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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De burgueses a ricos

En la mutación social y económica ha ido desapareciendo una figura tradicional: el burgués ilustrado, que jugó un papel positivo en Cataluña, cuya fuerza, al carecer de poder político, dependía en buena parte del poder civil

Vista aérea de Barcelona.
Matthew Borowick/Amazing Aerial via ZUMA Wire
Josep Ramoneda

Fue en el marco del Estado nación y en el capitalismo industrial que se formó y creció la democracia liberal moderna. En un sistema de intereses más simple que el actual, la estratificación social se agrupaba en torno a dos bloques: burguesía y proletariado, que, de alguna manera, eran representados en la escena parlamentaria, entendida como lugar de sublimación de los conflictos, con la división entre derecha e izquierda.

De todo ello queda poco en la mutación actual del capitalismo digital y financiero, en que el poder y el dinero se han concentrado en unos pocos que viven a mucha distancia de los demás, protegidos por este don de la ubicuidad que les permite estar en todas partes y en ninguna, según les convenga, sin tener que pasar cuentas. En esta sociedad que se identificaba como de las clases medias hasta que la crisis de 2008 las partió en dos, entre los superpoderes y el común de los mortales medran lo que podríamos llamar los ricos, que, lejos de los motores de la globalización, medran en la fantasía de las inversiones y los dividendos ilimitados como única forma de conocimiento y de reconocimiento. En esta mutación ha ido desapareciendo una figura tradicional: el burgués ilustrado, que jugó un papel positivo en las sociedades europeas y especialmente en un país como Cataluña, cuya fuerza, al carecer de poder político, dependía en buena parte de lo que podríamos llamar el poder civil

Eran gentes con fortuna, la mayoría. de las veces proveniente de la industria, que en la defensa de sus intereses entendían que no somos individuos aislados sino que formamos parte de un espacio compartido que llamamos sociedad, y que, por tanto, lo que ocurría en ella también les concernía. Algunos de estos personajes jugaron un papel importante en el tardofranquismo y en la Transición y contribuyeron a la transformación del país. De hecho sería interesante preguntarse por qué los burgueses catalanes tuvieron mayor peso e influencia en España en el tardofranquismo y en los primeros años de la democracia que cuando, con la privatización masiva de empresas públicas, Madrid se convirtió en lo que no había sido nunca: una capital económica. Es fácil decir que pagaron la condición de origen, pero tengo la impresión que hubo alguna desidia relevante.

En cualquier caso, esta figura empezó a mermar con la desindustrialización y con la transferencia masiva de empresas de tradición familiar a la inversión extranjera. Y, sin embargo, algunos de estos personajes habían creado instituciones que jugaron cierto rol en la sociedad catalana, algunas de las cuales todavía existen, aunque probablemente estén en vías de transformación: es el paso de los burgueses a los ricos, es decir, sujetos con pose de triunfadores que a menudo confunden el contexto con la cuenta de resultados. Y de ahí la tendencia a interpretar el país o la ciudad como una marca, a la asunción acrítica de las corrientes ideológicas dominantes (ahora mismo la digitalización como horizonte absoluto de nuestro tiempo) y de los mitos que pretenden ocultar la esencial vulnerabilidad de la especie (como, por ejemplo, el transhumanismo) y al rechazo automático de cualquier proyecto que ponga en cuestión las bondades de un sistema atrapado en su aceleración (es pintoresco cuando hablan de los Comunes o de Podemos como peligrosos infraterrestres).

Paralelamente, las organizaciones populares surgidas también del capitalismo industrial —los sindicatos especialmente, pero no solo ellos— se han ido desdibujando también. Y si ello va unido a la desactivación de lo social fruto de esos años de nihilismo, en que parecía que no había límites a la proyección individual, y a una evolución enormemente simplificadora de la comunicación de masas, un proceso de reconstrucción como el que tenemos que afrontar ahora requiere una cierta reinvención de los interlocutores sociales, si no queremos que quede estrictamente en manos de una clase política cada vez más condicionada por unos poderes económicos que la superan.

Probablemente las viejas figuras evocadas ya no volverán, pero se echan de menos voces que digan basta a la conversión de la política en una lucha sin cuartel, cuando una derecha impotente juega con las instituciones para cargarse al Gobierno; o que apuesten decididamente para que Barcelona y Cataluña jueguen sus mejores cartas, pensando más allá de los sus limitados intereses que translucen en su obsesión gattopardiana para que nada cambie. Con honrosas excepciones, tengo la impresión que hay sectores que han claudicado, a los que les interesa poco el país, ensimismados en sus prosaicas fabulaciones.

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