PP y Vox, ni contigo ni sin ti
Los dos partidos de la derecha gobiernan ya juntos a más de 10 millones de españoles, pero desconfían entre sí y se culpan mutuamente de sus fracasos
Cuando el jueves Cristina Narbona, presidenta de la Mesa de edad del Congreso, leyó el nombre de Ignacio Gil Lázaro, muchos se miraron perplejos. Entre otros, Alberto Núñez Feijóo, a quien nadie había avisado de que los diputados de Vox no votarían a su candidata a la presidencia de la Cámara baja, Cuca Gamarra, sino al suyo propio. Populares y ultras llevaban días negociando el control del órgano clave para conducir la legislatura aún en ciernes. Vox había comunicado, según el PP, su intención de apoyar a Gamarra frente a la socialista Francina Armengol y había reclamado su “derecho” a ocupar una de las cuatro vicepresidencias de la Cámara baja, por ser la tercera fuerza en número de escaños. En todo caso, no se cerró ningún pacto, coinciden ambas partes.
El jueves, poco antes de la votación, Junts per Catalunya, el partido del expresident Carles Puigdemont, hizo pública su decisión de apoyar a la candidata socialista y eso, para el PP, supuso un vuelco: Gamarra tenía 172 votos, pero Armengol superaba la mayoría absoluta, con 178. Los votos de Vox se volvían así irrelevantes, pues no bastaban para que ganase Gamarra; mientras que el puesto que reclamaban los ultras en la Mesa resultaba más valioso, ya que el PP ya solo tendría cuatro sillas y no cinco como planeaba.
Aun así, hubiera sido posible un apaño: en anteriores legislaturas, el PSOE había cedido puestos en la Mesa a grupos minoritarios con la condición de que no votaran en contra de sus iniciativas. Esta vez no hubo margen. Tras la dimisión de Iván Espinosa de los Monteros, el grupo parlamentario de Vox quedó descabezado; y el PP ni siquiera se planteó seguir negociando. Los populares comunicaron a los ultras que no les cederían ningún puesto y estos respondieron votando a Gil Lázaro.
“El PP no midió el alcance de su decisión”, alegan fuentes de Vox. El líder ultra, Santiago Abascal, interpretó la “falta de generosidad del PP”, según sus palabras, como una ofensa —el vicepresidente valenciano, Vicente Barrera, de Vox, fue más lejos y lo comparó, en un tuit que se apresuró a borrar, con “escupirle en la cara”—. En un gesto de despecho, Abascal dejó en el aire la oferta que hizo a Feijóo 10 días atrás: el apoyo de sus 33 diputados a la investidura del líder popular de forma gratuita. O no tanto, porque precisó que, además de “evitar un Gobierno de destrucción nacional” —como él denomina a un nuevo Ejecutivo de Pedro Sánchez apoyado por “los enemigos de España”—, el objetivo de su regalo era recuperar “la normalidad democrática y la neutralidad institucional”, lo que, a su juicio, requería que Vox estuviera en la Mesa del Congreso. El viernes, el secretario general del partido ultra, Ignacio Garriga, reculó y reiteró que seguía “con la mano tendida”, aunque advirtió a Feijóo de que no puede pedir “votos a cambio de ofensas”.
Fuentes próximas a Vox pronostican que Abascal acabará por ceder, pues no puede alertar del supuesto riesgo que para la unidad de España y la convivencia supone la reelección de Pedro Sánchez y no apoyar al único candidato alternativo al presidente en funciones. El líder de Vox ha anunciado que el primero en conocer el sentido de su voto será el Rey, quien lo recibirá el martes en La Zarzuela, pocas horas antes de que cierre con Feijóo la ronda de consultas con los representantes políticos para proponer candidato a la investidura.
Para Vox, lo sucedido el jueves ha sido especialmente duro porque lo ha puesto frente a la magnitud de su descalabro el 23-J: no solo ha perdido 19 diputados, sino también la posibilidad de presentar recursos de inconstitucionalidad y mociones de censura y se ha quedado fuera del órgano de gobierno de la Cámara. Hasta ahora, Vox ha evitado cualquier autocrítica culpando al PP del fiasco electoral y acusando a Feijóo de haber desmovilizado al electorado al “blanquear” a Sánchez con sus continuas ofertas de pactos.
Sin embargo, no se produjo tal desmovilización, pues la participación superó el 70%. Lo que hubo, según expertos en demoscopia, fue una movilización imprevista del electorado de izquierdas por temor a que los ultras llegaran al Gobierno.
Ese argumento sirve al PP para culpar a Vox del fracaso de ambos a la hora de echar a Sánchez de La Moncloa: no solo no ha obtenido los escaños que le faltaban a Feijóo para completar mayoría, sino que ha dividido al electorado de derechas y ha espantado al votante moderado con su guerra contra la bandera LGTBI en campaña electoral o el anuncio de Abascal de que, si él llegaba al Gobierno, Cataluña reviviría días de tensión peores que los de 2017, en pleno clímax soberanista. Además, la proximidad de Vox se ha demostrado tóxica para el PP, al hacer imposible cualquier acuerdo con partidos como el PNV.
Los pactos territoriales, tras las elecciones autonómicas y municipales del 28-M, lejos de fraguar una alianza sólida y generar un clima de confianza entre los dos partidos de la derecha, se han convertido en una fuente permanente de fricción y recelos. Hoy PP y Vox gobiernan juntos en cuatro comunidades —Castilla y León, Comunidad Valenciana, Extremadura y Aragón (sin contar Baleares, donde los ultras no están en el Ejecutivo, pero sí en los consejos insulares)—, en las que residen más de 10 millones de personas. Además, comparten la gestión de unos 140 ayuntamientos. A pesar de tener tantos intereses en común, la única imagen que existe de Feijóo y Abascal juntos es en la tribuna de invitados del desfile del pasado 12 de octubre en Madrid, donde los reunió el protocolo. Sus citas no se han hecho públicas y solo se han conocido a posteriori, como si se tratara de una relación vergonzante.
La formación de los gobiernos autonómicos de coalición no ha respondido a un acuerdo general, sino a un permanente tira y afloja en el que la actitud del PP se ha caracterizado por sus vaivenes, entre la firmeza y la concesión. El caso más llamativo fue el de la nueva presidenta extremeña, María Guardiola, quien pasó de acusar a Vox de negar la violencia machista y deshumanizar a los inmigrantes a meterlo en su Gobierno.
Tratando de poner orden en el rompecabezas de pactos de sus barones territoriales, Feijóo defendió los gobiernos de coalición con Vox donde los votos de los diputados ultras fueran necesarios para elegir presidente, pero no en las instituciones en las que bastara con su abstención. Este criterio duró solo unos días y saltó por los aires en Aragón, cuando el popular Jorge Azcón entregó una vicepresidencia y dos consejerías a los ultras.
El último muro de resistencia es Murcia, donde el reloj corre hacia el 7 de septiembre, fecha límite para repetir elecciones si ninguno de los dos partidos cede, lo que parece improbable dado lo enconadas que están las posiciones. Si se celebran, serán unas elecciones a cara de perro, una guerra civil en la derecha, que dirimirá si el PP se ve forzado a admitir a Vox como socio indeseable o puede reducirlo a la irrelevancia y prescindir de él. “Feijóo actúa como si Vox no existiese pero, como en el cuento de Monterroso, cuando se despierte, todavía estará allí”, vaticina un político que ha pasado por ambos partidos.
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