya y Olga Dolgova
Arseni Maximov, Alisa Sibirskaya y Olga DolgovaCarles Ribas (EL PAÍS)

Maximov opina que lo que motiva las opiniones conciliadoras en España con Putin es el antiamericanismo como punta de lanza del anticapitalismo, “más el legado de la guerra civil, porque se supone que la Unión Soviética ayudó a la República”. “Creo que cierta izquierda española, para oponerse a los Estados Unidos y lo que representan, se alían con un monstruo”, afirma Maximov, y lo ilustra con su propia experiencia: “Para mí, Estados Unidos era símbolo de libertad y democracia, es lo que se oponía a la Unión Soviética. Pero después de vivir un año en Missouri, cambió mi opinión. Me di cuenta de que desconocía por completo los Estados Unidos, amaba la idea de algo opuesto a lo malo de mi país”.

Gayropa

La Unión Europea, dicen, genera opiniones enconadas en Rusia. “Hay dos opiniones opuestas”, subraya Sibirskaya: “Unos lo ven como algo deseado e idealizado, sobre todo los que no han estado. Hay encuestas que dicen el 60% de los jóvenes quieren emigrar al extranjero. Por otro lado, están los que tienen miedo a Europa, para proteger nuestra sociedad tradicional. La llaman Gayropa, porque según estos sectores, Europa te hace gay”. “Esta imagen de Europa viene de la propaganda estatal”, recalca Maximov, y Dolgova pone a su familia como ejemplo: “Mi madre ve la Unión Europea como la perversión en estado puro. Vino a visitarme a España, estuvo dos semanas y le pareció estar en un cuento de hadas. Cuando volvió a Arséniev, el cuento se acabó. Es lo que hacen 24 horas de televisión rusa”.

A Sibirskaya le llama la atención el alarmismo que suscita en España la idea de una invasión rusa de Ucrania. Ni ella ni Dolgova creen que Putin contemple esta invasión porque, según exponen, podría pasarle factura ante la opinión pública rusa: “Toda esta tensión fue creada para asustar y mostrar fuerza. Putin ahora puede enviar un mensaje a los rusos de que todo el mundo le respeta y le tiene en cuenta”. Maximov ve una tensión sobredimensionada desde los Gobiernos ruso y estadounidense. “Los rusos, por muy nacionalistas que sean, quieren paz y bienestar”, afirma Dolgova, “la gente no quiere sacrificarse por un imperio, las madres no quieren que les devuelvan a sus hijos en un ataúd”.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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