Guerra cultural en la arena del Congreso
Las batallas sobre valores e identidades se imponen en el Parlamento. La gran división no es derecha-izquierda, sino por la cuestión nacional.
Hace ya tiempo que se consumó la inversión del celebérrimo aserto de Clausewitz: la política como una continuación de la guerra por otros medios, o lo que ahora se ha convenido en llamar polarización. Una lucha que se libra con especial encarnizamiento en el campo de lo que los estadounidenses bautizaron como guerras culturales, enfrentamientos sobre identidad y valores que opacan la discusión clásica acerca de la gestión de los asuntos públicos. Esos choques ideológicos se han extendido por el mundo, y España no iba a ser una excepción. Y menos tras la llegada de un partido como Vox, dedicado de la mañana a la noche a una estridente ofensiva cultural.
Es cierto que en el Congreso de los Diputados se habla mucho más de lo que se cree —y de lo que se transmite a los medios— sobre asuntos que afectan a la vida de la gente. De la salud mental, por ejemplo, apenas trascendió aquel día en que Íñigo Errejón planteó el tema al presidente del Gobierno y un diputado del PP le gritó “vete al médico”. Desde entonces, se han sucedido iniciativas de la mayoría de grupos para abordar el problema, y el pasado 28 de septiembre se aprobó iniciar los trámites para elaborar una ley a partir de un texto de Unidas Podemos que solo tuvo 10 votos en contra. La salud mental ha ocupado horas de debates en la Cámara, aunque, a falta de un momento mediático como el de Errejón, hayan pasado casi inadvertidos.
Tan cierto es eso como que las batallas culturales se han impuesto en el Congreso y levantado un gran eje divisor entre los partidos. Las identidades nacionales, el feminismo, la convivencia entre culturas o las reclamaciones de nuevos derechos sociales cavan trincheras. Nada agita más la polarización que estos debates, aunque los polos no sean siempre los mismos. A veces se confirma otro viejo dicho, el de que la política hace extraños compañeros de cama.
La Nación. Contra lo que pudiera parecer, no es la tradicional disputa entre derecha e izquierda lo que de verdad divide al Parlamento español. Si se observa el detalle de la votación del pasado jueves, que dio un seguro de vida al Gobierno “socialcomunista” con la admisión a trámite de los Presupuestos del Estado, se encontrará a toda la izquierda menos la CUP, pero también a los cinco diputados del PNV y los cuatro del PDeCAT, un partido de raíz democristiana y el otro liberal.
Lo que traza una auténtica frontera levantada con alambre de espino en el hemiciclo es la cuestión nacional. España contra los enemigos de la Nación, en el vocabulario de unos. El franquismo redivivo contra la libertad de los pueblos, en palabras de los otros.
En ese terreno es donde funciona siempre el bloque monolítico de PP, Vox y Ciudadanos, más las derechas regionalistas navarra y asturiana. Sus discursos acerca de Cataluña o de los presos de ETA resultan con frecuencia indistinguibles. No es raro ver a los diputados de Vox aplaudiendo alguna intervención de Ciudadanos al respecto. Cualquier iniciativa de cualquiera de ellos sobre el particular suele obtener el respaldo de los demás.
Ese tipo de cuestiones contamina otros debates, como el de la ley de memoria democrática. Ciudadanos, que se dice a favor de las políticas de memoria, votó en contra junto a la derecha con el argumento de que el Gobierno no prohíbe los homenajes a etarras excarcelados.
Los derechos sociales. Aunque Ciudadanos también se acerca a la derecha en sus posiciones sobre economía —la política fiscal en primer lugar—, a la hora de tratar determinadas cuestiones sociales el bloque habitual se rompe. El partido de Inés Arrimadas ha dejado solos a PP y Vox para apoyar la regulación de la eutanasia, los derechos de los transexuales, la ley del no es no, la condena de la homofobia o la reforma de la Constitución para suprimir el término “personas disminuidas”. En ocasiones Ciudadanos y el PNV han ido incluso bastante más lejos que el PSOE. Ocurrió en mayo pasado, cuando ERC defendió una propuesta de ley trans, en plena refriega entre los socios del Gobierno por el asunto, y no prosperó tras una coincidencia de intereses entre PSOE, PP y Vox. Algo parecido volvió a suceder hace tres semanas: una propuesta de Más País para regular el cannabis fue derrotada por otra conjunción de los socialistas con la derecha. Ciudadanos la apoyó con un fervoroso alegato liberal de su diputado Guillermo Díaz. El PNV se abstuvo sin cerrarse a la posible legalización.
Las batallas de Vox. Las guerras culturales por excelencia son las de Vox: contra el “globalismo”, plasmado en la Agenda 2030, un documento que aterra a sus dirigentes; contra el “totalitarismo feminista”, que “criminaliza al hombre”; contra la “invasión de inmigrantes”, que amenaza la genuina cultura española. Son esos momentos en que su portavoz, Iván Espinosa de los Monteros, puede exclamar ufano: “Ya solo queda Vox”. Y efectivamente, nadie le secunda en esos discursos. A veces hasta se lleva grandes reprimendas de Ciudadanos, muy en particular de su diputada Sara Giménez, abogada de asociaciones gitanas. El PP procura no mancharse con ese material inflamable de la extrema derecha, aunque tampoco lo combate. Tras la diatriba de hace un año de Pablo Casado contra Santiago Abascal, la estrategia del PP es de no agresión. Ni siquiera cuando Vox lo aguijonea. Y lo hace a menudo.
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