Primer baño en Formentera
La experiencia de visitar la isla durante el confinamiento resulta más alucinatoria y desasosegante que feliz
Mira que he ido veces a Formentera pero nunca ha sido tan raro. Ni siquiera la vez que hace veinte años fuimos con las niñas y nos llevamos la tele y resultó que allí en Migjorn no cogía señal y las pequeñas se pasaban largo rato sin querer ir a la playa mirando enfurruñadas la pantalla oscura y componiendo una imagen perturbadora digna de Poltergeist. En otra ocasión viajamos con varias parejas de amigos que se pelearon todos entre ellos, se perseguían a gritos de noche por los campos y al final yo, que no me había metido en nada, acabé recibiendo un puñetazo de Cristina en la pizzeria entre Es Cap y Cala Saona. De las imágenes realmente extrañas de aquellas vacaciones convulsas recuerdo la de Kiko desnudo mirando las estrellas cabeza abajo desde una silla en medio del sembrado de los Mayans mientras sonaba el Space Oddity de Bowie, que ya nunca ha vuelto a ser lo mismo.
Pero decía que jamás en estos treinta años de estancias en Formentera, ni con el delfín muerto, ni la vez que casi se ahoga Carlota, ni con aquella imagen de la morena retorciéndose en el extremo de un arpón ensangrentado entre los vasos de hierbas en una mesa del Pelayo, había vivido sensaciones tan insólitas y extraordinarias como durante el viaje de hace unos días en pleno confinamiento. La isla era la misma, pero era a la vez otra, real e irreal al tiempo. Como si las cosas no estuvieran exactamente en su sitio de siempre y toda Formentera vibrara en una longitud de onda diferente. Esa sensación de que algo ocurre en los márgenes de tu percepción, y que lo captas como una sombra pasajera con el rabillo del ojo. Era, efectivamente, como leer a Castaneda o llevar puesto un ácido de serie, lo que en vieja tierra de hippies puede parecer hasta gracioso, pero en absoluto si sabes que no has tomado nada.
Con todo el mundo confinado, encerrados a cal y canto, Formentera estaba sobrecogedoramente vacía, lo que en realidad provocaba que flotaran por todas partes recuerdos y presencias desvanecidas. Crucé el brazo de mar entre Ibiza y Formentera abismado ya en los pensamientos turbios de un trayecto marcado por la enfermedad, la advertencia y la sospecha. Yo era el visitante inesperado e indeseado que arribaba desde la orilla peligrosa como un oscuro Caronte; un fantasma, un espectro, un peligro. La terminal marítima en La Savina parecía un escenario de J. G. Ballard, bajo cuya apocalíptica admonición realicé todo el viaje. Ballard (1930-2009), al que muchos conocen por la película que hizo Spielberg de su novela autobiográfica El imperio del sol, o por la adaptación de Cronenberg de Crash, ha escrito como nadie de la realidad desmoronándose por efecto de lo que ocurre dentro de tu cabeza, en tu inconsciente, o quizá es al revés y la disolución de los paisajes y del propio tiempo encuentra eco en tu espacio interior, transformándote. El viejo Ballard, al que conocí un mediodía de 1995 en un piso del Ensanche, parecía un oficinista pero alumbró unas historias que, como los cuadros de los surrealistas (a los que admiraba y con los que se identificaba), permiten atisbar que el mundo es mucho menos sólido y estable de lo que creemos y confiamos. Perdió a su mujer en unas vacaciones en la Costa del Sol en 1963 y ha escrito que su playa favorita es Roque-Brune, donde murió nadando Le Corbusier y una vez vio un cisne. Yo encontraba sus descripciones de Playa terminal, Vermillion Sands, Zona de catástrofe o Fuga al paraíso, en cada rincón de esta nueva Formentera. Objetos abandonados corroídos por el salitre, piscinas vacías -el Gecko-, pájaros fantásticos, arenas reverberantes surcadas de huellas no humanas, olas teñidas de crepúsculo, chiringuitos despoblados -el Beso- y moteles desiertos. Así que vagaba por la isla como un alucinado personaje del escritor (Sheppard, Gifford, Crispin, Traven, Sanders) con la excusa de verlo todo y contarlo pero incapaz en realidad de no dejarme arrastrar y seducir por la perversa fascinación onírica de aquel escenario irrepetible.
