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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡Sálvese quien pueda!

Lo ocurrido en el Institut Català de Finances no deja lugar a dudas. Situando al Institut en el centro del debate de los avales se ha conseguido poner a otro organismo propio bajo sospecha

El expresidente de la Generalitat Artur Mas durante la rueda de prensa en la que acusó  al Estado de buscar su "muerte civil y política"
El expresidente de la Generalitat Artur Mas durante la rueda de prensa en la que acusó al Estado de buscar su "muerte civil y política"Toni Albir (EFE)
Joan Esculies

El proceso independentista ha malogrado buena parte de lo que ha tocado. Políticos, partidos, la marca de la Generalitat de Cataluña. No por la aspiración a su fin último, sino por el camino utilizado para alcanzar tal objetivo. La víctima más reciente es el Institut Català de Finances. Como es sabido tres miembros de su dirección han dimitido después de que el Gobierno de Cataluña designara por decreto a la entidad pública como alternativa para cubrir el aval a una treintena de excargos afectados por la fianza de 5,4 millones de euros impuesta por el Tribunal de Cuentas por la acción exterior del procés, entre 2011-2017.

Estos tres miembros independientes del ICF, nombrados durante la etapa de ERC al frente de la vicepresidencia de Economía, habían agotado su mandato a comienzos de julio y lo mantenían a la espera de la renovación de cargos. En la votación de la entidad sobre el aval, de los miembros de la dirección restantes uno no votó, otro se abstuvo, tres de adscripción política (Esquerra, Junts) lo hicieron a favor y otros tres independientes en contra.

En general la prensa, viciada por la eterna brega entre socios, ha puesto el foco en la naturaleza de la decisión de convertir el ICF en avalador. En descubrir si había intención de perjudicar al aliado de Gobierno. El rifirrafe político tiene aquí un interés limitado. Sin embargo, en el episodio hay dos derivadas de calado a las que prestar atención.

La demanda de autogobierno se sustenta en la consideración que hay una forma mejor de organizar la administración pública y las instituciones, más cercana y efectiva que la que desarrolla un poder central, considerado alejado de la realidad territorial más inmediata, de sus necesidades y especificidades. Llevando esta tesis al límite, el independentismo argumenta que una República catalana será más transparente, más eficiente y estará mejor gobernada que una Cataluña autónoma.

Con este marco, venimos de un par de meses clamando por la poca profesionalidad y la politización del Tribunal de Cuentas. Señalando a quienes miran para otro lado ante la necesidad de reformular el órgano fiscalizador para que su actuación sea incuestionable. De todo ello se desprende que, llegado el caso, en Cataluña se procedería de forma más adecuada.

Hubo un tiempo en que a los catalanes se nos decía que éramos hijos de Carlomagno y que, por ello, éramos más europeos y mejores que las gentes al sur del Ebro. Pero resulta que cuando llega el momento de actuar en la parcela de nuestro autogobierno vemos que, a la hora de presionar y retorcer las instituciones o entidades públicas, somos igual de peninsulares que el resto de España. Ni mejores, ni peores.

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Lo ocurrido en el ICF no deja lugar a dudas. Situando al Institut en el centro del debate de los avales se ha conseguido poner a otro organismo propio bajo sospecha. Y, de paso, contar con un argumento menos para defender la necesidad de afianzar y aumentar el autogobierno, puesto que para determinadas praxis es mejor no gobernar nada. Incluso uno puede llegar a creer que apropiándose de una revisión que bien hubiese podido competer a la Sindicatura de Comptes de Cataluña, el Tribunal de Cuentas ha ahorrado a este órgano entrar también en el lodazal.

La segunda derivada del episodio es que la espantada de los tres miembros del ICF y la negativa de los otros tres abre la puerta a que otras personas —que no dependan de un cargo público o que no tengan más carné que el de la biblioteca— sigan sus pasos. Su actitud no demuestra cobardía, como ha señalado parte del independentismo, sino haber tenido presente el aviso del refranero catalán: ”sempre seràs emmascarat per una paella bruta”. Llevar al límite de manera reiterada a las instituciones supone una descapitalización intelectual que ningún país se puede permitir. Y uno de las dimensiones y características de Cataluña, menos.

No vale con señalar que “en Madrid” se deberían mejorar algunos procederes de un Estado de derecho para justificar y amparar cualquier actuación propia. Erosionar la imagen de nuestros organismos públicos y ahuyentar a los perfiles independientes de ellos ni contribuirá a consolidar nuestro autogobierno, ni recabará un apoyo transversal ante las injusticias que se cometan contra determinadas personas enjuiciadas. Hay una cierta manera (correcta) de hacer las cosas. No es tan difícil.


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