El regalo envenenado del barrio de Salamanca a Pedro Sánchez
La ‘revolución’ del Madrid rico: los vecinos despedían bailando al DJ del barrio y acabaron extendiendo una protesta callejera contra el Gobierno
El marqués de Salamanca, José de Salamanca y Mayol (Málaga, 1811-Madrid,1883), murió dos veces. La primera durante una epidemia de peste a los 23 años; fue amortajado y velado durante toda la noche hasta que abrió los ojos, se sentó en la cama y empezó a hablar con su criado, que salió de la casa a gritos. Lo contó en el diario Sur la periodista Ana Pérez-Bryan. Salamanca había sido víctima de una catalepsia. Tras el pequeño contratiempo de su muerte, el noble continuó una carrera que lo llevó a ser ministro e influyente protagonista de la vida económica y política española. “Es muy salao”, le decía el general Narváez. No tanto por gracioso sino porque el marqués se había hecho multimillonario con el monopolio de la sal en España. Entre negocios, causas y romances imposibles (estuvo enamorado de la liberal Mariana Pineda, condenada a muerte), pronunció una frase que marcó la historia de Madrid: “La ciudad se está quedando chica, voy a construir el más cómodo, higiénico y elegante de los barrios”. Compró terrenos y empezó a levantar el barrio de Salamanca, la conocida hoy como milla de oro de la capital de España, donde, además de darle nombre al distrito, tiene plaza y estatua. Su amigo Alejandro Dumas le dijo una vez que, de haberlo conocido antes, le hubiese inspirado mejor al conde de Montecristo.
Hubo un tiempo, hace más de un siglo, en el que las calles del barrio de Salamanca dialogaban entre ellas. Los nombres de las calles, más bien. Hoy se pretende una nueva comunicación, inédita por las rentas privilegiadas que pueblan la zona, como forma de protesta contra el Gobierno socialista. Mediante cacerolas, en la calle y en las casas, cada vez más vecinos empujan a los demás para pedir el final del desconfinamiento provocado por la pandemia, la dimisión del Gobierno y la llegada de “la libertad”. Todo ello, apelotonados y envueltos en banderas de España en una calle estrecha, Núñez de Balboa, con el virus corriendo libre por Madrid y la ciudad bajo extraordinarias medidas de seguridad.
El origen fue un regalo. El 14 de marzo, un chico de 20 años llamado Diego Gil-Casares salió al balcón de su ático en Núñez de Balboa y puso a todo volumen el himno de España entre vítores de los vecinos. 47 millones de españoles empezaban ese día un encierro sin precedentes mientras una bomba vírica desbordaba las UCI y los cementerios del país; el Gobierno había decretado el estado de alarma. “Me sumo a la lucha de España por vencer al coronavirus”, escribió Gil-Casares en sus redes sociales adjuntando vídeos del momento, grabados por él y por sus vecinos, “en apoyo a todos los servicios sanitarios”.
Fue el inicio de una larga fiesta que se prolongó todos los días del confinamiento después del aplauso de las ocho de la tarde, y que se mantuvo en los días en los que, a medida que se caldeaban los ánimos, se organizaba una cacerolada contra el Gobierno. Al himno le sucedían canciones de baile que algunos vecinos acompañaban desde sus balcones y ventanas con las luces de sus teléfonos móviles; las sesiones solían terminar con el Nessun dorma de Pavarotti. Un día la música iba dedicada a los sanitarios, otro día a las trabajadoras del Alcampo que está situado en la calle.
“Todas las tardes tenía un recuerdo para los que, durante la pandemia, estaban dando el callo”, dice Elena, nombre supuesto, alto cargo de una multinacional y vecina del mismo edificio que Diego, al que iban dejándole notas vecinos de otros inmuebles. “Muchas gracias al vecino del ático, tenemos micrófono si quieres, ánimo. Somos los del primero del bloque 52”, decía una de las notas que publicó el programa Fin de semana de la Cope, de Cristina López-Schlichting, donde se hicieron eco de la iniciativa del joven.
Adiós con música y baile
El pasado fin de semana, Gilca anunció que se ‘retiraba’. Gilca, abreviatura de Gil-Casares, es como le llaman sus amigos y también su nombre como DJ; pincha en la discoteca Barceló y celebraciones privadas de la alta sociedad (bodas, puestas de largo). Casi dos meses después de sacar los bafles al balcón, este madrileño anunció que no podría seguir poniendo música por la cercanía de los exámenes. Y sus vecinos se pusieron de acuerdo para hacerle un regalo que terminó envenenándose hasta poner rumbo a La Moncloa.
Con las innumerables fotos hechas esos días del DJ, los vecinos encargaron un álbum y el domingo, último día en que Diego ponía música, una delegación bajó a la calle para entregárselo y, frente a la fachada, ponerse a bailar. La música, a todo volumen, atronaba en la calle, y bajó más gente a la carretera. “Unas 80 personas”, dice Elena. “A mí me dijeron que no había más de 30, pero yo no estaba”, dice Joaquín Ariza Robles, un vecino de otra manzana. “Había aproximadamente 100 allí bailando bajo un balcón en el que se ponía música a todo volumen”, dicen fuentes policiales a EL PAÍS. “Sin consignas políticas ni distintivos de ningún partido. Lo que hicimos fue disolverlos y pedir a varias personas que se identificasen”, explica un portavoz de los agentes.
