El poder y la calle
Las trampas de los poderosos, que en vez de liderar frenan a la hora apostar por soluciones de calado, y las incertidumbres de la gente se conjugan de modo alarmante para limitar la lucha contra el cambio climático
Los ciudadanos son conscientes de que el cambio climático va en serio. El 93,6% lo reconocen, según la encuesta de EL PAÍS, y el 83% cree que hay que tomar medidas urgentes. La incertidumbre es generalizada. Y aunque los negacionistas son más numerosos en Vox y en el PP, no dejan de ser marginales. Sin embargo, la mayoría es reacia a pagar para conseguirlo. Los dirigentes políticos se llenan la boca con declaraciones de buenas intenciones. Los líderes del G-20, reunidos con las ausencias nada irrelevantes de China y Rusia, se comprometen a no pasar de 1,5 grados centígrados sin concreción alguna. De modo que ciudadanos y responsables políticos del máximo nivel están de acuerdo en la gravedad del problema (o por lo menos, la mayoría de los dirigentes conscientes del estado de opinión reinante no osan decir lo contrario) pero unos y otros cambian de cara a la hora de concretar: nadie parece muy dispuesto a pagar o asumir los costes del envite. Y ¿entonces qué?
Algunos economistas predican el crecimiento cero, ¿pero es pensable sin un descalabro, en unas sociedades en que las desigualdades son abismales y la multiplicación del bonus se ha convertido en el horizonte ideológico de la meritocracia de los ejecutivos de las grandes compañías? Mientras, ante tal desajuste entre inquietudes y voluntades, sigue creciendo imparable la literatura distópica como única forma de imaginar el futuro que viene. La colapsología (o el absurdo) triunfan sobre la esperanza, quizás con la buena intención de contribuir a despertar las consciencias para sacar a la ciudadanía del fatalismo en que parece instalada, entre la incertidumbre sobre lo que nos espera y el miedo a los costes de afrontarlo.
Algunos dirigentes políticos o creadores de opinión cercanos a los poderes económicos están buscando el camino de en medio sobre el que romper la aporía. ¿Cómo? Apelando a la confianza en la capacidad de innovación de los humanos. Siempre en el momento límite, el talento humano ha sabido encontrar la salida, dicen, lo que no resiste fácilmente la prueba de la historia.
Emmanuel Macron —siempre atento tanto al ruido de la calle como a los intereses de los que mandan— ha sido uno de los primeros en apuntarse a este discurso. El problema existe, no hay una línea clara sobre cómo afrontarlo —nadie quiere ceder en el envite— pero hagamos un acto de fe: la ciencia y la tecnología nos allanarán el camino. Dejando de lado, por supuesto, los enormes obstáculos que hay por el camino: empezando por el enorme coste energético de las tecnologías punta. ¿Cómo romper el círculo vicioso de los costes energéticos de muchos de los intentos de disminuir los efectos devastadores del imparable aumento del consumo de energía? Para los que mandan todo es asumible menos aceptar un cambio profundo de modelo y ahí el ruido de las promesas se difumina rápidamente en la práctica.
¿Servirá la fe en la ciencia como argumento religioso para contener el desasosiego de los ciudadanos? El miedo al cambio climático tiene una debilidad estructural: el tiempo de nuestras vidas es un suspiro. Se diría que no se han acumulado todavía suficientes catástrofes como para pasar de la incertidumbre a la urgencia, en un ser de corta vida, al que le cuesta preocuparse por lo que pueda ocurrir a 50 años vista. La confianza en la ciencia como argumento para afrontar el futuro con serenidad, sin miedo a los costes, se contradice con la escasa voluntad de los gobernantes a la hora de concretar sus promesas. Cada nueva cita sirve para abrir una nueva prórroga en los calendarios. Los objetivos que se debían alcanzar en 2035 apuntan ahora a 2050 o 2070. La capacidad de autoengaño de los humanos es infinita. Con ella especulan los que mandan, que no son siempre los que gobiernan. Y en ella buscan atraparnos.
La resistencia de los poderosos a asumir cambios necesarios, el miedo de los ciudadanos a perder las posiciones adquiridas aún siendo vagamente conscientes de las consecuencias catastróficas de no hacer nada. Es el fatalismo de una especie que se ha creído reina de la creación y que no es capaz de detener su propia acción destructiva sobre el marco natural, el único lugar en el que puede prolongar su existencia. Y ahí las trampas de los poderosos (que en vez de liderar, frenan a la hora apostar por soluciones de calado) y las incertidumbres de la calle se conjugan, a menudo, de modo alarmante.
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