Beni Melal, el destierro de los que intentan llegar a España
Marruecos lleva años deteniendo y expulsando a ciudades lejanas a los migrantes y refugiados que quieren dar el salto a Europa. Un mes después de la tragedia de Melilla, decenas de sudaneses siguen atrapados en uno de los lugares más pobres del país
Los agentes marroquíes subieron a Azdin, un sudanés de 21 años, a un autobús y, tras casi 11 horas de viaje, lo abandonaron en la estación de autobuses de Beni Melal, la capital de la segunda región más pobre de Marruecos, en el centro del país. Sin dinero, sin comida, sin teléfono móvil, sin medicinas. Un mes después del intento multitudinario de cruzar la valla de Melilla, que acabó con al menos 23 personas muertas, Azdin sigue atrapado en esta ciudad. Y no es el único. El destierro mantiene a cerca de 200 sudaneses (y varios malienses) viviendo en precario en las calles de Beni Melal sin forma de marcharse de allí. Algunos con piernas y pies fracturados, muchos con heridas infectadas bajo vendas sucias. La única ventaja de Azdin es que este no es un paraje desconocido: es la décima vez en un año que las autoridades marroquíes lo envían aquí, una por cada intento fallido de saltar la valla de Ceuta o Melilla.
Beni Melal es el castigo al que se somete a cientos de migrantes y refugiados cuando las autoridades marroquíes los detienen intentando llegar a España. Es el destino forzoso que más se repite últimamente entre los migrantes detenidos, pero hay otros muchos. Uarzazat (a 12 horas en coche desde Nador), Fquih Ben Salah (a 8 horas), Chichaoua (a 10 horas), Rachidia (a 7 horas y media), El Kelaa des Sraghna (más de 9 horas)... Son lugares lejos de la frontera, pobres hasta para pedir limosna, de donde les costará salir, con suerte, al menos, unos días. Los chicos con menos recursos, los que como Azdin no tienen una familia o un amigo que pueda enviarles 20, 30 o 50 euros, pasarán meses tirados en las calles hasta tomar un autobús que les lleve hacia el norte para volver a intentar saltar una valla.
Hace años que el Gobierno marroquí detiene y expulsa a ciudades lejanas o incluso en mitad del desierto a los migrantes que quieren dar el salto a Europa desde su territorio. Da igual que tengan sus papeles que los reconocen como refugiados. Los cazan en redadas, los detienen en sus intentos de embarcarse o de cruzar la valla y los meten en un autobús custodiados por policías. Rumbo al sur. Esta estrategia de llevarlos a la fuerza a las ciudades más remotas y pobres de Marruecos es un pilar fundamental en su lucha contra la inmigración irregular. Los traslados forzosos dispersan y desgastan física y anímicamente a los aspirantes a emigrar. A pesar de las penosas y cuestionables condiciones en las que se realizan, estos traslados son masivos, conocidos y recurrentes. El Ministerio del Interior marroquí no ha respondido a las preguntas de EL PAÍS sobre ellos.
Las carreteras regionales que llevan a Beni Melal, uno de esos destinos forzosos, atraviesan varios pueblos de calles de tierra, sin cobertura, donde el mayor lujo es que haya vacas, un grifo de agua tibia y una tienda que venda latas de atún con tomate. Tras ese recorrido, Beni Melal, a los pies del Atlas, parece coqueta ante los ojos del recién llegado. Más aún si lo primero que ve, mientras el calor funde el asfalto, es un castillo en lo alto de una montaña arbolada y un complejo de apartamentos con piscina. Pero el espejismo se desvanece rápido en esta ciudad de más de 190.000 habitantes.
El desempleo y la pobreza extrema se ven por todas partes: en las mantas ajadas y sucias que usan sus vendedores ambulantes para descansar sobre la tierra, en los mendigos que se tiran en el suelo desfallecidos en mitad de una explanada, en la mujer que rescata sandías pochas del cubo de la basura y en el joven marroquí que se puso su mejor camiseta y se peinó con gomina para suplicarnos un trabajo. También en la historia de una región cuyos vecinos llevan 30 años emigrando de allí. También de forma irregular, también hacia Europa. En algunos cafés el agua del grifo se sirve en una garrafa de aceite de coche.