El hecho de que la gente se protegiera de mí, -la agencia con la que contraté el coche me dejó las llaves puestas y lo mismo en la habitación del hotel en el que no vi a nadie en los tres días- me hacía vivir una existencia de sombra. Quizá yo ni siquiera estaba ahí, y sin embargo sentía hambre. Sin ningún bar ni restaurante abierto y sin posibilidad de cocinar en la habitación, acumulaba tabletas de chocolate y galletas que compraba en un súper cercano; también una bandeja de fresas que con el calor empezaron a pasarse enseguida desprendiendo un olor dulzón mareante. Viajé obsesivamente a los confines de la isla, al faro de la Mola, al de Barbería, que -la carretera estaba cerrada antes de llegar-, vislumbré a lo lejos, una ilusión fragmentada en destellos bajo el sol como si en vez de en Lucía y el sexo estuviera en El mundo de cristal. Cala Saona, Els Pujols, Llevant… Una pátina de ausencia lo cubría todo como una melancólica iridiscencia envuelta en el embriagador olor a curry de la siempreviva. Por las tardes, después de todo el día de vagar sin rumbo por caminos y playas, tratando infructuosamente de ajustar la nueva isla deshabitada que se abría a mis ojos con la de siempre, regresaba al hotel y me asomaba al pequeño balcón desde el que se veían campos a un lado, al otro un trozo de la carretera y tiendas de Sant Ferran -Electrica Simonet, Cosmética natural Form ntera (faltaba una letra en el rótulo), Lavandería Marí- y al frente la alta pared de un edificio con el letrero “P. O. Box Copiès B/ N color Carvin Off Market material de oficina i escolar” y una casa tradicional con un pequeño jardín. Siempre a la misma hora salía al jardín una chica muy atractiva, se sentaba en una silla, se quitaba la camisa y se quedaba en sujetador mirando hacia el sol poniente mientras se tomaba una copa y reía con alguien a quien yo no podía ver. La espiaba medio escondido, aunque ella estaba perfectamente al corriente de mi presencia, sorprendido de que la isla vacía me brindara precisamente esa imagen que parecía brotar de mi propia soledad. Luego tenía sueños muy raros en los que se confundían las estampas que había recopilado durante el día con retazos de veranos pasados, fragmentos de los relatos y novelas de Ballard, el olor de las fresas putrescentes y la visión de la vecina como una mujer de un cuadro de Delvaux.
Así llegué a la Fase 1. El desconfinamiento empezaba el lunes y me levanté de madrugada, presa de un irresistible anhelo reptiliano, para ser el primero en las playas. Conduje por un camino en el que jirones de niebla ponían un sudario sobre los campos y desemboqué en el Pelayo. Atravesé las instalaciones del chiringuito, un caos desordenado y desajustado, y salí a la arena y el mar. El agua era un cristal teñido de rosa bajo un cielo azul pastel y pese a la hermosura que casi hacía llorar no pude evitar un escalofrío ante la sensación de que todo era una ilusión. Me quité los zapatos y la ropa y me adentré en el mar. Fue un baño más lustral que gozoso, una comunión con la irrealidad de la isla en la que no noté ni frío. Me senté sobre una toalla que había llevado del hostal y traté de sentir la alegría liberadora de la experiencia. Pero no percibía más que extrañeza mojada. Vi entonces, igual que hacía Gifford con las serpientes en El delta en el crepúsculo, la larga y desasosegante ristra blanca de las criaturas tendidas en la arena. Eran hidrozoos, muertos a miles en la playa.
Me vestí maquinalmente y con la ropa medio mojada y arena pegada marché hacia el puerto mientras el sol comenzaba a calentar la isla que se desconfinaba. Durante un momento, la realidad pareció trastabillar y ser incapaz de regresar. Pero al final se impuso. No conseguía discernir en qué lado me encontraba yo. En la terminal de ferris se reunía al fin la gente y en un bar pude tomarme un café caliente y una ensaimada. Le pregunté a una joven con una mochila de dónde había salido y me miró confundida. La Fase 1 parecía poner las cosas en su sitio pero no tardé en averiguar que la interpretación de la presidenta del Consell Insular de Formentera de qué significaba el desconfinamiento había sido revisada a la baja por la autoridad superior y ya no incluía el baño. O sea que mi acto era ahora ilegal. Metido en el agua no solo había estado a la vez en lo irreal y lo real sino en lo legítimo y lo ilegítimo. A ver si no es raro el mundo. Tomé el ferri lleno de dudas y palpándome. Abandoné la isla y no dejé de mirar atrás hasta que la vi desaparecer en el horizonte mientras me preguntaba desazonado cuándo regresaría y qué encontraría a mi vuelta.
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