¿Acaso no matan a las ‘Scoopy’?
Amarga despedida de la fiel y vieja motocicleta al empezar a multarse a los vehículos contaminantes en la ZBE
Hoy es el postrero adiós. Estoy junto a mi fiel Honda Scoopy, acariciándola por última vez. Mi vieja montura desahuciada. Sopeso si pegarle un tiro no será más piadoso que dejarla morir en la calle o que la despiecen en el desguace. ¿Acaso no matan a los caballos?, que decía el protagonista de la novela del mismo título (Danzad, danzad, malditos, en el cine, él era Michael Sarrazin) después de dispararle a la tan deprimida y enferma Gloria (Jane Fonda), que le había pedido que acabara con su sufrimiento.
Me encuentro en un estado de ánimo entre triste y enfadado. Con mucha amargura. Me hacen dejarla. Nos separa la Zona de Bajas Emisiones (ZBE). Ella es —ya casi era— una SH100 de 2002, pero estamos juntos desde el 18 de diciembre de 2008, un jueves. La adquirí de segunda mano, y no vaya esto en desdoro de nuestra relación. Cuántas cosas hemos visto. La gran nevada de 2010, las luces del Sónar en madrugadas de tecno, arder contenedores más allá de plaza de Urquinaona. Hemos perseguido a un lobo escapado del zoo, observado pasar a ocho consejeros de Cultura, ¡ido a jugar a fútbol! Algunas caídas ha habido, que solo han hecho que robustecer la pareja. Saco el impermeable del cofre de la motocicleta, junto con muchos libros y memorabilia varia, y me emociono: todos esos recuerdos se desvanecerán como lágrimas en la lluvia, precisamente. Nunca ha dejado de encenderse, excepto cuando nos quedábamos sin gasolina, lo cual es lógico. Me la robaron y regresó. Jamás hemos dado positivo en un control, y mira que nos han parado.
¿Qué hemos hecho yo y mi Scoopy, con tanta vida en común, todos los papeles, seguros e ITV en regla, rigurosos pagadores de impuestos y tasas, incapaces de atropellar a alguien, invadir el carril bus, zigzaguear o subirnos a la acera, probos ciudadano y máquina, para ser perseguidos de tal manera? Hoy he tenido que oír que no solo somos aviesos causantes de contaminación letal, sino poco menos que un vector propagador de la covid. ¡La pandemia viaja en Scoopy! Y yo que pensaba que yendo en moto, además de facilitar la movilidad, optaba estos tiempos contritos por un medio de transporte individual con el que ponía mi granito de arena contra el virus. Pero, de repente, somos malvados, ella y yo, ladrones de aire, criminales. Queda la posibilidad de salir con la vieja compañera Scoopy desde el crepúsculo hasta la madrugada. Vida de vampiros. Las soluciones de la administración (que ha dado prórrogas a diversos colectivos en los que yo, como siempre, no entro) son fáciles (para ella): cómprese una nueva, a ser posible eléctrica (pero páguesela usted, claro), vaya en bici (¡reto a cualquiera, Bahamontes incluido, a subir a mi calle, Sostres, pedaleando!), utilice el transporte público, idiota insolidario.
Mientras rasco los adhesivos para guardarlos de reliquias, pienso en que ojalá apareciera un hada como en Pinocho, ni que tuviera que ser Ada, a fin de convertir a mi querida amiga en un ser cualificado para circular. Pero esas cosas solo pasan en los cuentos. En la vida real hay que acatar y callar. Y pagar. Adiós Scoopy, adiós. ¡Bang!
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