Un millón de paellas decoradas
Un arroz debe ser sabroso, pero sutil, no graso, aceitoso; perfumado y envuelto con los gustos que han sintetizado
Memoria visual de una paella de marisco: carabineros grandes muy rojos, gambas más bien rosadas, cigalas que son artefactos blindadas, a veces patas, pinzas o bocas de cangrejo, más mejillones en su concha, almejas o berberechos abiertos, porciones de huevo hervido, tiras de pimiento rojo asado; en segundo plano quedan aros de calamar, dados de sepia y rape, puntos de guisantes, garrofones y franjas de judías, quizás porciones de alcachofa... Además, limón partido, en gajos o filigrana.
El inventario, la decoración, no es fruto de la exageración gastronómica o purismo irónico del comentarista. La realidad e internet presentan bastantes paellas que resultan ser mapamundis, explicaciones universales del mercado y del fondo del mar, representación teatral de la generosidad del cocinero. Quizás la abigarrada composición surge de la necesidad de obtener testimonios públicos, fotos coloristas de la aventura.
Las fórmulas o exhibiciones siempre surgen distintas porque son intentos, tentativas, así corresponden a la intención de búsqueda y aproximación, esencia de la preparación de la buena comida. Tan solo en las factorías comerciales, los restaurantes especializados, que expiden decenas de paellas al mediodía, los encargos responden a las expectativas de los clientes. Repiten casi mecánicamente las fórmulas y porciones, seguramente con preparados.
Multitud de restaurantes sirven a domicilio o entregan las comandas para llevar, a pie de los fogones. Las paellas circulan desde las cocinas a los domicilios de los clientes. Una buena paella, sin culminar su cocción a fuego acelerado, puede superar la espera de hasta 30 minutos, en un traslado de 25 kilómetros. Es el caso demostrado con el oficio familiar de tres generaciones de los Font en Los Patos de s’Albufera, por ejemplo, con una paella con hegemonía del arroz, captación de los matices que aporta el caldo —y el sofrito— y protagonismo de calidad y no exagerado de los elementos marineros.
En otros restaurantes populares sirven a la clientela raciones para llevar al servir desde una paella grande, bastante grande, en una fórmula de arroz comunal popular. Sucede en casas de comidas donde exhiben la propuesta. Hasta hace poco ocurría en versión humilde y seria en can Rosa, una rama de la extinta escuela de cocineros de la familia / saga Mateu de Son Salvador de Felanitx (un año desde que el obispado de Mallorca dejó a la población sin fonda ni arroces salvajes, silvestres).
Las superficies decoradas, estibadas, ocultan el sujeto del plato, el arroz, que debe captar, retener, los sabores de la multitud de compañía que difícilmente cede parte de su entidad al cereal o caldo porque se acumulan, al final, como un mosaico.
Así, en la mesa, el plato, a veces se aborda igual que se exploran los yacimientos arqueológicos, buscando el sabor de síntesis del sedimento —el arroz, a veces tostado, socorrat, aferrat—, y se apartan los restos y hallazgos que se acumulan.
Esas versiones resultan apologías del exceso, una suma barroca de especies, sabores, materias y cáscaras. Quedan los trastos o escombros resultado de la necesaria selección y degustación.
Posiblemente, hay una tendencia al servilismo de las redes, al efecto exhibicionista, al tapiz final, algo fallero, que resulta barroco y demasiado artificial. Es una propuesta basada en la compleja presentación de los sabores y que suscita la curiosidad y el afán de los comensales.
La operación gastronómica es comunal, improvisada. Las biblias de la gastronomía, en los menús de los dioses de los fogones, no circulan muchas instantáneas ni recetarios sobre la paella, pero en las redes existen cientos de miles de recetas y vídeos sobre las “auténticas” paellas o arroces secos.
Siempre se celebra la paella, los arroces múltiples, porque la lenta espera de la cocción del arroz enciende los deseos y el apetito de los comensales. Los recursos populares sin recetarios al final construyen un diccionario y una gramática, normas fieles de la dignidad y la tradición familiar, que impiden tonterías y rutinas en cocina de exigencias.
Un arroz paella debe ser sabroso, pero sutil, no graso, aceitoso; perfumado y envuelto con los gustos que se supone han sintetizado en el caldo y en la cocción. Los hallazgos no han de ser argumentos efectistas, concesiones al espectáculo.
Vivimos una época teñida por las apoteosis, por el más difícil (caro) todavía: arroces monográficos repletos de langosta y bogavantes y, este verano de 2021, han aparecido hasta las paellas con o de lechona.
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