Ofelia elige no ser
La aproximación de Rigola al personaje de ‘Hamlet’ se convierte en un breve descenso críptico y opresivo al suicidio juvenil de nuestros días
Ofèlia, la aproximación al personaje de Hamlet a cargo de Àlex Rigola, ha dejado un regusto agridulce en su estreno el viernes por la noche en El Canal, en Salt (Girona), en el marco del Temporada Alta (todo lo contrario que el otro espectáculo con el que se cierra el festival este fin de semana, El cos més bonic que s’haurà trobat mai en aquest lloc, de Josep Maria Miró, con dirección de Xavier Albertí e interpretación de Pere Arquillué: un éxito incuestionable).
El montaje de Rigola deja sin duda imágenes imborrables en la memoria ―algunas dignas de su admirado Romeo Castellucci―, como la casi insoportable de Roser Vilajosana retorciéndose en el suelo presa de angustia entre luces estroboscópicas que exacerbaban sus convulsiones, o la de la misma actriz sentada en posición zen arrojándose hojas muertas por la cabeza mientras suena el Jesus’ Blood Never Failed Me Yet, de Gavin Bryars, hipnotizante y desesperanzadora letanía en bucle de un sintecho. Y ha conseguido convertir la muerte de la Ofelia de Shakespeare en metáfora o antecedente de los suicidios de jóvenes en la actualidad (una lacra de nuestra sociedad que, como recuerdan Rigola y Marina Garcés en el programa de mano, ha causado muchas más muertes juveniles en el año de la pandemia que la propia covid: 84 menores de 29 años fallecidos por la enfermedad y 314 suicidados). Pero el espectáculo queda corto, demasiado en los huesos, excesivamente parco, reducido tan a lo esencial que resulta escaso. La mayoría del público reaccionó con estupefacción al acabar la representación, y bastantes espectadores se mostraron confusos e insatisfechos con lo visto.
La función, que arranca con la actriz en el interior de un Seat 600 (la matrícula es un guiño: 1616 SHK, la fecha de la muerte de Shakespeare y un anagrama de su nombre) aparcado en medio de un bosque otoñal de noche junto a un río, no llega a una hora y durante los primeros 15 minutos Vilajosana, tras escuchar la noticia de la muerte de Ofelia en clave actual en la radio, se dedica a intentar cambiar, infructuosamente, una rueda pinchada. No tiene gato y el móvil no dispone de cobertura para llamar al RACC, que es lo que haríamos todos. La escena dio pie a que un espectador luego resumiera lo que sería un fácil título de esta crónica: “La Ofelia de Rigola pincha”. Fácil e injusto: se observa muchísimo trabajo detrás de esta Ofèlia y una gran intensidad de emociones e ideas. Desgraciadamente, lo que contempla el espectador de ese abrasador iceberg puesto a navegar por Rigola y su gente es sólo la punta, y no resulta bastante.
El montaje fue concebido inicialmente como una instalación por la que el público se movería con cascos en los que escucharía textos. La conversión en espectáculo teatral parece no haber culminado y Ofèlia tiene algo de work in progress. El propio Rigola sostenía al presentarlo que es un montaje de festival no un espectáculo que pueda verse, tal y como está de momento, en temporada en un teatro. La pena es que hay muy buenas ideas, como queda dicho, y un fulgor helado, como el núcleo de un cometa al que le faltara desplegar la cabellera. Hay cosas discutibles, como poner al mismo nivel textos de Shakespeare y Murakami (que no son lo mismo, con todo el respeto para el eterno casi Nobel japonés) y ese dejarse llevar de Rigola por una vehemencia y un lirismo a tumba abierta; a veces eso no basta.
Roser Vilajosana, la suicida en potencia que recala en el bosque tenebroso, pone toda la carne en el asador y uno imagina qué gran Ofelia haría, oscura y saturnal, en una producción de Hamlet al uso. Pero aquí es una joven actual que incuba su letal melancolía y tras experimentar un infierno de mal de vivre parece hallar (nada está del todo claro en la obra, ni al parecer quiere estarlo) una cierta redención al final en su hermoso y repetitivo baño de hojas muertas. Impresiona la actriz en el fascinante y casi mesmerizante recitado que hace con micro de un texto collage en el que se reconocen fragmentos de monólogos de Hamlet, apropiados aquí por la Ofelia de Rigola (o la no Ofelia: tentadora polisemia la de una Ofelia que ha decidido doblemente no ser). Reflexiones no muy optimistas, como puede suponerse (“alguna cosa put aquí”), sobre la vida (“turbia y pestilente amalgama de vapores”), la muerte, el ser humano (“quintaesencia del barro”) y el mundo (“promontorio estéril”). Rematadas con un sentido y doble “¡qué asco!”.
Entre los muchos recursos escénicos sabiamente alineados por Rigola, el aterrador peluche gigante de un elefante que aparece como una divinidad monstruosa y alusiva a lo que ocurre en el interior de la chica.
Nunca es estéril ver un espectáculo de Àlex Rigola, ni siquiera este, pero uno se siente a mitad de camino entre Elsinore y ninguna parte. Si de eso se trataba, bingo.
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