La derrota de los fulleros
La condena demuestra por tercera vez que los papeles de Bárcenas eran reales y reflejaban la contabilidad b del PP
Desde Buenos Aires, la voz de Cristóbal Páez llega mezclada con la emoción. Dice que nunca olvidará esta fecha. Porque ha salido absuelto en el juicio de los Papeles de Bárcenas y porque su hija pequeña cumple ocho años. En un juicio, en todos los juicios, se mezcla lo puramente formal —los hechos que servirán a los jueces para dictar sentencia— con infinidad de detalles que van dibujando el paisaje humano que rodea el suceso. Cristóbal Páez es un abogado que fue fichado por Luis Bárcenas —por entonces el todopoderoso, solitario y distante tesorero del Partido Popular— para que pusiera orden en la sede de Génova 13 y metiera en cintura a la plantilla. Mal que bien lo fue haciendo hasta que Bárcenas se pone nervioso porque sus chanchullos empiezan a salir en la prensa. Durante su declaración ante el tribunal, Páez cuenta que hay un momento, allá por 2013, en que el tesorero quiere hacerle cómplice de su situación enseñándole sus anotaciones secretas, que él se niega y que empieza a recibir amenazas:
—Me llamó a su despacho y se puso muy violento. Me lanzó un mechero que pude esquivar y me dijo: estás muerto, estás acabado. La verdad es que sentí miedo.
Se puede decir que, durante el juicio, Cristóbal Páez es el único acusado que se defiende sin arrogancia, intentando hacerse creer con más pasión incluso de la que su abogado, Gonzalo Martínez Fresneda, considera prudente. El resto, desde Bárcenas a Gonzalo Urquijo —el dueño de la empresa de arquitectura que reformó la sede y que ya tenía un historial de evasor de impuestos— pasando por los dirigentes del PP llamados como testigos, lo hacen en muchos casos de manera insolente, convencidos de que su ejército de abogados caros y de peritos a sueldo les librarán de una condena. No es así.
Y no es así porque en realidad el Estado no es casi nunca esa cosa oscura y tremebunda que describen separatistas y populistas de uno y otro signo —con la inestimable ayuda del comisario Villarejo—, sino algo mucho más sencillo y más valioso. Es un juez que se llama Pablo Ruz, que investigó sin importarle las consecuencias que ello tendría para su carrera en la Audiencia Nacional; es el inspector de policía Manuel Morocho, que fue más allá de lo que deseaban sus jefes, son las abogadas del Estado Rosa María Seoane y Eva Fernández, quienes durante el juicio rebatieron con eficacia los argumentos de los abogados y peritos de las defensas. Son también los inspectores y las inspectoras de Hacienda que, bajo el anonimato de sus números profesionales, defendieron euro a euro lo que consideraban que Bárcenas, Urquijo y el PP sustrajeron de las arcas del Estado —o sea, del dinero de todos— al pagar las obras con fondos ilegales.
La condena es importante porque deja claro, por tercera vez, que los papeles de Bárcenas son reales y reflejan la contabilidad b del PP, pero también porque demuestra que, pese a las muchas trabas y a sus imperfecciones, el Estado de verdad, el que no se defiende con la banderita en una mano y el dinero negro en la otra, es capaz de derrotar a la arrogancia de los fulleros.
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