El síndrome de Boabdil
El regreso de Juan Carlos I sería un terremoto que alejaría a la institución de la mayoría de la gente. Por eso no debería volver. Al Juan Carlos perdedor le ha llegado ya el tiempo del suspiro
Boabdil, derrotado, suspiró al perder su reino y su Alhambra. Esta es la parte romántica de la leyenda del rey moro de Granada, la del lamento pacifista, de la dulce nostalgia por la sensualidad y la belleza perdidas. Pero se completa con la bronca de Aixa, su madre: “¡Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre!”. Esta es la parte pragmática de la leyenda, la del agrio rencor, del reproche bélico y de la ira acusadora. Son las dos caras inescindibles de toda derrota no aceptada. En cada perdedor confluyen, como un síndrome contradictorio, el suspiro romántico y nostálgico y el reproche pragmático y rencoroso. Hay que reconocer, sin embargo, que en la práctica los perdedores suelen tener más de Aixa que de Boabdil.
Ens han tret de casa nostra (nos han echado de nuestra casa). Dicen que este fue el suspiro que exhaló Marta Ferrusola \[la esposa de Jordi Pujol\] al desalojar el Palau de la Generalitat a causa de la derrota electoral del pujolismo, tras 23 años de poder. El lamento era la expresión doméstica, simplista y amarga, de una ira mal contenida al verse despojada de sus pertenencias y privilegios. Nuestra Aixa Ferrusola jamás llegó a comprender que en el Palau nunca había sido la mestressa, la propietaria, sino una modesta inquilina democrática, y por lo tanto temporal. Por esta razón, finalmente, aunque a regañadientes, tuvo que irse de la que creía que era su Alhambra, tuvo que irse del Palau.
El rey emérito minusvaloró los riesgos que iba dejando a su espalda con sus dudosas actividades económicas
A veces el síndrome de Aixa borra totalmente cualquier huella del bondadoso Boabdil. Un ejemplo histórico de este modo de no aceptar la pérdida del poder lo ha dado Trump. Siendo un inquilino democrático de la Casa Blanca creyó que esta formaba parte de sus propiedades personales, que podía retener con sus matones cuando le llegó el tiempo del desalojo. El 6 de enero, en el Capitolio, la rencorosa e irascible Aixa de la leyenda de Boabdil se transformó en un energúmeno antidemócrata, un ogro vociferante incapaz de suspirar. Pero, con un previsible bufido, también tendrá que irse finalmente de la que creía que era su Alhambra. Tendrá que irse de la Casa Blanca.
Juan Carlos de Borbón también tuvo que irse. Algún día sabremos si abdicó y luego se marchó contra su voluntad, empujado por el reproche ético o el pragmatismo acusador de su hijo, o por ruegos o exigencias del gobierno; o si huyó por propia decisión previendo las salpicaduras del despecho rencoroso de Corinna. O quizá hubo un poco de todo. Había llegado al trono aquel incierto 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte de Franco. Fue proclamado rey sin la presencia de los principales jefes de Estado, ante testigos indeseables como Pinochet, y ante los procuradores de las Cortes franquistas, de conformidad con sus leyes, y “desde la emoción del recuerdo de Franco”. Era un precarista que había recibido del dictador su trono sin corona, de modo que en la España de la transición hubo un trono sin corona legítima y una corona sin trono, personificada en el rey padre, Don Juan de Borbón. El 14 de mayo de 1977 el rey padre no pronunció la palabra “abdicación”. Reconoció que la monarquía estaba “instaurada y consolidada” y entregó a su hijo Juan Carlos el legado histórico que había recibido de su padre, el rey Alfonso XIII. Este trono y esta corona instaurados y consolidados por el franquismo fueron reconocidos, que no instituidos, por la Constitución de 1978. En esta se establece que la persona del rey no está sujeta a responsabilidad. Amparado en esta condición constitucional de irresponsable, minusvaloró los riesgos que iba dejando a su espalda con sus dudosas actividades económicas y personales. Eran demasiados riesgos, demasiadas Aixas acechándole. Por eso tuvo que irse, o decidió irse, y al parecer suspira por volver.
Marta Ferrusola y Donald Trump creyeron que las instituciones públicas eran de su propiedad personal
Para ponerle a buen recaudo de tantas previsibles asechanzas la democracia constitucional le obsequió con un privilegiado fuero “exprés” para que solo el Tribunal Supremo pueda juzgarle por sus posibles irregularidades penales o económicas cometidas tras la abdicación. Pero a nadie le conviene que reaparezca. Los suyos no querrían verle ni como un derrotado, sometido al juicio oficial y mediático, ni como un desahogado privilegiado impune. Para todos, su presencia sería un terremoto de imprevisibles consecuencias, o un escándalo que alejaría a la institución de la mayoría de la gente de manera progresiva e irreversible. Por eso no debería volver. Al Juan Carlos perdedor le ha llegado ya el tiempo del suspiro.
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