Celebración de la almendra
Podría ser lápida, postal o ‘souvenir’ comestible de lo que fue un sabor de la geografía organizada del país
Es algo parecido a un manifiesto culinario curioso, mínimo y realista; como un homenaje involuntario a la tierra y al paisaje rural, que se extinguen. Es una ocurrencia bien organizada que puede resultar una evocación final previa a la devastación de la piel agrícola de la isla, el adiós a la tierra y la muerte de los últimos almendros. No es una receta típica pero la materia es tópica, una presentación bien hallada no obstante sobre la ex fuente de un capital tradicional local.
En el turno del plato de postre de un menú gastronómico largo y estrecho se planta en la mesa una pequeña placa, una tira breve y delgada que soporta cuatro muestras del mismo fruto en fase distinta de vida y maduración. Hablamos de la almendra y la receta se apellida “Mallorca: cuatro estaciones”. Podría ser lápida, postal o souvenir comestible de lo que fue un sabor de la geografía organizada del país, antes de su ocaso.
En la propuesta dulce está un almendruco (el fruto con su caparazón en verde, recreados); al lado, tres almendras crudas, peladas y blancas, tal cual; más allá en la superficie organizada, la almendra entera en su cáscara leñosa y marrón (una imitación de molde), y al final, en el otro extremo, la almendra tostada, la ofrenda clásica. Además aparecen, mínimas, metáforas de la flor y una hoja verde, ambas comestibles. Y para culminar el relato costumbrista, la base del postres es una fina balsa de gató, la tarta patria de almendras más huevos, sin harina.
La filigrana final fue hallada una propuesta elitista, obra de chef estrellado por Michelin Fernando Pérez Arellano, del Zaranda, en los bajos del hotel Es Príncep del Baluard de Palma. El maestro no aparece entre las mesas para instruir a los comensales sobre lo que van a comer, ha reconquistado su estrella Michelin en cuatro ubicaciones diferentes: en Madrid, en La Torre que Vicente Grande compró a las herederas de Ca la Gran Cristiana, que evitaron mirarle cuando percibieron los pagarés millonarios. Arellano migró de Llucmajor a otro hotel de lujo, Son Claret de Capdellà, cuyo dueño, el megaemporesario de transportes Michael Kühne, ha donado dos millones para construir la Caixa de Música para la orquesta sinfónica en Palma.
Es Príncep tiene biografía, ocupa un solar que fue público donde Josep Llinàs ideó un bloque de viviendas sociales y con la crisis y sus ideas el presidente balear José Ramón Bauzá lo vendió para que se convirtiera en un hotel de lujo. El poder primó el hotel con más volumen y habitaciones —altura— con una ley del que fue consejero de Turismo, Carlos Delgado.
Las almendras autóctonas son ya fantasmas, reseñas del pasado, detalles de la extinción que ha sobrevenido
El proyecto fue de Se Duch y Xisco Pizá, quien pereció tan pronto. La familia propietaria, los Mairata, carpinteros metálicos, después de instalar ventanales y puertas en tantos hoteles obraron su propio negocio con tres establecimientos, Mon Hotels. En el estreno, durante un tiempo, otro chef popular y con estrella, Andreu Genestra, tuvo en Es Príncep su tercer restaurante abierto. Arellano mantiene un portal independiente y otros locales.
Mientras sucede el recorrido gastronómico moderno, en unos espacios reducidos, con la cocina abierta, a la vista, pero sin barullos ni humos, en el subsuelo, bajo los pies de los comensales, tras unos cristales blindados, quedan a la vista algunas tinajas históricas halladas en las obras, donde se adobaban y encurtían pieles, dura actividad casa monográfica que evoca el pasado de sa Calatrava, ex enclave fabril y de menestrales. Allí cerca, en otro hotel de la bahía, El Llorenç, celebra sus oficios en Dins el maestro de Lloseta Santi Taura; otro ‘estrellado’ y cocinero de IB3 con Miquel Calent de Campos que obra en Cuit, la otra esquina de la que fue la ciudad intramuros, en el hotel Nácar modernizado por los peleteros de Inca que rescataron la Fábrica Ramis.
Ante Es Príncep —como una pantalla— existían el bloque vulgar de la caja de reclutas en el foso del recinto amurallado y dos grandes edificios militares modernos y horrendos que desfiguraban esa esquina monumental de Palma, los baluartes y las murallas marítimas que quedan. Elías Torres culmina ahora allí —rescatando espacios y los ojos del puente que estaban sellados y vulnerados— una intervención de casi tres décadas a lo largo de la fachada defensiva de Palma. Es una actividad de limpieza arquitectónica más que simbólica en la que nació el adoquín Palma, que sella kilómetros de paseo, aquí y en muchas partes.
La secuencia de cremas y frutos que componen el postre las cuatro estaciones es la guarnición secundaria de la crónica histórica, social y arquitectónica. Las dudas sobre la placa de las almendras del Zaranda —un año resumido, de la flor a la cosecha— tiene un aire de condecoración, de festejo territorial, quizás de ex voto.
Las almendras autóctonas son ya fantasmas, reseñas del pasado, materia de minorías, detalles de la extinción que ha sobrevenido. Antes eran ingresos importantes para el bolsillo de las clases populares y que generaron patrimonios y rentas para los terratenientes poderosos.
Las almendras virginales, clandestinas, tomadas del almendro o los frutos asados al horno en su propia cáscara expresan el esplendor de la vida agrícola inmediata. Es la entidad central del producto local, los pocos helados clásicos, de almendra tostada ( el fresque de Felanitx) o de almendra cruda, los turrones con almendra en crudo, con obleas, los guirlaches dichos tambor d’ametlla, las garrapiñadas, las peladillas o los turrones jijonencos melosos, más la volcánica y étnica salsa de Ibiza y Formentera o las garrapiñadas.
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