El Gobierno y ERC mantienen intacta su relación tras el intento fallido de aguar la cumbre estrella de Sánchez
El pinchazo del independentismo en las movilizaciones por el encuentro hispano-francés en Barcelona deja un juego de gestos que para los republicanos acabó con la imagen del abucheo a su líder
Nada se rompió. Todo estaba hablado de antemano para tratar de encontrar el imposible equilibrio que buscaba ERC entre manifestarse contra la cumbre hispanofrancesa en Barcelona y a la vez enviar a su máxima figura pública, el president de la Generalitat, a saludar amablemente a sus dos principales protagonistas, Pedro Sánchez y Emmanuel Macron. Aragonès intentó mantener alto el pabellón de la protesta independentista con un gesto de los habituales entre los dirigentes de este mundo: fue, saludó, charló un buen rato con Sánchez, mucho menos con Macron, y se marchó discretamente y sin alharacas, antes de que sonaran los himnos español y francés y empezara el paso de revista a los militares.
Todo estaba pactado entre los equipos de Aragonès y Sánchez para minimizar daños. No fue una afrenta imprevista que causara ningún problema. Al Gobierno, de hecho, le sirvió para recordar —lo hizo Sánchez en la rueda de prensa con Macron— que Aragonès fue mucho más respetuoso que dos presidentes del PP, el gallego Alfonso Rueda y la madrileña Isabel Díaz Ayuso, que ni siquiera acudieron a saludar a las cumbres con Alemania en A Coruña y con Polonia en Alcalá de Henares, donde estaban invitados. Sí fueron con normalidad los socialistas Fernández Vara, en la cita con Portugal en Trujllo, y Ximo Puig, en el encuentro con Rumania en Castellón.
La Moncloa no trasladaba ningún nerviosismo con estos gestos independentistas. Al contrario, creen que ha quedado en evidencia, no solo para los catalanes y el resto de los españoles, sino para la prensa francesa, un mensaje nítido: el independentismo está mucho menos movilizado que antaño —6.000 personas no es poco para un día frío de semana en pleno horario laboral en Barcelona, pero es muchísimo menos de lo que fue en un movimiento de masas—, está dividido —el abucheo a Junqueras resultó notorio— y tampoco quiere romper del todo —como prueba que acudiera Aragonès—.
El Gobierno logró así, al menos según su visión, el objetivo principal de la cita: dar un salto importante en las relaciones entre España y Francia, que se colocan ahora al nivel del eje franco-alemán por estatus. Y también logró el secundario: demostrar que las cosas han cambiado tanto en Cataluña que se puede hacer una cita de alto nivel en Barcelona sin que pase nada —la diferencia con el Consejo de Ministros en Barcelona que montó Sánchez en 2018 y acabó con fuertes altercados es muy evidente—. Y sobre todo que el presidente, que busca un gran resultado en Cataluña como objetivo electoral número uno, ofrece a los catalanes una apuesta en positivo: diálogo para resolver el conflicto político, indultos, cambios del Código Penal y la posibilidad de traer cumbres e inversiones a esta comunidad clave, mientras los independentistas siguen en su disputa por la forma de digerir el procés y diseñar el futuro.
Sánchez está convencido de que su planteamiento es ganador en Cataluña, y las últimas encuestas lo avalan: el PSC está fuerte y el apoyo al independentismo baja. Pero también cree (y en esto algunos incluso en su partido tienen más dudas) que puede serlo en el resto de España, porque puede exhibir que ha logrado encauzar, o al menos amortiguar ―aunque no resolver― el principal problema político que ha tenido España desde que logró derrotar al terrorismo de ETA. Y, en ese relato, la cumbre con Macron era decisiva. “Que el primer tratado de amistad con Francia se llame de Barcelona representa un homenaje de respeto y admiración a esta ciudad, sinónimo de vanguardia, de europeísmo, de concordia”, lanzó Sánchez para reforzar esa idea. “Durante muchos años, con razón, Barcelona se quejaba de que la administración central no se comprometía con ella, eso es lo que estamos haciendo”.
Mientras, desde la Generalitat se abusa del tono enardecido para exprimir los réditos que da entre el independentismo poner en escena un supuesto clima de tensión perenne con el Gobierno. Más aún cuando se acercan las municipales y Junts per Catalunya persigue erigirse en el partido más purista del separatismo. Pero, sin focos, los negociadores de Esquerra tratan de tener bien lubricada la relación con La Moncloa, sobre la base de que es la única manera de lograr acuerdos que ayuden a recomponer las heridas del procés.
La cumbre de Barcelona escenificó ese doble juego. Las declaraciones de Pere Aragonès tras su paso fugaz por Montjuïc fueron un dardo hacia Sánchez: “El Gobierno de España ha querido simbolizar una normalidad que no existe”, dijo, para subrayar que las inquietudes por un referéndum siguen vigentes. En público, Esquerra no abandona las proclamas acerca del “conflicto político con España”, y se presentó en la movilización convocada por Òmnium, ANC y el Consell per la República pese a las previsiones de llevarse un chasco. Los sectores más agitados del independentismo acusan al partido republicano de connivencia con el Gobierno y así Junqueras se marchó abucheado de la manifestación.
Luego, al abrigo de la Generalitat, Aragonès compareció para poner de manifiesto que los contactos con Pedro Sánchez son constantes. El Govern pretende tener voz en futuras reuniones de trabajo que celebren España y Francia y donde se traten temas que sean de interés para Cataluña, tales como el corredor ferroviario mediterráneo, los pasos fronterizos o el tubo submarino para transportar hidrógeno verde entre Barcelona y Marsella.
La Generalitat se impone una hoja de ruta pragmática que se evidencia con el silencio de Aragonès y sus consellers sobre la mesa de diálogo. Supuestamente, tenía que haberse celebrado un encuentro Govern-Gobierno antes de finales del año pasado para redactar una agenda que recogiera las exigencias de la delegación catalana. La Moncloa no convocó la mesa cuando tocaba, no hay fecha prevista y nadie rechista. De hecho, en el Gobierno insisten en que “la carpeta catalana está cerrada” con la reforma del Código Penal.
Algo similar se da con los presupuestos catalanes. Esquerra lleva un mes y medio diciendo que tiene un acuerdo casi cerrado con el PSC para poder aprobar las cuentas de 2023. Salvador Illa y su equipo no dan el brazo a torcer y el Govern esquiva la bronca. El martes, la portavoz de la Generalitat Patrícia Plaja puso de relieve que no hay motivos para que el PSC siga demorando el acuerdo. “Si ha parecido un reproche, lo retiro”, dijo, poco después. El juego parece evidente. Nadie rompe nada. Todo son gestos, pero la relación se mantiene intacta. Y todos están construyendo su oferta electoral. Ahora hay que ver cuál es la más convincente.
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