El peligro de ganar demasiado descaradamente
Ayuso rompe el pacto de sobreentendidos poniendo encima la mesa esta idea de España que solo beneficia a unos pocos madrileños a costa de perjudicar al resto de españoles y exclamar: “¿Sí, y qué?”
La marcha triunfal de Isabel Díaz Ayuso y la insipidez de la política catalana son dos caras de la misma moneda, un resumen perfecto de la España que queda una vez se han encendido las luces de la discoteca de la Transición. En el juego de apariencias autonómico, la calma política dependía de no explicitar lo que todo el mundo sabía. La derecha no decía que su proyecto era crear un Madrid extractivo y omnipotente que ahogaría al resto de la Península. La izquierda no contaba que su plurinacionalismo era meramente nominal y en su fondo latía la misma pulsión centralista. El catalanismo no confesaba que no estaba dispuesto a sublevarse en serio si ponía en riesgo su bienestar relativo.
Ayuso rompe el pacto de sobreentendidos poniendo encima la mesa esta idea de España que solo beneficia a unos pocos madrileños a costa de perjudicar al resto de españoles y exclamar: “¿Sí, y qué?”. En lugar de aceptar el juego de discursos falsamente preocupados por suavizar los injusticias del modelo jacobino, la presidenta de la Comunidad de Madrid ofrece a sus votantes el placer de dejar de fingir que no han ganado. La gestión de la pandemia gracias a la que Ayuso arrasará ofrece el enésimo ejemplo de las ventajas de decir en voz alta lo que todo el mundo sabe: Madrid ha puesto el enriquecimiento de los más fuertes delante de la vida de los más vulnerables sin preocuparse por los costes que deberán pagar el resto de comunidades. ¿Sí, y qué?
La efectividad de esta gallardía se debe a la pérdida de credibilidad de las alternativas. Nadie puede responder a ningún “¿Y qué?” sin que se le caiga la cara de vergüenza. Si había una visión diferente de la cuestión nacional, fue el PSOE quien se cargó el federalismo al cargarse el Estatuto de Cataluña. Si había una voluntad de combatir la ortodoxia neoliberal, fue Zapatero quien firmó la reforma exprés de la Constitución. Si había una disposición a rebelarse contra la apisonadora centralista fueron a los partidos independentistas los que no defendieron la declaración y se presentaron a las elecciones del 155. Si había una nueva izquierda dispuesta a poner líneas rojas más estrictas, fue Ada Colau quien aceptó los votos del ex primer ministro francés Manuel Valls. Finalmente, si había una idea de gestión pandémica diferente del darwinismo madrileño, han sido el resto de colores políticos los que la han vaciado con su incoherencia en las medidas adoptadas y su incapacidad de articular con un poco de gracia los valores éticos, políticos y económicos de aquello que decían defender.
La clave del éxito de la derecha española desatada, sea Vox, sea Ayuso, es que son al mismo tiempo rey y bufón. En el antiguo paradigma, los conservadores se hacían pasar por gente seria y moderada mientras la progresía tenía reservado el papel de contrapeso irreverente, los provocadores que señalaban las contradicciones de los señoritos diciendo verdades incómodas en voz alta. Pero la historia reciente ha demostrado que los comediantes preferían cobrar del rey que cortarle la cabeza. En consecuencia, la ironía a través de la cual la izquierda o el independentismo articulaban su superioridad moral ha dejado de tener gracia. La presidenta dice que está orgullosa de que Madrid vaya desnuda; los poderes fácticos ríen con ella y la oposición se ha quedado sin chistes.
El desacomplejamiento de la derecha madrileña produce una hegemonía de hierro porque hace explícita una lógica política implícita que beneficia determinados madrileños. Que el postprocesismo y las izquierdas solo sepan reclamar un retorno a la vieja dialéctica reformista después de haber demostrado que no están dispuestos a hacer frente si la derecha llega hasta el final, tanto económica como territorialmente, ayuda a entender la sensación de cartón piedra que da todo últimamente. Este panorama gris, sin embargo, podría tener una deriva irónica: si la derecha se relaja tanto que deja de esconder lo absurdo de su modelo de España y la crudeza destapa cada día más el vacío de las alternativas, los ciudadanos que resultan perjudicados, que son la inmensísima mayoría, quizás miren el agujero negro por primera vez tan directamente que empiecen a hacerse preguntas peligrosas, las preguntas que nunca se habrían hecho como espectadores del viejo teatro autonomista. Los antiguos manuales de guerra desaconsejan ganar demasiado descaradamente.
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