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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La posibilidad de una isla (vacunada)

De cara a futuras pandemias, las naciones del planeta no confían en cambios en el sistema de producción, el estilo de vida o la gobernanza, sino en tener capacidad para fabricar vacunas más deprisa

Un anciano recibe una inyección de la vacuna de Pfizer, en Inglaterra.
Un anciano recibe una inyección de la vacuna de Pfizer, en Inglaterra.POOL (Reuters)

A principios de mayo, el escritor y director de cine Michel Houellebecq dijo que, tras el coronavirus, “todo seguirá igual, pero un poco peor”. Tras las primeras fotografías de ancianos británicos recibiendo la inyección ya se puede ver que el escritor francés tenía, a grandes rasgos, más razón que un santo. Con las vacunas circulando por medio mundo y a punto de hacerlo por la otra mitad, ya es evidente que el bofetón que la realidad tenía preparado para advertirnos sobre los peligros de seguir haciéndolo todo como hasta ahora se ha estrellado contra el campo de fuerza tecnológico y cultural que protege <CW-19>esta burbuja de ilusión que llamamos “nuestro estilo de vida”. La humanidad cada vez necesita menos transformarse moralmente para sobrevivir.

Esto supone una novedad epocal. La historia de las pandemias es la historia de la toma de conciencia social, el despertar de la sensibilidad colectiva en el individuo. En Plagues and the Paradox of Progress (Las plagas y la paradoja del progreso), el epidemiólogo Thomas J. Bollyky explica cómo las crisis sanitarias del pasado se superaron gracias al esfuerzo social y no a las vacunas, que tardaban mucho en llegar, si es que llegaban.

Thomas J. Bollyky explica cómo las pandemias del pasado se superaron gracias al esfuerzo social y no a las vacunas

De la necesidad de organizarnos y cuidar unos de otros en tiempos de pandemia salieron estructuras estatales de sanidad pública y recaudación y redistribución de impuestos sobre las que se construiría el Estado del bienestar. La peste negra redujo tanto la mano de obra disponible que los gremios, que siempre habían sido hereditarios, se tuvieron que democratizar. El cólera transformó la arquitectura y el urbanismo, instaurando nuevas prácticas de higiene y concepciones del espacio que aún nos benefician. El coronavirus habrá pasado y de momento tenemos las ciudades más feas y los empresarios más cubiertos para recortar derechos laborales, pensando en cómo deslocalizarán el trabajo gracias a las maravillas telemáticas.

La visión sobre la que hemos construido la democracia no estaba preparada para una capacidad tan grande de endeudarnos con la realidad y, llegado el día de pagar la factura, sacar una máquina que imprime billetes. Es un sentimiento que recuerda casos como que Estados Unidos se haga cargo de la defensa de medio mundo, el Norte europeo rescate los bancos del Sur, o en un país pobre se atasque su desarrollo porque la ayuda humanitaria acaba apuntalando regímenes corruptos.

La covid pasará y de momento tenemos los empresarios cubiertos para recortar derechos laborales

El entramado global de interdependencias distorsiona la escala de la responsabilidad y rendición de cuentas, como si siempre hubiera una estructura lejana e inhumana sobre la que cargar el muerto y ni siquiera merezca la pena razonar en términos de causa y efecto. Los choques con la realidad que antes nos obligaban a modificar conductas concretas y después cristalizaban en lecciones compartidas se han acelerado y difuminado demasiado para los ritmos de la cultura. Si llega otra pandemia estaremos más preparados para resistirla, tal como lo estaban en Asia después de la anterior SARS, pero no habremos llevado a cabo las transformaciones profundas para prevenirla. ¿Alguien dijo crisis económicas?

La emancipación de la naturaleza es la razón de ser de la política. La igualdad y el bienestar son un producto artificial fruto de aprendizajes y esfuerzos colectivos. Cuando estudiamos los avances de la humanidad prehistórica, pensamos en clave de respuestas creativas para adaptarse a las exigencias del medio. Pero qué sucede cuando el día a día y el discurso cada vez están más divorciados de los límites que impone el mundo exterior? El sustrato material que condiciona nuestra forma de vida sigue siendo importante y las diferencias entre ricos y pobres, entre débiles y poderosos, tienen consecuencias. Pero nunca como ahora habíamos podido vivir en ficciones gracias a la doble protección de la tecnología, que nos aísla de la realidad que no nos gusta en un sentido material y espiritual a la vez. El coronavirus se ha llevado a Donald Trump, pero un 70% de los votantes republicanos creen que les han robado las elecciones y hay manifestaciones cada día. Los hechos alternativos son una realidad.

La paradoja de los invernaderos que hemos construido para protegernos es que funcionan tan bien que han separado los hechos de las palabras, los actos de las consecuencias. La tecnología sanitaria nos inmuniza del virus y la tecnología digital nos inmuniza de las verdades incómodas y las formas de alteridad que decidimos ignorar. De cara a futuras pandemias, las naciones del planeta no confían en cambios en el sistema de producción, el estilo de vida o la gobernanza, sino en tener capacidad para fabricar vacunas más deprisa. Hemos construido realidades alternativas fastuosas, y es estúpido y desalentador que no utilicemos este poder para moldearlas de maneras más justas, más ricas y más bellas. La posibilidad de una isla, y malgastarla así.

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