“En Madrid la incidencia es mayor y no han cerrado bares”
Propietarios de cervecerías y restaurantes de Barcelona acogen con disgusto el cierre y reclaman ayudas
Miquel, tercera generación en el Bar Canigó, fundado en 1922, en la plaza de la Revolució, en Gràcia, en Barcelona, dice que lo sabía. Sospecha que el Govern actúa igual que el británico para frenar la covid-19. Y lo ilustra afirmando que en Liverpool ya han cerrado muchos bares y que también se dijo allí que se limitaría el número de comensales en las comidas de Navidad. Seca vasos, los coloca en los estantes y habla sin parar. Dice que puede estar horas. Está harto. “Que nos cierren, muy bien pero que nos den ayudas. Y que no nos vendan la moto", afirma pidiendo la complicidad de las Administraciones.
Media docena de clientes están en el bar leyendo o tomando café. Miquel señala las mesas y asegura que ha hecho los deberes reduciendo el aforo a la mitad, aplicando medidas higiénicas y cumpliendo los horarios de cerrar en la práctica a la medianoche. “¿Y ellos?”, se pregunta “¿Han hecho los deberes? ¿Han contratado a más médicos cuando se temía la segunda ola?”. Y añade: “¿Por qué pueden estar 45 personas dentro del bar y a la vez me reducen el aforo de la terraza a 14 personas? Eso sí: vienen urbanos de paisano a controlar el número de clientes. Sumaron mal y me multaron”.
El cierre de la restauración decretado por el Govern ha puesto al límite al gremio, ya muy azotado por la crisis y que ha visto como su recaudación se desplomaba. Jordi, de 44 años, del bar La Trini, junto a los cines Verdi, estaba pendiente a ver qué decía este viernes el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya sobre la clausura. Pero el Govern no esperó ni a la decisión judicial. “Hay que tomar medidas, pero en Madrid la incidencia es mayor y no han cerrado bares”, lamenta el restaurador, que ha pasado de servir 100 menús a 30.
En la otra punta de Barcelona, Josep, de 57 años, del bar La llesca, en la calle Malats, junto a Gran de Sant Andreu, sube la persiana y coloca el cartel del menú a 11 euros. Su bar tenía un aforo de 74 personas y ahora es de 35. “Si hacemos 30 menús ya es una fiesta. Antes era lo típico de un día muy flojo”, dice. Su idea es hacer menús para llevar pero avisa de que o hacen 50, o los números no salen.
A la restauración le queda al menos esa opción. No es el caso de los salones de belleza, que han trabajado a toda máquina cuadrando y adelantando agendas. El cierre les ha sentado como un jarro de agua fría. En la misma calle, Sandra Cabaco, de 38 años, del centro Drasan, atiende desde la puerta. “Nos ha sentado fatal. Casi me pongo a llorar. No espero ayudas. Solo que no sean más de 15 días”, dice mostrando que usa guantes y mascarilla. No entiende qué les distingue de las peluquerías para tener que cerrar.
A un tiro de piedra, Ainhoa, de 19 años, del salón Studio Lashes, que coloca pestañas postizas, se ve venir su segundo ERTE. “Me parece supermal todo esto”, afirma. Vive en Sabadell y dice que en el tren, al menos de noche, no se respetan las distancias. “El cierre es como volver a empezar. Supongo que iremos al ERTE y eso es un 70% del sueldo”, abunda Carla Stefania, de 26 años, empleada del salón French Kiss y estudiante de ADE, señalando las mamparas y medidas de prevención. El novio de Ainhoa vive en París y el de Carla en Holanda. Saben que en esos países están aplicando medidas restrictivas pero eso no les quita de encima la desazón. La suerte va por barrios porque Alex, un peluquero, quiere leer bien el decreto del Govern. No sabe ya, con el miedo de la clientela, si le sale más a cuenta acogerse a los ERTE o tener abierto.
El cierre es como volver a empezar", lamenta la empleada de un centro de belleza de Sant Andreu
En la plaza de Orfila, frente a la Iglesia de Sant Andreu de Palomar, Berta, de 21 años, y Joan, de 23, universitarios, que siguen las clases por Internet, apuran antes del cierre en una terraza. “Me parece bien las medidas pero podían pensar en el transporte público”, dice Berta. Están en el bar Orfila 9. Lo acaba de asumir Macarena Salas, de 40 años y su pareja Marc Revilla, de 43. Orgullosa de la gigantesca foto en blanco y negro de Sant Andreu del local, no esconde cierto enfado con el cierre pero está convencida de que el bar irá bien. “La gente nos ha apoyado. Nos hemos dejado dinero en gel, jabón, mascarillas. Y si alguien no se la pone, le aviso”, dice.
Llueve ya sobre mojado en Ciutat Vella donde los bares, restaurantes y comercios sufren el azote de la desaparición del turismo. Salpicada de letreros que rezan se alquila, la Rambla de Catalunya también ha padecido esa sacudida. Es la hora de comer y una tienda de ropa de mujer está vacía. Solo dos encargadas hablan en el mostrador. “Es lo habitual”, admite María Torelló, preparada ya para controlar desde hoy que el local tenga el 30% del aforo. “Tendremos que poner alguien en la puerta contando”, afirma. Las ventas han caído el 60% pero es comprensiva con las restricciones. “El sábado la tienda estaba a tope. Tuve que decir a clientes que se pusieran gel y la mascarilla. La gente ha olvidado en dos meses lo que pasó y que estamos en pandemia”.
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