Castellucci remueve en el teatro el recuerdo de la violencia policial en Cataluña
El creador italiano impacta en el festival Temporada Alta de Girona con su nuevo espectáculo, ‘Bros’, interpretado por ciudadanos anónimos entre los que se encontraba un ‘mosso’
La semana que el festival Temporada Alta de Girona dedica cada año en exclusiva a las artes escénicas más vanguardistas empezó el jueves pasado con el estreno del que podría considerarse plato fuerte de esta edición, Bros, del creador italiano Romeo Castellucci, uno de los nombres más influyentes del teatro contemporáneo en el mundo. A juzgar por los aplausos que estallaron al final de la función, el montaje resultó catártico para muchos espectadores. Quizá reviviera en algunos de ellos imágenes de violencia policial vividas en las calles de Cataluña en los últimos años, pues de eso va la obra de Castellucci: una treintena de agentes uniformados ejecutan sin palabras escenas de represión y tortura, coreografías que recuerdan a operaciones brutales de las fuerzas de seguridad en las calles. El público, además, sabía que 25 de las 30 personas a las que aplaudían no eran actores profesionales, sino ciudadanos reclutados por el festival en Cataluña para participar de manera anónima en el montaje, a los que se veía especialmente emocionados. La mayoría no habían pisado un escenario en su vida.
Lo que no sabía el público es que uno de ellos era un policía de verdad: Jordi Román, 50 años, vecino de Rosas, agente de los Mossos d’Esquadra con dos décadas en el cuerpo, primero en la unidad de policía judicial y en los últimos años destinado en un centro penitenciario. Y que para él la experiencia también había sido catártica. Especialmente catártica, dada su profesión. Espectador entusiasta del teatro contemporáneo, al que confiesa que se empezó a aficionar gracias al Temporada Alta, Román decidió presentarse al casting que convocó el festival el pasado septiembre para participar en las dos funciones de Bros programadas en El Canal de Salt, los días 18 y 19 de noviembre, fundamentalmente porque es fan de Castellucci ―al que también descubrió en Temporada Alta y ha visto varias veces en Aviñón―, pero también porque el tema de la obra le tocaba especialmente.
Lo curioso es que a Román no lo eligieron por ser policía, pues no hubo audiciones, no le pidieron currículum de ningún tipo, ni siquiera una foto. Solo su edad y cuánto medía. Necesitaban simplemente hombres de diferentes alturas y encajó en una de ellas. No querían saber nada de sus trayectorias ni tampoco que los elegidos supieran nada de lo que tenían que hacer hasta el último momento. “Es lo mismo que se le pide a la policía, en realidad. El público quizá eso no lo llega a captar porque desde fuera parece todo medido e incluso ensayado, pero lo que vivimos los intérpretes en carne propia en el escenario es exactamente lo que se espera que hagamos los miembros de las fuerzas de seguridad. No pensar, ejecutar órdenes sin pensar, sin saber por qué. Y eso hace que en momentos caóticos como los que hay en esta obra, movimientos simultáneos de mucha gente, algunos pierdan el control porque están cagados. Porque van a ciegas. Y eso nos pasa también en la función: nos dijeron que no se nos pedía pensar por qué debíamos hacer tal o cual acción, sino hacerla sin más. Nos convocaron la tarde antes del estreno para explicarnos cómo se nos iban a transmitir las órdenes y asignarnos a cada uno un número y algunas acciones concretas. Estábamos cagados, pero obedecimos. Es un retrato brutal”, explicaba Román en conversación telefónica el sábado, pasadas ya las dos funciones en Salt.
Pero a diferencia de lo que le ha pasado a menudo en su trabajo ―”pedí que me destinaran a vigilancia penitenciaria porque estaba harto de recibir órdenes a veces absurdas en la policía judicial”, explica―, Román se siente feliz de haber participado en esta experiencia de obediencia a Castellucci. “Nunca pensé que me iban a aplaudir haciendo de policía”, ríe. Convenció incluso a otro compañero policía para que se presentara al casting y también resultó seleccionado. “Dice que nunca me lo agradecerá bastante”, asegura.
Albert Rodríguez, otro seleccionado en el casting, 30 años, productor audiovisual de Barcelona, también repetiría. “Pero yo salí con ganas de vomitar de la primera función. Es curioso, lo que desde fuera parece un orden militar es un caos por dentro. Yo tenía la sensación de estar haciéndolo todo mal, me cuestionaba las órdenes a pesar de que la orden principal era no pensar, pero es que eso forma parte de la naturaleza humana: pensar, cuestionar. Yo tuve que pintarme la cara de sangre, disparar, empujarme con otros… Y en la última escena nos dicen que nos tiremos al suelo, que está lleno de agua, y que nos pongamos a tiritar. Y ahí se apaga la audioguía y nos dejan unos cuantos minutos en silencio”, dice Rodríguez, todavía golpeado por la experiencia, pero también exultante por haber podido participar en el espectáculo. Él se apuntó al casting porque había visto imágenes de montajes de Castellucci que le habían impactado y pensó que era una buena oportunidad para conocer por dentro cómo trabaja. Entre el resto de los elegidos había profesionales de oficios relacionados o cercanos a las artes escénicas, amantes del teatro, algún periodista, un niño, estudiantes de interpretación. A uno de ellos le tocó hacer de torturado y a otro de torturador en una de las escenas más duras de la obra. Sobre el escenario solo había dos actores reales del equipo de Castellucci y varios técnicos ayudándoles.
