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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La democracia en peligro

Hay poderes que se sitúan por encima del escenario y ciudadanos que fruto de la desesperación y la sensación de abandono se apuntan al que más grita. Lo hemos visto en Estados Unidos

Josep Ramoneda
Pablo Casado, líder del PP, saluda a su llegada a la ceremonia de entrega del Premio Europeo Carlos V en el Real Monasterio de Yuste.
Pablo Casado, líder del PP, saluda a su llegada a la ceremonia de entrega del Premio Europeo Carlos V en el Real Monasterio de Yuste.JAVIER SORIANO (AFP)

Las ideas no se sobreactúan. Se explican y se defienden. El ruido sólo es expresión de impotencia: se levanta la voz porque no se tienen propuestas que hacer o, si se tienen, se prefiere no explicitarlas porque responden a intereses concretos que recibirían el rechazo de muchos, o porque de algún modo hay que disimular la incapacidad para hacerlas efectivas. Simplemente se intenta esconder la propia debilidad construyendo la imagen del otro como enemigo de la patria y agente de la traición. El que sobreactúa no quiere hacer avanzar las cosas, simplemente salvarse a sí mismo.

La política tendría que aprovechar la oportunidad que la pandemia le ha dado de demostrar que hay decisiones para la gobernanza que sólo están en sus manos. Si se quiere reducir al Estado a un actor más volveremos inexorablemente a la ley del más fuerte. Los signos de claudicación de la política ante poderes externos, por sumisión voluntaria o por inseguridad, son una confirmación de lo que ya es un clamor: la democracia está en peligro. ¿Por qué? Por qué hay poderes, nacionales y transnacionales, que no reconocen la legitimidad de los que mandan, salvo cuando les obedecen. Y porque los gobernantes se sienten impotentes frente a ellos.

Hay quienes dan ya por hecho que la gobernanza es cosa de otros y que el poder político carece de autonomía

La montonera organizada contra los tímidos intentos del gobierno para bajar el coste de la luz, con Sánchez Galán como ariete, es sintomática ¿Quién manda ahí? “Con extremistas en el ejecutivo no se puede gobernar”, dice el presidente de Iberdrola. ¿Quién se sube a los extremos: el que quiere paliar el coste de la luz o el que tiene un sueldo mil veces más alto que el salario mínimo? Extremismo también es poner el interés de unos pocos por encima de la mayoría. Es difícil pensar en el futuro cuando el gobierno se tienta tanto la ropa: cada vez que da un paso adelante, en el proyecto de presupuestos por ejemplo, el enunciado sufre una inyección de matices para dar satisfacción a los intocables. Hay quienes dan ya por hecho que la gobernanza es cosa de otros y que el poder político carece de autonomía para ejercer en nombre de la ciudadanía. Paso a paso el autoritarismo postdemocrático va tomando cuerpo.

Y en esta línea los partidos políticos se quedan sin alma: no hay debate, no hay cuestionamiento interno, no hay construcción democrática de sus apuestas. Deberían ser instrumentos fundamentales para la participación política, son silenciosos y deprimidos acompañantes del que manda. Sánchez se apoyó en la militancia, en un histórico gesto de rebeldía, para cargarse a la vieja guardia que le echó y que desde su fatuidad creía haberle mandado al olvido. Pero parece que no se acuerda de esta lección de democracia que dio en su día. En el Congreso socialista de este fin de semana, diseñado a mayor gloria del líder no hay apenas espacio para discusión política de programas y propuestas.

Impotentes para disputar un debate político, los líderes de la derecha se limitan a satanizar al adversario
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Impotentes para disputar y, eventualmente ganar, un debate político, los líderes de la derecha se limitan a satanizar al adversario. Es más barato y ahorra el funesto ejercicio de pensar. Confrontación y consignas extraídas del eterno ideario de la reacción. La máxima concreción de futuro que ha hecho Casado ha sido tumbar la ley del aborto en su camino hacia atrás al encuentro de Vox.

¿Dónde queda la democracia como territorio compartido? Para dialogar se necesita un mínimo espacio lingüístico, político y ético común, que determinan los valores democráticos, basados en el mutuo reconocimiento. Pero cada vez es más imposible porque hay poderes que se sitúan por encima del escenario y ciudadanos que fruto de la desesperación y la sensación de abandono se apuntan al que más grita. ¿Qué pasa cuando el espectáculo teatral del líder inflamado se convierte en horizonte de la política? Que el sistema amenaza ruina. Lo hemos visto en los Estados Unidos, la política de buenos y malos de Donald Trump colocó al país ante algo insólito: la sombra del golpe de Estado. Personas nada sospechosas de radicalidad cómo el neoconservador Robert Kagan advierten de que la crisis constitucional está aquí, que puede volver Trump con sus métodos y que la democracia americana puede quedar herida de muerte. Esto ocurre en los USA, imagínense aquí, dónde las brasas del fascismo todavía humean y algunos se empeñan en avivarlas. Nos estamos acercando peligrosamente al grado cero de la política. Y si por ahí seguimos la democracia se abrirá en canal. ¿Estamos a tiempo de no perder a la democracia en su actual mutación? ¿O el neoliberalismo sigue imparable en la construcción del autoritarismo postdemocrático?

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