En su estación de autobuses, un edificio simple pintado de color salmón, merodea Ahmed, un joven sudanés de 18 años que entra en una cafetería ajeno al trajín que se traen vendedores ambulantes, comisionistas, mendigos y viajeros que vuelven a casa tras la Fiesta del Cordero, la mayor celebración del islam.
El joven tiene una herida infectada en el tobillo, por el golpe que le dio un policía marroquí con un palo, explica. Arrastra las plantas de los pies casi en carne viva de tanto andar descalzo porque, según denuncia, los agentes le quitaron, además de su dinero y su móvil, sus zapatos. “¡Bah, eso no es nada!”, bromea. Aquella jornada del 24 de junio murieron al menos 23 personas, según las autoridades marroquíes, aunque la Asociación Marroquí por los Derechos Humanos (AMDH) cuenta 27, y 64 desaparecidos. Él, además, huye de una guerra, y no quiere darle más importancia a sus heridas. Es un adolescente vulnerable que se hace el fuerte. No le queda otra.
La muerte de Abdenacer
Ahmed resume así su llegada a Beni Melal el 25 de junio en uno de esos autobuses que también trajeron a Azdin hasta aquí: “Nos sacaron de Nador en 36 autobuses por lo menos. Salimos como a las siete de la tarde, después de muchas horas tirados en el suelo, y llegamos aquí como a las seis de la mañana. En mi autobús viajábamos unas 35 personas y una de ellas murió. Recogieron el cadáver cuando llegamos a Beni Melal. No teníamos ni agua, tuvimos que comprársela a los policías que venían con nosotros”. El joven muerto era de Darfur (Sudán) y se llamaba Abdenacer Mohamed Ahmed, según verificó la AMDH.
El chico cuenta que otros siete autobuses hicieron su mismo recorrido. Así que, si sus cálculos no fallan, unas 280 personas fueron abandonadas en Beni Melal. La mayoría son refugiados sudaneses, un colectivo que desde 2020 está cada vez más presente en la ruta migratoria hacia España. Muchos ya se han ido y están en Casablanca o en otras grandes ciudades en su camino de vuelta hacia el norte, pero otros muchos siguen varados aquí. Sin nada. “Quedamos unos 170 o 180″, calcula. Los líderes del grupo de sudaneses, del que forman parte Azdin y Ahmed, empezaron el pasado viernes a registrar a sus miembros en un cuaderno. En un rato, solo con los que había alrededor, contaron 64 personas, entre ellos una decena de menores.
“Te mandan al sitio más lejos posible para complicar tu vuelta”, explica Bashir Hamid, un sudanés de 27 años que fue arrastrado 15 veces a varias de estas ciudades. Bashir hizo el mismo camino de ida y vuelta durante más de un año hasta que logró entrar en Melilla el 24 de junio. La fórmula tiene una eficacia relativa. “Tarde o temprano todos vuelven. El que tiene algo de dinero, según se baja del autobús se sube en otro”, anuncia Bashir.
Los relatos del destierro migratorio se repiten desde hace años entre los migrantes, y las denuncias de ONG defensoras de los derechos humanos también son recurrentes. Pero sigue pasando. Rabat también devuelve a los migrantes a sus países de origen y promueve expulsiones forzosas a Argelia, donde los abandona a su suerte en el desierto, sin agua y sin comida. No hay transparencia en estas acciones, ni tampoco está claro si estos traslados son los que rellenan la estadística que menciona la UE para asegurar que Marruecos ha prevenido la salida de 40.000 migrantes irregulares hacia Europa, un dato incontrastable. Ali Zoubeidi, experto marroquí en tráfico de inmigrantes y seguridad fronteriza, mantiene: “Las medidas de desplazamiento hacia las ciudades del centro del reino son contrarias al enfoque humanista de la política migratoria de Marruecos. Violan los derechos humanos de los migrantes”.
Tres meses atrapado
En Beni Melal, los desterrados consideran una suerte que, al menos, te expulsen en la época de la recogida de la aceituna (invierno) o de la naranja (hasta abril), que es cuando es más fácil encontrar un trabajo. La jornada se paga con unos 85 dirhams (8,5 euros), con los que se compra comida que se reparte entre todos. Pero ahora no hay cosechas, no hay empleo. Quizá algunas horas en una obra, pero poco más. Conseguir el dinero suficiente para un autobús a Casablanca o Rabat (10 euros) y una pequeña reserva para subsistir ahora les va a costar tiempo. Azdin, el sudanés con el que comienza este reportaje, por ejemplo, ya estuvo aquí atrapado tres meses.
