El punk no ha muerto, está esquilando
Seis punkis forman una de las pocas cuadrillas que siguen realizando en el norte de España una labor imprescindible, pero en riesgo de extinción
Los acordes distorsionados de Eskorbuto rompen el silencio de una aldea de cuatro casas grises en el concejo de La Mezquita, uno de esos lugares de las montañas gallegas por donde parece que el tiempo no pasa, a tiro de piedra de la frontera con Portugal. Unos minutos antes, una furgoneta blanca con un rayo dibujado ha llegado a la comunidad. Seis punkis —cabezas rapadas, crestas amarillas, tatuajes— descienden y comienzan a preparar la jornada de trabajo. Montan el equipo: motores, máquinas de afeitar y el amplificador por el que resonarán las canciones de la banda de Santurce. En la cuadra esperan unas 200 ovejas. Mientras el dueño de la granja y su ayudante, un chaval marroquí que por esas extrañas casualidades de la vida encontró en estos parajes su lugar, contemplan la escena, la cuadrilla pela a cada animal en minuto y medio. El zumbido de las rapadoras se mezcla con la música y los balidos. Los perros pastores aprovechan la ocasión para descansar sobre la hierba.
Es mayo en Ourense y las mañanas todavía son frescas. El ruido, tan poco habitual por aquí, atrae a otros dos granjeros de la zona.
—¿Sois los esquiladores? Tenemos 200 ovejas, ¿podéis venir después?
Cuando acaban en la aldea, cruzan la frontera junto a los dos hombres, a seguir el trabajo en otra granja de Portugal. Es el día a día de Atilano (46 años) y sus compañeros durante la temporada de esquila, entre mayo y septiembre. La suya es una de las pocas cuadrillas de esquiladores que resisten en el norte de España, una labor imprescindible y en riesgo de extinción. En 2021, el país contaba con 15 millones de ovejas, según la Asociación de Criadores de Ovino y Caprino de Galicia (Ovica), y apenas un puñado de profesionales que pudieran afeitarlas. La esquila, sin embargo, sigue siendo necesaria. Evita que los animales desarrollen enfermedades o acumulen parásitos. Los ganaderos se han visto obligados a recurrir a los trabajadores extranjeros, sobre todo polacos y uruguayos —de acuerdo con Ovica— que vienen a hacer el máximo dinero en el menor tiempo posible y, por ello, tienen menos cuidado en el trato con los rebaños.
Por estos lares, la gente prefiere a Atilano, punki de corazón y esquilador de profesión, y a su cuadrilla de veinteañeros con pelos de colores, que han encontrado en las montañas gallegas y en esta labor una alternativa de vida que, en contra de lo que pueda parecer, casa con sus ideales. Ellos llevan a cabo un método más respetuoso con las ovejas, inspirado en las prácticas de los maoríes neozelandeses, aseguran. “Para mí el punk es actitud ante la vida y respeto a todos los seres que existen. También el sentir que tú manejas tu vida. Esquilando te da tiempo a estar contigo mismo porque estás con las ovejas horas y horas y estás pensando en tus cosas. Son movimientos mecánicos, necesitas mucha atención a lo que estás haciendo, pero a la misma vez estás todo el rato contigo. Y viene una oveja, y luego otra, y otra. Eso me gusta: esquilar acompaña mi ser”, narra el hombre —camiseta de tirantes, cresta negra no más ancha que un cinturón, las venas marcadas en brazos más musculosos de lo que parece a simple vista—.
La esquila, un evento comunitario
La escena se repetirá unos días después. La cuadrilla llega a una aldea de poco más de una decena de casas a orillas de un riachuelo. El punk que retumba en los altavoces funciona como un efecto llamada para los habitantes de la comunidad, que acuden a contemplar el espectáculo. Mientras los jirones de lana se desprenden de las ovejas, un puñado de paisanos se recuestan contra la cerca y, entre risas, disfrutan del trabajo de Atilano y de sus compañeros, con la misma expectación de quien asiste al estreno de una película de Hollywood. Los días por aquí son una rutina idéntica y cualquier suceso inesperado, especialmente el de un grupo de veinteañeros de estética más acorde a los barrios de las grandes ciudades que al aislamiento de las montañas, se convierte en una actividad colectiva que nadie quiere perderse.
Cuando la cuadrilla acaba el trabajo, todos, paisanos y esquiladores, se juntan a la sombra y comparten la comida: pan de hogaza, queso casero rebanado a navajazos, chorizo de matanza, huevos fritos, jamón serrano. Entre la población local y los trabajadores se crea un vínculo muy particular: para la gente de los pueblos, que no recibe muchas visitas a lo largo del año, el paso de la cuadrilla es una suerte de confesionario.