El viernes, mientras se representaba la segunda función de Bros en Salt, el Teatre Municipal de Girona acogía el estreno de otro de los espectáculos más esperados de esta edición, Terebrante, lo nuevo de Angélica Liddell, la más internacional de las artistas escénicas españolas. Las expectativas eran altas después de su paso triunfal hace dos años por ese mismo escenario con su obra Una costilla sobre la mesa: Madre. El patio de butacas lleno a rebosar, muchos espectadores llegados de Barcelona y otros puntos de Cataluña para ver el estreno en España del último trabajo de la Liddell, 80 programadores nacionales e internacionales invitados por el festival para promover contrataciones, periodistas… Pero esta vez la creadora sembró el desconcierto en el patio de butacas con un espectáculo provocador, como siempre, pero tan críptico que apenas hubo unos tímidos aplausos cuando terminó.
Terebrante es una obra que explora la esencia del flamenco sin que se oiga ni una sola canción flamenca ni palmas. No hay tampoco batas de cola ni volantes ni casi nada que tenga que ver con la estética típica del género. Apenas unas guitarras que se desploman desde el techo y unas sillas de enea como las que suelen usar los cantaores y palmeros. Porque lo que Liddell explora no es el imaginario flamenco, sino el dolor que lo inspira. Lo explica con una frase proyectada en pantalla ―ella no pronuncia ni una en toda la función, para decepción de sus seguidores― del cantaor Manuel de los Santos, Agujetas: “El flamenco, yo no sé explicarlo. He sufrido mucho. Si tú no has sufrido, ¿qué flamenco vas a cantar?”.
Después de eso se suceden sugerentes bodegones escénicos, algunos de gran belleza e incluso luminosos, intercalados con escenas más duras como la reproducción de un vídeo (suponemos que una grabación médica antigua) en el que se ve cómo un dentista arranca todos los dientes y premolares de la encía superior de un paciente, con un grado de detalle tan desagradable que hizo que muchos espectadores se removieran en sus butacas y muchos taparan los ojos. De una manera o de otra, nunca deja indiferente Angélica Liddell, lo que es de agradecer cuando se va al teatro. Hay una larga adoración a un macho cabrío disecado. Un cordero abierto en canal. Un niño con careta de monstruo que bebe. El canto agudo y muy poco flamenco (en apariencia) de un contratenor. Liddell bailando con las bragas bajadas. Liddell desplumando una gallina. Liddell embadurnándose de vino y cerveza. Liddell marchándose del escenario sin despedirse. Sin explicaciones. Que cada cual se lleve a casa lo que pueda.
El sábado y el domingo los protagonistas del Temporada Alta fueron tres espectáculos de producción española: The mountain, de la Agrupación Señor Serrano; RRR, de La Veronal/cabosanroque/Frederic Amat, y Sonoma, de La Veronal. Los tres triunfaron entre el público y los programadores que acudieron a verlos. El primero, estrenado en verano del año pasado en el festival Grec de Barcelona, indaga sobre el concepto de verdad con el particular lenguaje que ha convertido a esta compañía catalana en una de las más personales de la escena española y de mayor proyección internacional: un combinado de narración audiovisual con vídeo en directo, maquetas sobre las que suceden historias que se proyectan en pantallas, textos hablados, música. Un trazo singular y arrebatador tiene también RRR, una especie de jam sesion en la que interactúan la danza de La Veronal, las creaciones sonoras de cabosanroque y la pintura de Frederic Amat. Y Sonoma, también de La Veronal, una pieza coreográfica imaginativa y poderosa hasta el punto de que fue programada en la última edición del festival de Aviñón, la meca del teatro contemporáneo europeo.
Junto a estos nombres ya consagrados convivieron espectáculos más modestos de David Espinosa, Lorena Nogal, Antes Collado, Lorena Nogal y José Antonio Portillo. En la semana grande del teatro contemporáneo en el Temporada Alta, el festival gironés sigue apostando por ofrecer un muestrario de lo mejor de la escena actual internacional y a la vez impulsar cada año a nuevos creadores que sigan haciendo avanzar las artes escénicas españolas.
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