Es la una de la tarde del viernes, el termómetro alcanza los 41 grados y una veintena de sudaneses descansa bajo la sombra de un árbol con el estómago vacío. Dos marroquíes corpulentos, que bien podrían ser parte del variopinto equipo de espías gubernamentales que han seguido de cerca los movimientos de EL PAÍS en Marruecos, aparecen con tres bolsas de comida. Hay cuscús, pollo, pan y patatas fritas. “Lo han hecho porque estáis vosotros, esto nunca pasa”, explica el grupo. “Las autoridades marroquíes no permiten que la gente nos ayude”, cuenta después uno de los chicos. Los sudaneses comparten su comida con un marroquí que también vive en la calle y ofrecen una de las bolsas para que coman los periodistas.
Cinco horas después la calle aún hierve a 43 grados, pero la ciudad se despereza. Los adolescentes salen a jugar al fútbol y por fin se ven mujeres en las cafeterías y en las placitas, aunque nunca solas y casi siempre rodeadas de niños. El césped de la avenida Mohamed VI, que concentra la zona más verde del centro de la ciudad, está a rebosar. Los sudaneses se reúnen en un pedazo de ese césped, muy cerca de la estación de autobuses donde los abandonaron. Son decenas. Juegan a las cartas, duermen, venden cigarrillos y té, teclean con los pocos móviles que tienen u observan la vida en silencio... Muchos arrastran muletas, vendas y heridas que aún supuran. Aparece un niño sudanés que no aparenta más de 12 años. Los vecinos han normalizado totalmente su presencia, aunque los más pobres se rebelan. “¿Por qué os preocupáis por los sudaneses? Nosotros estamos igual o peor”, brama un limpiador de zapatos.
En los alrededores de ese punto de encuentro hay ropa tendida y algunas ruedas de tractor que sirven de sofá. También un edificio sin terminar que sirve de escondite a los malienses que, como los sudaneses, huyen de los conflictos de su país que han provocado centenares de miles de desplazamientos.
La asamblea
El grupo tiene miedo y propone una asamblea para decidir si hablan con EL PAÍS. En Melilla, Oujda, Casablanca o Rabat los sudaneses han mostrado muchísima disponibilidad para contar sus historias y denunciar lo que pasó en la valla, pero en Beni Melal están aterrorizados. “Tenemos miedo de que las autoridades marroquíes nos castiguen”, explican. “Pueden cazarnos y pegarnos o abandonarnos en el desierto”. Hay algunos que quieren, pero los más veteranos, los líderes, se resisten. Solo Azdin y Ahmed acceden a hablar más en detalle, lo hacen antes de que las entrevistas se sometan a la discusión del resto del grupo.
El recelo de los sudaneses a hablar con los periodistas no encaja bien con las declaraciones de Marruecos, España y la UE sobre los principios de la colaboración en materia migratoria. El último comunicado conjunto, del 8 de julio, ponía: “El respeto de los derechos fundamentales es un valor compartido por Marruecos y la Unión Europea”. El texto también calificaba al país magrebí como “socio estratégico” con uno de los modelos de gestión migratoria “más avanzados”.
La asamblea de los sudaneses se prolonga dos días, insisten en que no quieren sufrir represalias del Gobierno marroquí. Deciden, por fin, que enviarán ellos mismos una carta y aceptan que les hagan un par de fotos.
Cinco días después, ya fuera de Marruecos, llegan por WhatsApp las imágenes del texto prometido. Está escrito en cinco folios de color rosa: es su relato del acoso policial en los campamentos cercanos a Nador, de su aproximación a la valla mientras perdían gente por el camino y de la brutalidad con la que los agentes marroquíes ―y también los españoles― los frenaron. Insisten varias veces en que no son una mafia, ni criminales, como se aireó en la prensa marroquí. Dicen que hay muchísimos más muertos de los que se han reconocido.
En el último folio, lanzan varias preguntas a las autoridades de Marruecos. Todas parecen retóricas porque nadie nunca les responderá. Dos de ellas cuestionan: “¿Cuántas personas que fueron asesinadas en Nador son de Sudán? ¿Se lo habéis contado a sus familias o no?”.
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