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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Debilidad por las urnas

Ninguno de los tres últimos presidentes puso las urnas teniendo la oportunidad legal y democrática de hacerlo. Y así llevamos consumidos cinco años y cuatro meses

La presidenta de l'ANC, Carme Forcadell, reclama les urnes el 2014.
La presidenta de l'ANC, Carme Forcadell, reclama les urnes el 2014.ALBERT GARCIA
Josep Cuní

“Govern, Parlament, President, posin les urnes” clamó Carme Forcadell l’Onze de setembre (2014). Y Artur Mas las puso el 9 de noviembre posterior sin carácter vinculante. Eran las urnas para la consulta por la independencia de Catalunya. El final de un eufemístico proceso participativo apuntado por el “Pacte per la Llibertat” suscrito como acuerdo de la investidura de dos años antes. El provocado por unos resultados que le restaron doce escaños y cien mil votos a CiU porque algunos de sus “influencers” le habían sugerido al líder que aquel era el momento de arrasar. Él se lo creyó, apareció en los carteles cual Moisés mandado separar las aguas del Mar Rojo y el espíritu bíblico le castigó negándole la entrada a la tierra prometida y señalándole como el hacedor de errores posteriores. En su propia jerga marinera, su brújula no le marcó el rumbo a Ítaca como pretendía. Quizás porque no recordó que al inicio de su poema musical, Lluís Llach advierte que para llegar allí no hay que forzar la travesía. “Has de rogar que el camino sea largo, que seas viejo cuando fondees en la isla”. Marcado contraste con quienes empezaron a corear prisas. Malos navegantes.

Aquellas urnas simbólicas le costaron condena judicial por desobediencia a Artur Mas pero también a Joana Ortega, Irene Rigau y Quico Homs. El juicio, que se vería en febrero del fatídico 2017, había sido precedido por las elecciones de setiembre de 2015. Impulsadas como plebiscitarias por falta de aval legal al referéndum pretendido, se forzó la coalición de Junts pel Sí con la Esquerra Republicana de Oriol Junqueras y el apoyo incondicional de Òmnium y la Assamblea convirtiendo en diputadas a Muriel Casals y Carme Forcadell que sería elegida Presidenta del Parlament. Congregaron más de un millón seiscientos mil sufragios pero no alcanzaron la mayoría suficiente. Larga y dura negociación con las CUP apurando hasta el tiempo de descuento para acabar cediendo a favor de otro candidato a president porque para los anticapitalistas Mas había sido el líder de los recortes y el abanderado de la austeridad a la que los grandes poderes fácticos obligaron para superar la grave crisis financiera. Se pudo haber dejado transcurrir el plazo y que el mecanismo legal actuara para convocarse nuevos comicios pero “lo que las urnas no nos dieron se ha corregido a través de las negociaciones” según el mismo Mas. Y así fue como paso de la astucia a la papelera de la historia.

Ahí se congela la cronología de la última vez que un president de la Generalitat convocó unas elecciones legales y democráticas, sin tacha ni reproche porque se quería emprender el largo y tortuoso viaje hacia la independencia. Vino Carles Puigdemont, que con la resaca del 1-O de los disgustos, eligió la confrontación en el segundo del match point. Pudo haberlo evitado. Horas antes parecía convencido de que la salida del atolladero eran las urnas. Las crónicas dicen que ERC le amenazó con tildarle de traidor. Lo peor para un patriota. Se declaró fugazmente la independencia, el gobierno español impuso el 155 y Rajoy, cual el comandante cubano del son, acabó con la diversión y mandó votar.

Quim Torra tomó el relevo al frente de un ejecutivo marcado por compañeros tristemente ausentes y él mismo se consideró un vicario que acabó tomándole el pulso al cargo llevado por su bienintencionada voluntad de servicio público durante la primera parte de la pandemia. Demasiado tarde. Hace ahora un año, disgustado con tanta deslealtad a su alrededor, dio por agotada la legislatura. Sabía que podía ser inhabilitado por desobediencia al negarse a retirar la famosa pancarta del balcón de la Generalitat. De nada le sirvió hacerlo tarde y mal. La Junta Electoral había iniciado un proceso que le mandaría a casa unos meses después sin que firmara antes el decreto disolviendo la legislatura. Dicen que obedeció a un acuerdo con Puigdemont en Colliure, frente a la tumba de Machado, cuando “está el sol en el ocaso. Suena el eco de mi paso, ¿eres tú? Ya te esperaba. ¿No eras tú a quien yo buscaba?

Si realmente querían ganar tiempo lo consiguieron. Tanto, que entró en vigor el procedimiento legal. Y ahora que teníamos cita para el día de San Valentín, la pandemia aconseja otra demora judicializada. El bloque independentista, imbuido por el efecto Illa, contraataca señalando al gobierno español con un 155 encubierto cuando curiosamente de existir aquel espíritu y a partir de la experiencia responderíamos ante las urnas antes de lo que desearían quienes tanto las reclaman.

Estos son los hechos crudos que pueden no gustar pero que ahí están, matizables pero tozudos, para explicar que, pudiendo, ninguno de los tres últimos presidents puso las urnas teniendo la oportunidad legal y democrática de hacerlo. Y así llevamos consumidos cinco años y cuatro meses.

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