Diálogo, reconciliación y pacto
Nadie puede hablar seriamente de consenso sobre la inmersión y de unidad civil en las actuales condiciones de radicalización y polarización
El actual absceso de intemperancia y de extremismo estaba inscrito en el camino trazado desde hace más de una década. Probablemente la mecha se encendió entre 2003 y 2007, el tiempo que transcurre entre el pacto del Tinell que excluyó a los populares catalanes de la negociación del Estatut, a pesar de los esfuerzos de su líder de entonces Josep Piqué, y la sucia jugada que descabalgó a un impecable jurista como Pablo Pérez Tremps de la sentencia sobre el texto estatutario, por motivos —un dictamen científico encargado por la Generalitat— que ahora se perciben como nimios en comparación con el abundante material escrito comprometedor del que es autor Enrique Arnaldo, el militante y locuaz magistrado que ejerció de auténtico muñidor del Partido Popular.
Entonces se construyó el mecanismo endiablado que fragmentó y polarizó primero a la sociedad catalana y luego a la española, un negocio en comandita que asoció a partidos e ideas incompatibles en un propósito compartido, obtener rendimientos electorales, unos en Cataluña y otros en el resto de España. Nadie puede discutir que los extremos sinérgicos, unidos en el vicio circular de retroalimentar los peores instintos de unos y otros, se caracterizan por hacer bandera de idearios nacionalistas, aunque el objetivo al que se ha ido sacrificando todo, incluso los principios liberales y en no pocas ocasiones la decencia, eran los intereses electorales y, por tanto, el poder, algo que solo se obtiene si se quita a quien lo tiene.
Los nacionalismos son inexorables. No riman con las ideas tolerantes y liberales y dañan los valores democráticos. La nación, pequeña o grande, debe ser redonda, entera, indiscutible. La identidad que de ella se desprende no permite ambigüedades ni solapamientos. Acordémonos de la bronca que cayó sobre aquel presidente del Gobierno que pretendió convertir la idea de nación en algo relativo y objeto de debate. Ya no es posible sostener en público, salvo voces extravagantes, una ecuación que, como antaño, juegue con Dios, la raza, los designios de la historia y la lengua, pero se hace lo que se puede, en Cataluña y en España, para acercarse al viejo paradigma. Cae la maldición sobre todo lo que suene a soberanías compartidas, identidades múltiples, naciones plurales, gobernanza multinivel, federalismos incluso. Todos los nacionalismos pertenecen al mismo universo mental y moral, por más que se presenten como enemigos e incluso se insulten o enfrenten a palos en los campus universitarios.
A nadie puede extrañar por tanto que ahora estemos en la guerra de lenguas, una vez han concluido prácticamente todos los otros combates. La lengua es como la madre. No hay razones que valgan. Todo son sentimientos. Todo ofensas. Todo resentimientos por tanto, los peores. No se había llegado a este punto hasta ahora porque los agitadores, todos, estaban en otras cosas. Ahora hemos llegado al meollo. Las palabras que hemos escuchado, de nuevo desde un lado y desde otros, las amenazas proferidas, no pueden llamar a engaño. ¿Quién dijo que la convivencia se había preservado en Cataluña en esta última década? ¿Quién ha defendido políticamente que no es necesario ningún tipo de diálogo entre catalanes porque el único diálogo necesario es entre los gobiernos catalán y español, se supone que como representantes de la Cataluña y de la España eternas en la resolución de un conflicto también eterno?
Estamos en el nudo de los afectos y de los valores y nos hemos perdido el respeto y el mínimo sentimiento de amistad civil necesario para cualquier actividad civilizada y pacífica. Se sigue utilizando con toda frescura la idea de consenso e incluso la de unidad civil, pero ambas han desaparecido desde hace tiempo de la escena. No hay consenso sobre la lengua, tampoco sobre la escuela, no lo hay ni siquiera sobre el papel de las instituciones y sobre el necesario respeto por parte de todos a una regla de juego común. Lo único que valen son las posiciones de ventaja de cada parte en las instituciones, entendidas además de forma abusiva y excluyente, como derecho de propiedad con bula para someter a la minoría. La presidente del Parlamento catalán, Laura Borràs, con su antireglamentaria y partidista aprovechamiento de su cargo, ha proporcionado en esta cuestión tan buen ejemplo como Pablo Casado con su bloqueo del Consejo del Poder Judicial.
La batalla de las lenguas no está afectando únicamente a la convivencia, sino que tiene visos de hipotecar el futuro. También el de la lengua catalana. La senda de la polarización puede producir nuevamente la ensoñación independentista de un nuevo envite, el famoso embate, que inevitablemente llegaría con un gobierno de coalición entre el PP y Vox. No está mal si se trata de adentrarse de nuevo en la incertidumbre, el riesgo y la inseguridad jurídica, pero hay que aclarar que es la peor opción para la lengua catalana y para su papel como ‘centro de gravedad’ en la escuela. De un tal ‘embate’ o desafío lingüístico, la lengua catalana será la que saldrá más perjudicada.
España, no tan solo Cataluña, necesita lo contrario, un pacto de lenguas, que salvaguarde los derechos lingüísticos individuales de los ciudadanos en todo el territorio donde tiene vigencia la Constitución y a la vez asegure el futuro de la riqueza que significan las distintas lenguas españolas, también según reconoce la Constitución. Todas las lenguas españolas, todas, merecen idéntico reconocimiento institucional en las instituciones que habrá que denominar como federales de este Estado compuesto. Su enseñanza como lengua materna a todos los niños españoles debe quedar asegurada, en cada una de las comunidades autónomas y a ser posible en todo el territorio. ¿Por qué no debería existir una escuela pública o concertada en Bilbao, Coruña o Madrid en la que se impartiera un 25 por ciento de las clases en catalán o compartiera la condición de lengua vehicular con el euskera, el gallego y el castellano si así lo demandara una presencia suficiente de familias catalanas?
La vieja y eficaz idea de la reconciliación nacional, surgida de la oposición clandestina y materializada en la transición, merecería ahora un nuevo impulso con una reconciliación lingüística que cerrara la vergonzosa pelea que hemos presenciado estos días y años y cerrara de una vez aquel camino que nos ha conducido a la peor etapa de nuestra historia desde el franquismo, ha destrozado las buenas formas parlamentarias y políticas y está poniendo en peligro la convivencia.
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