La familia afgana que se ha hartado de que su vida discurra en una litera
Un matrimonio con tres hijos refugiados desde hace ocho meses en España ha pedido volver, cansado de las condiciones en las que viven sin vislumbrar un futuro que no llega. A otros refugiados les ocurre lo mismo
Anjila Hamidi escapó de Afganistán con 33 años y embarazada de seis meses. Era abril de 2022, habían pasado ya ocho meses desde que los talibanes habían tomado el poder y obligado a huir a decenas de miles de personas, especialmente mujeres y colaboradores de países extranjeros. Ella y su marido, los dos fiscales, estaban incluidos en la lista negra del nuevo régimen. Vendieron todo lo que tenían de valor y atravesaron la frontera de Irán en su coche. Ya no había marcha atrás. El 20 de junio, el matrimonio y sus dos hijos de dos y siete años aterrizaron en Barajas gracias a un salvoconducto que les facilitó la embajada española. Anjila sabía que lo que tenía por delante no iba a ser fácil, pero nunca se imaginó que las condiciones de su acogida en España iban a empujarla, ocho meses después, a pedir formalmente que les devuelvan a su país.
Durante este tiempo en España ha nacido el pequeño Kasra, pero la familia está muy lejos de celebrar su nueva vida. Los cinco viven en precario, sin hablar español, sin un euro en el bolsillo, sin colegio para los niños… Pasaron los primeros cuatro meses en un hostal a las afueras de Madrid convertido en centro de acogida de emergencia y cuando, por fin, los trasladaron de allí en noviembre, fue para acabar en otra habitación sin baño en un albergue en Los Alcázares (Murcia). En contra de lo que marca la propia norma del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, Anjila y los suyos han pasado, entre un albergue y otro, más de medio año en una fase de acogida de emergencia, cuando esta etapa no debería sobrepasar un mes. Su historia no refleja la realidad de todo el sistema de recepción de refugiados, pero sí destapa fallos, retrasos y carencias recurrentes.
La familia de Anijla se encuentra atrapada sin nada que lo justifique, atascada en la llamada fase cero, una etapa pensada exclusivamente para que ONG y ministerio gestionen el traslado de los solicitantes de asilo y los refugiados a los espacios más adecuados según sus casos. Los centros destinados a esta fase disponen de lo básico y están pensados para pasar el menor tiempo posible. Pero son cientos los casos de afganos y de refugiados de otras nacionalidades que han alargado su estancia en estos lugares durante meses, según fuentes de las ONG. Cuando alguien está en la fase cero ni siquiera se considera que esté dentro del sistema.
El caso de Anjila es de especial vulnerabilidad, por tener a su cargo tres menores, entre ellos un recién nacido y un niño con autismo, aún sin diagnóstico y sin tratamiento en España. “Nos hemos quejado muchísimas veces, pero nadie nos escucha”, explica ella. Denunciar a EL PAÍS su situación ha sido su último recurso.
En su cuarto de Los Alcázares hay exactamente una estantería, una silla, tres literas y un estrecho pasillo entre ellas. El espacio no les permite hacer una vida normal, tener un mínimo de comodidad. Anjila amamanta al bebé echada en una alfombra en el suelo porque si lo hace sentada en su cama se da con la cabeza en la litera de arriba. En el baño, compartido con otros refugiados, hace demasiado frío y no hay un espacio adaptado para bañar al recién nacido. “Estuvimos en una habitación algo mejor, con más espacio para movernos, pero nos sacaron porque era para seis personas y nosotros éramos cinco. Ahora duerme ahí una familia ucraniana de tres miembros”, explica el marido, Khodabakhsh Amini, de 33 años, excolaborador de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). “No es que tuviésemos expectativas muy altas, es que estamos reivindicando derechos básicos: educación, asistencia médica, un lugar adecuado para dormir…”, añade.
En agosto de 2021, cuando los talibanes tomaron Afganistán, el Gobierno de Pedro Sánchez impulsó que España liderase la evacuación y la acogida de cientos de afganos. El propio rey Felipe VI, junto a varios ministros, fue a recibir a decenas de refugiados en el aeródromo de Torrejón, iluminado por los flashes de los fotógrafos. Desde entonces, unos 3.900 afganos cuya vida se encontraba en riesgo han obtenido asistencia por parte del Gobierno español y casi 2.200 han entrado en la red de acogida estatal. Pero más de un año y medio después, apagados los focos y excluidos de los titulares, casi un tercio ha renunciado a su plaza para vivir de forma más independiente o emigrar a terceros países donde tienen redes familiares y más facilidades.
