Después de la tempestad
Carece de sentido pensar en una recentralización tras la pandemia y se ha demostrado que las autonomías deben y pueden ser actores determinantes
La tempestad de la pavorosa ascensión de la curva de personas infectadas, hospitalizadas y fallecidas por la covid-19, así como el estrago económico que se avecina ha tenido un impacto inédito y, a la vez, esclarecedor.
Ha puesto de manifiesto la importancia de los servicios públicos, la necesidad de financiarlos adecuadamente y ponerlos a salvo de lógicas mercantilistas. Ha hecho evidente la importancia de los trabajadores —y, sobre todo, trabajadoras— de sectores esenciales, evidenciando la debilidad de sus garantías en términos de derechos y remuneración. Ha mostrado la insostenibilidad de la precarización del mercado del trabajo construida con intencionalidad política en las últimas décadas. Ha mostrado todos los límites de un modelo productivo fundamentalmente basado en el terciario, que se tendrá que repensar. Ha evidenciado injusticia e inutilidad de una ley de extranjería que mientras niega derechos a las personas migradas, hurta a la sociedad su contribución al bien común. Ha enseñado la necesidad de una Unión Europea fuerte, con mecanismos sustanciales de redistribución de la riqueza, capaz de cuidar de su ciudadanía. Ha hecho evidente la importancia de las redes de solidaridad, de los cuidados mutuos, sin los cuales estamos indefensas frente al miedo, las preocupaciones, las dificultades.
La pandemia también ha aclarado de golpe muchas cosas a nivel político. En el Congreso de los Diputados, donde el gobierno de coalición hasta ahora se ha demostrado más sólido de lo que muchos auguraban, y las fuerzas que votaron la investidura, aún sin ahorrarse críticas, han mantenido actitudes responsables, con la reciente defección de ERC, prisionera —¿para siempre?— del pressing del torrismo-puigdemontismo. Ciudadanos ha optado por la responsabilidad como el posible viático a su reconstrucción. El PP ha oscilado, entre su naturaleza institucional y la furia aznariana. También ha habido una inédita conjunción del enfado: con el mismo afán de erosión del Gobierno, Vox, Junts per Catalunya y la CUP han criticado al Ejecutivo por sistema.
La emergencia ha supuesto también una prueba de estrés para el estado autonómico. Se vio en las torpezas del gobierno (es difícil poder coordinar de forma eficaz sin engrasadas dinámicas previas, que presuponen una apuesta política), y se vio de forma estrepitosa en la actuación de algunas de las administraciones autonómicas, aún en sentidos diferentes. Algunas, y de diferente color político, han sabido formular sus críticas y propuestas sin estridencias, demostrando solvencia en ejercer su acción política en ámbitos tan decisivos como la sanidad o la asistencia social. Con diferentes intensidades, este ha sido el caso de Euskadi e incluso del gobierno de Fejóo, que desestimó sumarse a la dinámica destructiva del PP estatal. Seguramente es el caso de los gobiernos de coalición de izquierdas de Baleares y de la Comunidad Valenciana, con liderazgos que se han crecido en la adversidad. Y también hubo administraciones autonómicas que, sin tener actuaciones brillantes en sus ámbitos de competencias, han jugado al desgaste, utilizando la pandemia de forma partidista. Es el caso de Díaz Ayuso y de la Comunidad de Madrid, quilómetro cero de la privatización sanitaria y asistencial y, en este momento, base de lanzamiento de misiles de la derecha y de la extrema derecha directos al gobierno de Sánchez. Y también de la Generalitat de Cataluña, especialmente de su presidente Quim Torra y su formación. Desde la polémica sobre el confinamiento total —mientras las obras que dependían de la Generalitat seguían funcionando—, hasta las salidas de tono de sus improvisados consejeros sanitarios —que han actuado al margen del propio Departament de Salut—, hasta el insulto a la inteligencia de la polémica numerológica de las mascarillas. Todo ello aliñado de una guerra intestina con los socios de ERC, y de un inmundo relato que ha querido situar, de forma implícita o explícita —recuerden alguna rotulación de TV3 al respecto—, el origen de la pandemia en Madrid, mientras la situación de las residencias de ancianos ejemplificaba el daño de una década de recortes, en la cual la narrativa sobre una futura y radiosa independencia ha eclipsado la opción consciente por una progresiva depauperación de los servicios públicos.
La pandemia abrirá un debate sobre los mecanismos de relación entre las instituciones autonómicas y las centrales. Carece de sentido pensar en una recentralización y se ha demostrado que las autonomías deben y pueden ser actores determinantes. En este debate serán cruciales algunos conceptos: solvencia, cooperación y también lealtad institucional. Habrá algunos que llegarán con un capital de credibilidad en estos tres aspectos. Y otros, no.
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