Aprovechan para contarles sus problemas, su vida, sus enfermedades, quién murió ese invierno. “Antes, en los siglos de los siglos, esquilar ovejas era un día de fiesta. La lana era muy valiosa y los ganaderos que tenían las ovejas hacían dinero, estaba todo más boyante. Ahora en España la lana se tira gracias a la maravillosa comunidad europea, pero nosotros intentamos que siga viviendo esa historia de fiesta. Nos juntamos con la gente, hacemos nuestras comidas, ponemos nuestra música, tratamos de no perder la esencia del esquilador, que es un bien natural para el humano: la utilización de la lana”, relata Atilano.
La mayoría de la lana, como dice Atilano, se desecha. El material está considerado un residuo Sandach (Subproductos Animales No Destinados Al Consumo Humano) de tipo III. Es decir, restos de animales aptos para el consumo humano, pero no destinados a ese fin. No son contaminantes, pero la normativa española requiere que sean tratados como residuos de igual manera, y una empresa especialista debe certificar que han recibido una manipulación adecuada, explican desde Ovica.
Para ello, deben ser procesados en lavaderos, aunque el organismo señala que solo hay dos en el país, uno en Palencia y otro en Cuenca. El tratamiento es caro, el coste no compensa el beneficio, y la mayor parte de la lana acaba en basureros o incendiada —un acto que puede conllevar multas—. “Los ganaderos se encuentran entre la espada y la pared. La salida más adecuada sería revalorizar la lana como materia prima, incluso buscándole nuevos usos, que ya está demostrado que tiene, y apoyar para que existan los medios para su correcta transformación”, defiende Ovica.
“Yo solo enseño a rapar a amigos”
Atilano aprendió los trucos del oficio con los viejos esquiladores de su pueblo natal, Alcañiz (Teruel). De adolescente rapó a su primera oveja y ya no paró. “Siempre me gustó mucho estar con los paisanos. Era un trabajo duro, pero los pastores son buena gente y siempre fue divertido. En aquellas se aprendía de otra manera: te ponías la máquina y te tirabas con la oveja y se hacía como podías, con lo que te fijabas, nadie enseñaba gran cosa. Luego conocí a otros esquiladores que eran cuatro amigos de Mediana de Aragón, un pueblo pegado a Zaragoza. Eran to punkis, anarquistas como yo, entonces decidí marchar con ellos. Estuve allí cinco o seis años y luego tuve hijos y vine a Galicia, hasta hoy”.
Él es el alma de su cuadrilla de esquiladores. El que empezó a enseñar al resto de punkis jóvenes que llegaron a Galicia buscando un futuro distinto, una suerte de núcleo de esa extraña y heterogénea comunidad de chavales que no querían vivir como el resto de una sociedad que rechazan. Durante la temporada de esquila, conviven juntos en una casa alquilada. “Es un trabajo duro. Yo solo enseño a rapar a amigos. Es importante que sea buena gente, que sea compañero y te tiene que gustar el trabajo porque hay que estar en buena forma, agachar mucho el riñón. El trato entre nosotros es muy intenso porque son muchos días con mucho trabajo, mucho cansancio acumulado”.
Ana Vidal (41 años), pareja de Atilano y parte del equipo, es profesora de arte en un pueblo cuando no está esquilando. “Para mí, ir con la cuadrilla ha sido comenzar a descubrir una fuerza personal física que dudaba tener, y sentir la fuerza y sabiduría humana que hay en el campo. Rodeados de vida en vez de cafeterías, de supermercados y asfalto; ver claramente la agresión que sufrimos de normas y leyes absurdas para que la autosuficiencia sea imposible; la alegría y placeres que han sido robados a este ambiente por un pasado político y religioso que aún perdura. Aunque duela este trabajo al principio, luego te enamoras y ya no sientes el dolor”, dice Vidal.
Rael Royo (23 años), andaba perdido y sin saber muy bien qué hacer con su vida hasta que descubrió la esquila, un oficio en el que se siente valorado, con el que puede ayudar a sus paisanos. El joven nació en Matavenero, un pueblo aislado de León, habitado únicamente por hippies que repoblaron el lugar después de su abandono, hace décadas. De los hijos de los hippies salieron punkis. Y Royo, que no quería dejar el campo, encontró con las ovejas una salida que le permitía seguir en las montañas.
La esquila es un trabajo de temporada. Muchos de los trabajadores de la cuadrilla de Atilano viajan a otros países cuando acaba la época en España. Italia, Gales, Australia, Nueva Zelanda... “Hay una pequeña gran red de esquiladores en España y en el mundo. Vas conociendo gente de otros lugares y te van llamando para ayudarlos si necesitan gente. Yo ya tengo una edad, si hubiera sabido antes lo que sé ahora, igual me hubiera planteado andar por el mundo, pero en mi época, hijos y todo el tinglado, no he podido hacer muchos viajes y conocer sitios. La verdad que me llega con haber trabajado por todo el norte de España todos estos años”, concluye Atilano.
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