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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona es el barrio, no la Rambla

La ciudad vieja ha fagocitado el sentido de lo común, ahora está vacía y desierta. Sant Andreu, Sants o Gràcia, en cambio, lo cultivan y sus vecinos se vuelcan en sus calles para que las puertas abiertas no cierren

Mercè Ibarz
La calle Gran de Sant Andreu, uno de los ejes comerciales más animados del distrito.
La calle Gran de Sant Andreu, uno de los ejes comerciales más animados del distrito.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

El vacío de la Rambla. Es lo que queda de la Barcelona turística. El gran río de asfalto de la ciudad histórica reúne y centrifuga, en su mismo nombre, en sus luces de día y noche, la vida alrededor de los barrios en sus flancos, el Raval y el Gòtic. Barrios que se extienden hasta la Barceloneta por una esquina y hacia Sant Antoni por la otra, las dos barriadas que más han conocido hasta ahora los efectos perversos de la conversión de la Rambla —de las Ramblas que forman una sola desde la plaza Catalunya hasta el puerto— en una avenida de la quimera urbana, un gigante fagocitador del sentido de la vecindad.

El proceso, ya viejuno, ha expulsado a muchos de sus vecinos. Los que quedan allí son a menudo gentes con pocos medios, que viven en precario, como es tan frecuente hoy en todo tipo de profesiones. Pero los más son pobres de solemnidad. Claro que cierran los comercios del Gòtic, claro que la ciudad vieja vive la pandemia en sus propias carnes: sus puertas abiertas deben cerrar. Sus calles se están quedando sin comercios, sin puertas abiertas. Y ¿qué es una ciudad sin puertas abiertas? Una ciudad sin vecinos.

Hace tiempo que las Ramblas son un recuerdo lejano para los barceloneses y catalanes que la frecuentaban

Y porque es lo que es, histórica y relevante, icónica hasta marear, la Rambla ha deglutido y licuado en este proceso el propio sentido de vecindad barcelonesa y, por extensión, urbana. Barcelona no parece ahora mismo una ciudad, es un conjunto inconexo de barrios. Los turistas no eran vecinos ni lo quisieron ser cuando alquilaban un piso turístico. Ciudad sin vecinos, pues, en la ciudad vieja. Hace tiempo que las Ramblas, una por una y no te digo ya entera, son un recuerdo lejano, muy lejano a veces, para los barceloneses, catalanes y viajeros que la aman y que un día la frecuentamos día y noche. Ahora, silencio y vacío. A no ser que las protestas de los últimos días contra las restricciones llenen algún rato esa Rambla en pena, en el atardecer, antes del toque de queda, claro, de gentes enojadas con razón, a las que se suman folloneros que policías y medios adjudican a la extrema derecha.

El viernes pasado quedé en Canaletes con una escritora amiga para ir hasta el Departamento de Cultura a sumarnos a la protesta convocada. A medida que íbamos bajando y, luego, al regresar desde el Moll de la Fusta, donde dejamos a la comitiva que seguía en sus trece y sus pancartas, me vi de repente en los primeros años setenta, cuando llegué a Barcelona. Entonces, calles de luces tristes y apagadas, qué lío era volver a casa en el bus la primera vez. Entonces la ciudad era oscura y tardaría unos años en iluminar sus atardeceres y noches. Ahora, que se sirve de más luz, de más reflejos en el ojo dorado de sus escaparates, va y resulta que está igual de apagada.

Cuando ves las gentes que, a la que pueden, acuden a la librería y a las tiendas del barrio, es un contento

Pero no sucede lo mismo en toda Barcelona. Este es el asunto que conviene a mi entender tratar. La remodelación de la Rambla no sé en qué fase está pero eso ahora mismo tiene más ecos. Si no hay vecinos, si los vecinos que quedan allí no pueden ser clientes de ninguna puerta abierta, de ningún negocio, ya me dirás tú. Y sus vecinos hoy no pueden, no les alcanza el bolsillo. Las vecindades, los vecinos, están respondiendo de muy otra manera en barrios y distritos lejos de la Rambla. Sant Andreu, Sants y Hostafrancs, Gràcia, se vuelcan tanto como pueden en sus vías y pasajes para que las puertas abiertas en sus calles no cierren. ¿Son más solventes que los de la ciudad vieja? No es la única explicación. Es sobre todo que la vecindad existe, en ellos.

Está decretado que no hay más remedio ahora mismo que renunciar a teatros, cines, bares y restaurantes. Si es que no hay más remedio que renunciar. El miedo social puede que sea justificado pero también es lícito dudar de si este miedo inducido ha de ser tanto. Cuando ves las gentes que, a la que pueden, en fin de semana, acuden a la librería y a las tiendas del barrio, es un contento, una cultivada apología cívica del ánimo, aquello de “a ver qué se puede hacer”. ¿Orgullo de barrio? Más bien sensatez y sensibilidad. Por tus vecinos.

Por las ganas de seguir siendo una vecindad, no la anomia que nos rige. En las ciencias sociales, anomia significa “falta de normas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr las metas de la sociedad”. Referida al lenguaje, es “el trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre”. Y esto de ahora pide al máximo que llamemos a las cosas por su nombre. Hay vecindad, o no la hay.

Mercè Ibarz es escritora y crítica cultural.


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