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REFORMA DEL DELITO DE SEDICIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sedición, el final de la agonía

Este último medio siglo el delito solo ha tenido una aplicación relevante, en el juicio del ‘procés’ secesionista catalán

Xavier Vidal-Folch
Los 12 dirigentes independentistas acusados por el proceso soberanista catalán, en el banquillo del Tribunal Supremo al inicio del juicio del 'procés', en 2019.
Los 12 dirigentes independentistas acusados por el proceso soberanista catalán, en el banquillo del Tribunal Supremo al inicio del juicio del 'procés', en 2019.Emilio Naranjo (EFE)

El delito de sedición entra en la fase final de su secular agonía: la derogación parlamentaria. Fue ideado en 1822, hace dos siglos, como ambiguo sucedáneo de la rebelión militar violenta. Se la tildó de “rebelión en pequeño”, por ser solo tumultuaria. Y como todo suplente, declina. Este último medio siglo solo obtuvo una aplicación relevante, en el juicio del procés secesionista catalán. Su lánguida vida se extingue como una débil llama.

La supresión de esta figura (artículo 544 del Código Penal) y su sustitución por un delito de desórdenes públicos agravados aporta cuatro beneficios. Limpia el Código Penal, al resolver el problema jurídico de un tipo delictivo desfigurado y oscuro: nadie ha detallado con precisión en qué consista la actuación de “quien se alce”. Evita un cortocircuito judicial español ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por aplicar penas desproporcionadas. Armoniza con nuestros vecinos la legislación represora de los desórdenes públicos y los atentados al ordenamiento constitucional. Y contribuye a encauzar hacia la política un drama que nunca debió salir de la política.

El debate jurídico ha sido ralo. Ojalá la proposición de ley desborde el rodillo y se tramite como ley, para enriquecerla. Ha quedado sepultado entre agresiones verbales sin alternativa práctica: no lo es endurecerlo. Y solo ha apasionado la discusión sobre la proporcionalidad de la escala punitiva actual en contraste con Europa. Vamos a ello.

La derecha política y la caverna mediática aseveran que los vecinos europeos no aplican penas menores, sino mayores. No han trabajado el asunto. Tragan con una chicuelina del mágico magistrado Manuel Marchena en su informe de oposición (26 de mayo de 2021) a los indultos. El presidente de la Sala Segunda del Supremo alude ahí a los códigos de Alemania (artículo 81), Francia (410 y siguientes), Italia (241) y Bélgica para justificar que el “carácter delictivo” de los hechos que juzgó es “incuestionable” en todos ellos y en todos es de “similar naturaleza” al de los sediciosos catalanes.

Pero no dice exactamente lo que parece decir, solo juguetea distrayendo la cartera a los bobalicones. Enfatiza, claro, que hubo delito, y lo dice claro. Pero no que fuese de “idéntica” naturaleza a los tipos europeos, sino solo de tenor “similar”: es decir, distinto (en derecho penal no hay analogías). Y a fe que lo demuestra. Todos esos tipos delictivos europeos citados versan de alta traición, y de rebelión, así nombrada o con semántica diversa: de delitos contra la seguridad, integridad o estabilidad del Estado realizados mediante violencia muy relevante. Por eso, las condenas son superiores a las de la sedición española: desde al menos 10 años de prisión a 12, a 20, a 30 años, a cadena perpetua.

Justo la violencia que no hubo en el otoño levantisco catalán, al menos según la sentencia. No la violencia “instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción” de los que incurren en rebelión y “con una idoneidad potencial para el logro” de la misma. No hubo, pues, rebelión. Y tampoco violencia estructural sediciosa: sino “conductas activas, alzamiento colectivo, vías de hecho, despliegue de resistencia”, incluso “si se quiere, resistencia no violenta”, reza la sentencia. El alto tribunal, en ningún pasaje del núcleo de la misma (páginas 275 a 285), imputa violencia activa alguna a los procesados.

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Así que las penas correspondientes por delitos ya no “de similar” sino de “igual” naturaleza son las que Alemania (artículos 125 y 113) impone por quebrantamiento de la paz o resistencia a la ejecución de las leyes (hasta cinco años); Francia (433) por resistencia con fuerza a la autoridad (dos años; y tres, sin armas; solo en caso de grupo armado hasta 10 años); Italia (336 y 337) por resistencia a funcionario público (hasta cinco años). Son penas equivalentes a las previstas para el nuevo delito español de desórdenes públicos reforzados que sustituirá a la antigua sedición: de tres a cinco años en el tipo básico; de seis a ocho si los autores son autoridades.

Pero este carpetazo a la sedición parece dejar un vacío entre la rebelión y la mera desobediencia o el desorden callejero grave. Quizá la figura de la resistencia a la autoridad (como en nuestros vecinos); o un nuevo subtipo de desobediencia reforzada; o la agravación del delito del 506 (funcionario que carece de atribución y, sin embargo, dicta una disposición general, o la suspende, al que se castiga con hasta tres años), o, como sugiere el maestro Gonzalo Quintero, un tipo de deslealtad constitucional (aunque hay tantas, y en tantas direcciones), servirían para cubrir el déficit. Pero para eso, debería tramitarse la ley por procedimiento solemne y participativo. ¿Acaso no corresponde?

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