“Hoy por ti y mañana por mí. Da igual el color”
Una familia humilde de Arguineguín proporciona comida y ropa y ayuda a construir un hogar a cuatro jóvenes senegaleses que llegaron en cayuco
En casa de Alicia Trujillo Silva, una mujer de 49 años nacida y criada entre las redes del puerto grancanario de Arguineguín, no sobra comida. Ni ropa. Mucho menos dinero. Su marido es un pescador sin faena, una de sus hijas vive de un subsidio de 330 euros por su bebé y ella saca algo cosiendo artes de pescar. “No somos humildes, es que somos pobres. Comemos porque me ayuda la gente del puerto que me da pescado”, ilustra Trujillo. Pero la familia ha visto muy cerca el drama migratorio que se ha vivido en su pueblo, donde se han llegado a hacinar 2.600 migrantes en el muelle y, movida por una empatía arrolladora, se ha empeñado en mejorar la vida de cuatro senegaleses.
Los chicos, de entre 19 y 24 años, estaban acogidos en un hotel del pueblo, pero cuentan que pasaban hambre, que no tenían ropa de abrigo y que arrastraban problemas de convivencia con los marroquíes. Son quejas comunes en algunos de los hoteles que acogen a migrantes en las islas. El grupo decidió marcharse del complejo turístico hace una semana y se quedó en la calle. “Teníamos bastantes problemas en el hotel”, cuenta Mamadou Niang, de 24 años, pescador en la costa de Mbour, uno de los principales puntos de partida de los cayucos desde Senegal. Los cuatro llegaron en octubre a Arguineguín tras siete días en el mar.
“Los conocíamos de verlos por ahí. Al principio, cuando estaban en el hotel, les dábamos ropa y comida, todo lo que les hacía falta, porque no tenían ni desodorante ni champú”, cuenta África, la hija de Trujillo. “Ahora les estamos construyendo un hogar”.
El hogar es una parcela que el vecino de un poblado chabolista les ha cedido y donde la familia de Trujillo ha montado una tienda de campaña, un baño químico, un generador, una toma de electricidad, un hornillo y una ducha artesanal. Hay hasta protectores de bombillas fabricados con garrafas de plástico de cinco litros.
Los Trujillo no están solos, porque a la faena se ha unido una cuadrilla de manitas: su yerno, el músico desempleado Gabriel Santana; su consuegro, Víctor Manuel, un albañil en paro; y su consuegra, el ama de casa Manola Hernández. “Nena, yo soy madre, tengo cuatro hijos y dos nietos, y como madre que soy cuando les veo cómo vienen cambaítos del frío me toca demasiado el corazón”, sentencia Trujillo. “Hoy por ti y mañana por mí. Da igual el color de la piel”, añade la otra matriarca que observa el trajín.
La misión de estas dos familias no sería posible sin la solidaridad de otros trujillo que nutren de comida, ropa y enseres al proyecto vecinal de alimentos de Mogán Nabohjelpen, una organización que atiende a familias locales con necesidades y cada vez más migrantes que, aun estando en los hoteles, dicen no tener mantas, ropa y comida suficientes. De esa organización saca Trujillo todo lo que ella no puede darles. “Yo tengo necesidad y no la pido para mí, la pido para que ellos coman. Son personas que lo necesitan. Su familia, que no me conoce de nada, me ha llamado agradeciéndome. Si ves el poblado donde vivían se te cae el alma a los pies”, dice ya con los ojos húmedos.
Solo dos de los chicos hablan francés, los otros apenas wolof, y es una experiencia reveladora verlos a todos comunicarse y entenderse. Ni siquiera el traductor de Google tiene el wolof entre más de 100 idiomas, pero África ya se ha apañado para bajarse una aplicación que traduce el idioma materno de los chavales. “Estamos muy contentos”, celebra Niang. “Con ellos cerca, sé que estaremos bien”.
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