Enseñanzas de un año raro
El virus recuerda nuestra elemental condición: seres precarios que lejos de ser autónomos estamos anclados en la naturaleza. La pandemia ofrece la oportunidad para recomponer nuestra relación con el entorno
Que salimos de un año raro es una obviedad: pocas veces ocurre que los gobiernos encierren en casa por decreto a la ciudadanía. Una experiencia de la que la ciudadanía no sale impune, por mucho, que conforme a la capacidad adaptativa de los humanos, lo haya soportado con dignidad. Hay una primera enseñanza interesante de esta experiencia: los humanos nos movemos cada vez más entre la continuidad y la ruptura, sin que las fuerzas que pretenden dejar el pasado atrás consigan imponerse de manera radical.
El desasosiego ha venido a verificar la fragilidad de una sociedad confiada en el poder de la tecnología y la ciencia
¿Qué ocurrió cuando sonó la gran alarma? Lo que parecía impensable: que ante las dudas, ante la ignorancia, se actuó como otras veces lo largo de la historia ante los fenómenos pandémicos: encerrando al personal. Es decir, ante la ignorancia optar por lo de siempre, algo humano, enormemente humano. Y, sin embargo, estábamos mucho mejor equipados que ante las pandemias antiguas y los investigadores se pusieron en marcha a toda velocidad, mientras se sumaban recursos de todas partes. Y otra vez llegó lo inesperado: las vacunas encontraron la aceleración técnica necesaria para romper todas las previsiones de calendario: y ya están aquí. Una vez más, una mirada atrás y un paso adelante. Una lógica que ha demostrado estar viva incluso en tiempos de gran aceleración.
La memoria cuenta y el desconcierto ha sido especialmente fuerte en aquellos países y generaciones que no estaban habitados por el recuerdo inmediato de las infecciones masivas. En España, la frontera pasa por la década de los cincuenta, en la que se generalizaron las vacunas y los antibióticos y nos fuimos olvidando de las amenazas de la época (del sarampión a la lepra, de la viruela a la tuberculosis o a la polio). De ahí que el desconcierto ha sido muy distinto según las generaciones. Pero más allá de la sorpresa, el desasosiego ha venido a verificar la fragilidad de una sociedad que vivía confiada en los poderes de la tecnología y de la ciencia.
Justo cuando algunos venían predicando el post-humanismo, fabulando con la especie despegando hacia un futuro sin límites, el virus nos ha recordado nuestra elemental condición: seres precarios que lejos de ser plenamente autónomos estamos perfectamente anclados en la naturaleza. Y así la pandemia nos ofrece una buena oportunidad para recomponer nuestra relación con el entorno a partir de los modos de interpretarlo, empezando por el conocimiento. Tiene razón Etienne Klein de aconsejarnos que aprendamos la diferencia entre la ciencia —los conocimientos establecidos— y la investigación —en proceso permanente de tanteo y prueba—.
Dicho de otro modo, la pandemia ha ensombrecido el mundo, pero también puede servir para ofrecer pistas si se confirma que es en las dificultades que la humanidad progresa. Pero los caminos no están decididos y la pugna por trazarlos será enorme en los próximos años, en la medida en que la pandemia irrumpe en una crisis que ya estaba en curso: ¿quién gobernará el futuro? ¿cuál será el marco de la toma de decisiones? Lejos de una comunidad global, ¿hay alternativa a los viejos estados nación? Emmanuel Macron representa en cierto modo esta contradicción. Por un lado, vuelve a las andadas: “Ser francés es habitar una lengua y una historia, es decir, inscribirse en un destino colectivo”. Y, por otro, como señala Olivier Faye, se apunta al ideal europeo como modo de retomar el control de nuestro destino económico, tecnológico, militar y cultural. No es contradicción. Es una constatación de la dificultad que tiene la política hoy para encuadrar a la ciudadanía.
¿Quién gobernará el futuro? ¿cuál será el marco de la toma de decisiones? ¿hay alternativa a los viejos estados nación?
Esta crisis viene cuando las democracias liberales viven en un mar de dudas. La pandemia afecta a la vida, lo cual pone en guardia a la ciudadanía que si por algo está dispuesta a aceptarlo todo es por la salud. ¿Vamos hacia una sociedad que busca la protección por encima de cualquier otro valor? ¿Hay una vía democrática para ello si sabemos distinguir entre el valor del riesgo del patriarcado y los valores de la cura y la atención que llevan la marca de la revolución feminista? En cualquier caso, el peligro que nos interpela a todos es que el miedo allane el terreno a la aceptación del autoritarismo. La jurista francesa Mireille Delmas-Marty lo dice de un modo muy gráfico: ¿vamos a pasar de “libertad, igualdad, fraternidad” a “seguridad, eficiencia y predictibilidad”? Poner cara política a esta última triada me asusta. Y por eso resultan inquietantes unas políticas que “frente a la pandemia escogen inmovilizar a los humanos y desestabilizar las sociedades”.
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