Astucia, inteligencia y realismo
Cuando el 29 de marzo de 2016 Artur Mas llamó al independentismo a actuar con astucia e inteligencia, sus alumnos aplaudieron
Cuando, cuatro años largos después, el 21 de agosto de 2020, Carles Puigdemont apostó por la confrontación inteligente como relevo estratégico sin incluir la astucia reclamada por su antecesor, los mismos pupilos respiraron aliviados. Quedaban liberados de tener que cumplir con una habilidad de la que habían dado sobradas muestras de incapacidad. De lo contrario, las cosas hubieran ido de manera diferente y las consecuencias hubieran sido más leves para todos. Porque si la astucia es aquella acción hábil con la que se pretende engañar a alguien para conseguir algo, es evidente que ninguna de las dos características se ha cumplido. Ni se ha engañado al Estado ni se ha conseguido lo que se prometió. Y si hablamos de algo tan serio como importante, legítimo y transcendental como es el propósito de la independencia, no podemos aplicar el ardid solo a haber sabido comprar, trasladar y esconder las urnas para el 1 de octubre. A ojos de hoy, aquel juego de complicidades ciudadanas se asemeja más a un divertimento juvenil para poner en jaque a un cuerpo policial que a la gran epopeya de un pueblo genial, porque a las risas clandestinas siguió la represión física. Y ahí acabó todo. Además, vistas posteriores actuaciones uniformadas o disfunciones paralelas instigadas supuestamente desde el Ministerio del Interior, tampoco parece que fuera tan difícil burlar unos controles que judicialmente después se admitieron poco sólidos por su autoridad competente.
No se trata de restar mérito alguno, sino de definir la dimensión real de lo que nos ocupa. Y esto sigue estando marcado por el mismo exceso de escenificación que Artur Mas ya lamentaba hace cuatro años y que ya pedía que se abandonara, como sigue repitiendo. Ni caso. Quim Torra es la muestra palpable de ello. Tanto que incluso Mas se lo reprochaba el martes mientras eludía cualquier responsabilidad en lo que ha derivado de lo que él mismo inició. Como si hubiéramos olvidado su parte de representación en el uso interesado del mismo Palau para reuniones partidistas y ruedas de prensa sobre el procés. Citas a las que algunos cargos civiles y órganos consultivos propios acudían como interlocutores válidos y oficiales en igualdad de condiciones que los grupos parlamentarios vinculados. Tras aquel preludio, la deriva posterior no puede sorprender.
Hace tiempo, demasiado tiempo, que la confusión habita entre nosotros. La falta de voluntad para declinar ética y estética democráticas nos ha llevado a clamar con alarma que Donald Trump rompa la norma no escrita en Estados Unidos de hacer campaña electoral desde la Casa Blanca, mientras aquí algunos consideran lógico mantener una pancarta en un balcón oficial durante un ciclo semejante. O insistir en el legado del resultado de un referéndum no acordado como máximo exponente de una interesada lectura de la democracia y a la vez rezagarse en la convocatoria de elecciones legales, oficiales y libres por deliberadas tácticas partidistas.
Si convenimos que la urna es el máximo exponente conceptual y físico, el símbolo ideal y táctil del sistema que queremos mejorar, ¿quién puede resistirse a ponerlas delante de la ciudadanía que las reclama con mayor y transversal legitimidad que durante las citas simbólicas? Significativas sí, pero tanto como también imaginarias en sus resultados. De lo contrario, no seguiríamos esperando las exigencias internacionales a su cumplimiento ni el reconocimiento implícito a su autoridad.
Seamos claros. Los hechos demuestran que durante estos años ha habido tal ausencia de astucia y tal impericia en la aplicación de la inteligencia política que los lamentos se escuchan por las celdas de las cárceles y las esquinas del exilio. No estaríamos ni cómo ni dónde estamos si los mismos pupilos hubieran actuado adecuadamente a cómo se les dictaba y asimilado con presteza que “la experiencia demuestra que la estética de la gesticulación es lo que nos puede perder”. Cual remedo de aquella famosa cita de Unamuno de lo que condiciona a los catalanes, la advertencia del propio Mas en la disertación de hace cuatro años se inoculó en nuestro espíritu hasta convertirse en lo que Jordi Amat llama una inercia decadente.
Y así están porque así nos tienen: administrando mal que bien un eterno mientras tanto que no muestra indicios de final. Incumpliendo sus obligaciones democráticas de substituir a un sinfín de cargos caducados y olvidando aplicar resoluciones parlamentarias especialmente sociales surgidas del mismo templo considerado soberano. En el ínterin, insisten en el mantra de la unidad que ni está ni se la espera porque no la buscan. Al contrario. Otra gesticulación para mantener viva la democracia sentimental que tanto rédito electoral da sin que nadie atine a describir fríamente las razones. Seguramente las mismas que han puesto a Artur Mas frente a su espejo. Y por eso se rebela sin despeinarse.
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