El sistema de acogida tiene dos fases que comienzan una vez se supera ese periodo de evaluación y derivación, que en teoría dura como máximo un mes. Entonces, los solicitantes de asilo pasan a una primera etapa de acogida en centros, que dura seis meses y en la que se incluyen más actividades, formación y orientación para el empleo y dinero de bolsillo. Superado este tiempo, el itinerario marca que se pase a la fase de autonomía, la última, en la que se promueve, con ayudas al alquiler, que los refugiados vivan en sus propias casas y de forma independiente. El modelo español es distinto al de otros países, como Francia, donde los solicitantes reciben desde el principio una asignación para que rehagan su vida libremente mientras se estudia su solicitud.
En la actualidad, Anjila, su marido y sus hijos son los únicos afganos que se encuentran todavía en la fase cero, según datos de Migraciones, pero hay cientos de compatriotas estancados en la siguiente fase de acogida. De los 1.150 afganos que entraron en el sistema desde agosto de 2021, todavía hay, casi un año y medio después, 451 en esa primera etapa. De los 256 afganos llegados en 2022, por ejemplo, ninguno ha podido pasar todavía a la última etapa en la que se opta a vivir en una casa y organizar su vida de forma más independiente.
Los plazos se incumplen de forma recurrente y lastran todo el proceso, según tres responsables de distintas ONG consultadas. Estas fuentes, familiarizadas con la gestión directa de la acogida, señalan que no hay plazas suficientes en la red (la llegada de refugiados ucranios ha saturado aún más el sistema) y que se encuentran cada vez más dificultades para alquilar casas para los refugiados porque los precios están por las nubes, los propietarios se niegan a hacer contratos a extranjeros o porque las condiciones son demasiado exigentes. Si no hay viviendas a las que puedan mudarse, los refugiados tienen que quedarse en centros de acogida, retrasando así la salida de los que aspiran a vivir por su cuenta o a pasar de fase, como Anjila y su familia.
Hay otro factor importante que distorsiona todo. Hace justo un año el Ministerio de Migraciones decretó que no facilitaría el paso a la segunda fase, en la que se ofrecen ayudas para alquilar pisos, hasta que los solicitantes de asilo no estén reconocidos como refugiados, una norma que no se aplica a los ucranios. El problema es que aunque el plazo legal para resolver esos expedientes es de seis meses, el Ministerio del Interior lo incumple sistemáticamente.
El sistema, según ha dejado constancia el Defensor del Pueblo, falla. En una resolución de noviembre, la institución transmite su preocupación por las carencias del sistema, especialmente para la infancia y las personas más vulnerables. También pide información sobre la fiscalización que hace el ministerio de la acogida de las ONG.
En la sierra de Madrid, otra familia de afganos pide ayuda. Rabia Sadat, de 25 años, y Qasem Ghafoori, de 28, ambos periodistas, estaban en la lista de personas que España quería evacuar. Pero, debido al descomunal caos que se formó en agosto de 2021 en el aeropuerto de Kabul, ninguno de los dos logró enlazar con los militares españoles. Finalmente, en marzo de 2022, llegaron a Madrid con su hijo pequeño, de dos años, y la hermana de Radia, de 13. Los cuatro estuvieron más de siete meses alojados en albergues destinados a la fase cero hasta que en octubre los trasladaron a un centro de acogida, sin wifi y en el que recalientan una comida que les llega en barquetas porque no tienen cocina.
“Esperábamos que después de tantos meses de horrible espera nos trasladasen a un piso para empezar una vida normal, pero desafortunadamente nos enviaron por tercera vez a otro centro [...] en el que solo tenemos una habitación muy pequeña para cuatro personas. Estamos mental y físicamente enfermos, en shock y deprimidos”, escribió Radia en diciembre a la entidad que la acoge. La periodista elevó sus quejas también al ministerio en octubre.
La situación es más grave desde que la pequeña de 13 años intentó suicidarse con una ingesta masiva de paracetamol. La niña cuenta que está deprimida, que no puede vivir sabiendo que su padre, un militar que colaboró con Estados Unidos, puede ser capturado por los talibanes en Afganistán. Reclama que, al menos, después de 10 meses, se le permita dejar de dormir con su hermana, su marido y el crío en una litera compartida. “Mi padre está en peligro, estoy deprimida, estoy siempre llorando, no quiero ir a la escuela, estoy cansada de seguir con esta vida”, susurra entre lágrimas. “Tengo muchos deseos, me gustaría estar relajada, ir al colegio, ser piloto de avión… Pero hace 10 meses que me siento en una prisión, en una habitación con un matrimonio. Es muy difícil para mí”, añade.
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