Por fin unos valientes
Tras escuchar a políticos y jueces decir que se ha acabado la democracia, los viejos militares no podían quedar impasibles
Leía con aflicción columnas y editoriales de prensa cargados de lóbregos adjetivos para llorar nuestro despeñamiento en la más triste de las horas: la defunción del sistema constitucional español. Se le encogía el corazón al tener noticia de que la mayor asociación de jueces del país certificaba el “principio del fin de la democracia”. Una noche cayó víctima del insomnio después de saber que la ilustrísima mayoría que aún resiste heroicamente desde el Consejo General del Poder Judicial a las totalitarias acometidas del Gobierno corroboraba que nos hallábamos ante la “abolición del Estado de derecho”.
Se sucedían los días y todo se tornaba más ominoso. Una mañana, sentado enfrente del televisor, este hombre ya jubilado tras dedicar los mejores años de su vida a servir a la patria contempló con desesperación cómo la presidenta de la Comunidad de Madrid revelaba al mundo que España se había precipitado a una dictadura. Días más tarde, esta aguerrida mujer, acreditada luchadora por la libertad, se enorgullecía de haber llamado “hijo de puta” al indeseable sujeto que usurpaba el mando de la nación.
Nuestro hombre acariciaba con nostalgia su desgastado uniforme, añorando aquellos tiempos de su juventud en los que le hubiesen sobrado las fuerzas para escuchar la llamada del deber. Ahora, solo podía asistir impotente a todo eso, torturado, como en los versos de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados”.
La pesadilla se seguía alimentando a diario. El principal partido de la oposición constataba que el presidente perseguía perpetuarse en el cargo mediante un fraude tras haber perdido las recientes elecciones. Y el líder del tercer partido del país, el que se proclamaba más español de todos, abandonaba airado el Parlamento para evidenciar que hemos caído en las garras de un émulo de Hitler, un hombre a la altura de “los mayores criminales de la historia”.
A los oídos del apesadumbrado ciudadano llegaban también las llamadas a la acción: “El que pueda hacer, que haga; el que pueda aportar, que aporte; el que se pueda mover, que se mueva”, emplazaba un antiguo presidente. La misma presidenta madrileña, siempre rebosante de determinación, enumeraba las instituciones que deberían frenar la ignominia: “El rey Felipe VI, los poderes legislativo y judicial, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las Fuerzas Armadas y la Unión Europea”. Pero los únicos que parecían responder eran un grupo de arrojados jóvenes que cada noche se batían el cobre infructuosamente ante el cuartel general de los felones.
Así que nuestro hombre ya no pudo más. Y con gran felicidad descubrió que sus antiguos camaradas tampoco podían más y no iban a quedar impasibles. Y todos juntos dieron un paso al frente: había llegado la hora de tomar las armas, gritar “¡quieto todo el mundo!”, y, por fin, restablecer la democracia.
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