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Bebé confinado

La criatura, mejor surtida de leche que un Mercadona, ríe en su casa-embrión ajeno a la angustia del padre hipocondríaco

Jesús García Bueno
Un padre con su bebé en Barcelona durante el estado de alarma.
Un padre con su bebé en Barcelona durante el estado de alarma.Gianluca Battista

Para un bebé de dos meses, el confinamiento no tiene por qué ser un problema. Incluso si su padre es un hipocondríaco de manual con tendencia a la melancolía y con la obsesión enfermiza de que las civilizaciones van y vienen y de que el tiempo de Europa, ahora sí, ha acabado.

El bebé tiene a su alcance todo lo que necesita. Si las estanterías del Mercadona se vacían, a él le da igual porque vive en “la tierra que mana leche y miel”: su madre le provee de alimento, pero también de amor y de afecto, y por eso el bebé levanta ligeramente la parte derecha del labio y parece que sonríe; ríe el bebé ajeno a la angustia existencial que se apodera del padre.

Marco, un estiloso cerdo italiano —sin rencores: fue una ocurrencia— y Dragi, un dragón mágico de Montblanc, proporcionan al bebé todo el entretenimiento que precisa. También le ponen al día sobre el avance implacable del coronavirus. Pero nada parece alterar la paz del pequeño buda feliz. Solo cuando el noticiero de las marionetas difunde el bulo de que Dodot deja de fabricar pañales por la crisis abre el bebé los ojos como platos; ojos azul-gris que son enigma, misterio, vestigio de una vida anterior.

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El bebé en pijama —a rayas, en forma de osito, de astronauta— es un bebé feliz en su casa-embrión-universo. El padre en pijama, por el contrario, es un espectáculo de la naturaleza doméstica, un animal enjaulado que lo mismo aporrea el teclado como un poseso que aguanta el chupete del bebé que se suena los mocos. “Estoy resfriado, pero no es corona”, se repite acurrucado en el sofá. Aunque tal vez sea mejor —y se ve pensando como Boris Johnson, y siente un escalofrío— contagiarse ahora y ser inmune. Fantasea con lanzarse al inframundo del metro, abrazar a los hijos del proletariado y lamer los barrotes del convoy donde se posan manos, dedos y rostros cansados.

En ese tocarlo todo con las manos todo el tiempo le asaltan al padre las dudas sobre la contaminación de su bebé. Y en esos miedos va también la penitencia del hipocondríaco: lávate las manos, lávate las manos, lávate las manos.

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El bebé no necesita salir ni siquiera para que le dé el sol: el suministro de vitamina D es obligatorio. El padre, sí. Así como Héctor se despide de su hijo para enfrentar la cólera de Aquiles a las puertas de Ílion, el hipocondríaco besa al suyo en la frente para encarar su destino: ir a comprar al mercado. Regresa siempre con la idea de que ya es positivo. Y con la tentación de marcar una señal de sangre en la puerta para proteger al primogénito de la plaga.

La madre, consagrada a los dioses paganos de Netflix, no ve riesgos por ningún lado y planea sacar al niño a la calle. Cita supuestos estudios científicos según los cuales los bebés son indestructibles: el Covid-19 les provoca, a lo sumo, cosquillas. Ante la amenaza del padre de llamar a los chicos de la DGAIA, replica que protegerá el cochechito con un plástico transparente. Y, en la mejor tradición de la picaresca, traza estrategias para pasar unos días en el pueblo burlando los controles policiales.

El hipocondríaco es también un fatalista. Por eso piensa que, si el confinamiento se alarga (y parece que sí) el bebé habrá pasado una tercera parte de su vida en prisión. Sin oler a sus abuelas, sin ver a sus primos, sin tocar al bisabuelo nonagenario —aislado en un remoto pueblo del Urgell— que le amenaza cariñosamente con “darle una zurra” si se porta mal. Sospecha el padre que, sin esos contactos, sufrirá la inflamación de los sentimientos materno-filiales conocida como mamitis. Y teme, sobre todo, un futuro distópico sin playas ni castillos de arena ni paseos ni escondites ni olivos ni toboganes.

La noche es un estado de ánimo. La mañana, también. El padre sube las persianas. La luz descubre un brillo de esperanza en los mofletes del bebé. Las circunstancias son menos trágicas, pero, como Roberto Benigni, apuesta por la belleza: “¡Buongiorno, principessa!”. No importa que sea un varón. Sonríe el bebé, se ríe de los miedos del padre, se ríe del coronavirus: su carcajada silenciosa es una flecha hacia el futuro.

EL BALCÓN LO ES TODO

Lugar de cuarentena. Un piso con balcón en un bloque de 13 plantas en L‘Hospitalet.

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Libro y serie para estas dos semanas. Se puede encontrar inspiración en el manual Tírate por el balcón, que por supuesto no existe.


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Sobre la firma

Jesús García Bueno
Periodista especializado en información judicial. Ha desarrollado su carrera en la redacción de Barcelona, donde ha cubierto escándalos de corrupción y el procés. Licenciado por la UAB, ha sido profesor universitario. Ha colaborado en el programa 'Salvados' y como investigador en el documental '800 metros' de Netflix, sobre los atentados del 17-A.

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