Uno de los testigos dice que aparecieron ocho o nueve coches de la Policía Nacional y un furgón, y bajaron entre 15 y 20 policías. “Qué somos, ¿la kale borroka?”, les espetaron. Pronto empezaron a circular whatsapps de un piso a otro: Pedro Sánchez enviaba a la policía a reprimir a sus adversarios ideológicos del barrio de Salamanca. Las cacerolas empezaron a atronar en los balcones y ventanas de Núñez de Balboa, tramo entre Ayala y Ramón de la Cruz, una zona concreta en la que conviven apellidos como Milans del Bosch, Armada o Queipo de Llano y familias vinculadas históricamente a las élites económicas y relacionadas con el Opus Dei. Votantes en su abrumadora mayoría de PP y Vox. Gritos de “libertad, libertad” para que en Madrid se termine el confinamiento y se puedan abrir los negocios pese a las recomendaciones sanitarias, y cánticos de “Gobierno dimisión”.
”Yo bajé a la farmacia”, explica Joaquín Ariza Robles, prejubilado de banca de 59 años, “y cuando pasé por allí ya no había gente en la calle pero sí mucha policía, y algunos vecinos protestando. Estoy muy caliente con lo que está pasando, así que me sumé, levanté los brazos y grité ‘Gobierno, dimisión’. Entonces se acercó un policía y se puso los guantes, que hasta parecía que me iba a meter una hostia”. No fue así. “Fueron muy educados”, aclara, “no hubo nada de violencia. Me pidieron la identificación y ya está. Que también, ni una multa en toda mi vida y ahora esto”.
Ese domingo se prendió una mecha contra el Gobierno que llevaba incubándose desde hacía semanas. Inevitable por la sociología de una calle en la que vive el 1% más rico de España con una renta por hogar de 50.376 euros. Las protestas se han sucedido todos los días de la semana con más gente y en más lugares de Madrid.
El jueves en la calle Núñez de Balboa el paisaje era pintoresco. La policía se limitaba a prohibir de vez en cuando que la gente se quedase quieta, así que se improvisaban pequeñas marchas de personas tocando la cacerola y tratando de mantener la distancia de seguridad, algo que se olvidaba rápidamente. Una vecina ponía desde su balcón el móvil junto a un altavoz y la gente que pasaba por allí le daba las gracias, otros ondeaban banderas. Carteles de “queremos fase 1”, un grito solitario de “abajo los comunistas”, un runner subiendo Castelló, la calle paralela a Núñez de Balboa, con ropa deportiva, auriculares, mascarilla y, a modo de dorsal, un peto con lema: “Sánchez dimisión”. La sensación de irrealidad era abortada rápidamente por una certeza familiar: el centralismo español, las inquietudes de unas cuantas decenas de personas en una manzana concreta de una calle de un barrio de Madrid marcando la agenda mediática nacional.
Joaquín Ariza Robles es una de las figuras más visibles de las concentraciones. Su abuelo, Francisco Ariza, padre de su padre, murió fusilado, cuenta, “por orden de Santiago Carrillo”. Cuarenta años después al hijo del tiroteado, Joaquín Ariza, le tocó, como asesor de Adolfo Suárez, recibir a Carrillo en La Moncloa y hacer tiempo con él hasta que lo pudiese recibir Suárez. Lo contó en El Español. Tras irse Carrillo, Ariza le enseñó una foto a Suárez: “Este es mi padre, fusilado en las ta
pias de La Almudena por Santiago Carrillo. Ha sido un honor estar con él y servirte a ti, presidente”. “Lo que debería ser España”, dice su nieto al teléfono.
Ariza, un hombre afable que se muestra durísimo con un Gobierno “de ruina y muerte”, está en el centro de las protestas del barrio de Salamanca. ¿No es una irresponsabilidad, no es insolidario? “Salimos con mascarilla, pedimos dos metros de distancia y estamos circulando todo el rato. Se pueden hacer las cosas bien. Yo cumplo todas las normas y pido a los demás que lo hagan”. ¿Qué le dice a la gente que les echa de menos en otras protestas y les reprochan que solo salen cuando hay que estar encerrados? “Yo asumo que vivo en un mundo en el que hay injusticias cada día. Que hay hambre, pobreza, machismo, pero llego a lo que llego. Lo que me toca de cerca es esto, defender a mi país ahora y hacerlo así”.
Mientras haya champán
Al marqués de Salamanca, José Salamanca y Mayol, lo arruinó su barrio. Las inversiones fueron tantas que poco a poco empezó a hundirse económicamente hasta desposeerse de propiedades muy valiosas y terminar muriendo antes de la ruina total, otra vez acompañado de un sirviente, en su palacio de Carabanchel Bajo, Madrid.
El marquesado de Salamanca está hoy en manos de Olavo Egydio Monteiro de Carvalho y Salamanca, un empresario brasileño de 78 años afincado en Río de Janeiro con el que ha intentado contactar este periódico sin éxito. Monteiro de Carvalho ha sido protagonista de grandes capítulos de la vida social carioca. En una de sus fiestas en los años noventa Mick Jagger conoció a la modelo Lucía Giménez, madre de uno de los hijos de la estrella de los Stones. El gran cronista de la jet-set de ese país, Zózimo Barrozo do Amaral, relató otras historias luego recopiladas en unas memorias de título pintiparado para las actuales revueltas: Mientras haya champán, hay esperanza.
Desde el domingo 10 de mayo en la calle Núñez de Balboa de Madrid, cuando Diego Gilca colgó los bafles y anunció que necesitaba tiempo para concentrarse y estudiar, todos los días debajo de su casa se amontonan decenas de personas tocando cacerolas y gritando consignas mientras la policía hace sonar las sirenas de sus coches y pide a los manifestantes que mantengan la distancia de seguridad.
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