¿Cómo se diseña la alegría? Yinka Ilori tiene una receta
Visitamos al creador nigeriano-británico en su estudio londinense. Su obra, teñida del orgullo de sus orígenes africanos, es un canto a la igualdad y la felicidad y contra el absurdo y vertiginoso ritmo de hoy


AYinka Ilori (Londres, 38 años) le bautizó alguien una vez como “el arquitecto de la alegría”, y no hay que discurrir demasiado para entender que se trata de una descripción certera. Park Royal es un polígono industrial en el noroeste de Londres, cerca del barrio de Acton. Es un laberinto feo y desangelado de almacenes al por mayor, talleres mecánicos y distribuidores alimentarios. El diseñador de ascendencia nigeriana escogió este lugar para instalar su estudio. El 17-19 de Sunbeam Road.
Al cruzar la puerta, la tristeza desaparece al instante. Los colores rosa, amarillo, naranja y azul, aquellos con los que la madre de Ilori inundó de elegancia y brillo una infancia en un barrio pobre de viviendas sociales, transforman en un remanso de optimismo el taller del artista.

“Hasta entonces, yo me sentía algo avergonzado de mi cultura, porque la sociedad no la celebraba del modo adecuado. Mi generación no se sentía orgullosa de ser africana. No te sentías orgulloso de proclamar que eras nigeriano. Nos asociaban, en la televisión o en los espacios públicos, con la pobreza, la corrupción o la delincuencia”, recuerda Ilori mientras su cuerpo grande y fuerte se va acomodando, casi derritiéndose, en un confortable sofá de dos plazas con un estampado que proclama África a gritos. “Sin embargo, a mis padres no les importaba una mierda todo eso. Para ellos, Nigeria era el mejor país del mundo. Y los veías vestir estas telas fabulosas cualquier día de la semana. En una urbanización como la mía, de arquitectura brutalista, cada vez que mis padres salían por la puerta la luz brillaba sobre ellos, por el modo en que vestían. Era algo angelical, casi mágico. Y la gente se sentía atraída. Tenían cuatro o cinco empleos a la vez, pero gastaban su dinero en tener buena imagen”, recuerda.
El diseñador británico-nigeriano recibe encargos de las principales capitales del mundo. Londres se inundó de sus colores optimistas durante la pandemia. Yinka Ilori quiere experimentar con todo y cualquier propuesta es bienvenida. Ha creado una línea de artefactos domésticos, desde pomos de puerta a útiles de cocina, cuyas formas delatan de inmediato la mano del artista. Ha puesto en pie proyectos temporales y también permanentes en los rincones más inesperados de las grandes ciudades, y ha colaborado con marcas icónicas para los jóvenes negros de su generación, como Adidas o The North Face.

Su pasión, sin embargo, es la construcción de comunidad. Le viene de una infancia en la que 60 familias compartían un parque infantil callejero, el que había cerca de su modesta casa en Essex Road, en el londinense barrio de Islington. A pesar del deplorable estado de la zona y del índice de criminalidad, el artista se llevó consigo la felicidad de tener cada día 60 padres, 60 madres o 60 tías. “En un parque infantil de barrio todo queda neutralizado. No me importa el auto que conduzcas, ni la casa que tengas, o el dinero que haya en tu cuenta corriente. Somos todos iguales. Allí aprendí el valor de la comunidad y de los juegos. Allí descubrí el mundo, aprendí a interactuar con otras personas, a apreciar sus ideas. Ese parque, para mí, a pesar de estar en una zona pobre y con mucha delincuencia, era oro”.
En el parque Parsloes, en el condado de Barking & Dagenham, al este de Londres, resalta como un lugar mágico e hipnótico para los niños la instalación llamada The Flamboyance of Flamingos (la extravagancia de los flamencos). La forma de estas aves seductoras, con su tono rosa brillante, construye columpios, toboganes, norias y bancos irresistibles que invitan a jugar en ellos. Para Ilori, que culminó el proyecto en 2022, ese tipo de huella alegre es la que motiva su deseo de trabajar en espacios públicos.

Sus padres formaban parte de la última gran ola de inmigración del siglo XX en el Reino Unido, que incorporó a la isla toda una población africana de antiguas colonias. Nigeria, Ghana, Uganda, Sierra Leona o Somalia. Gentes trabajadoras y orgullosas de sus orígenes, dispuestas a partirse el espinazo para que sus hijos tuvieran lo mejor del nuevo mundo, pero sin renunciar un ápice a las tradiciones y el espíritu de lo que habían dejado atrás.
“Del modo en que me criaron, era importante cómo vestías, cómo llevabas la barba o el pelo, las cejas, los dientes, la crema que usabas para la piel. Tu aspecto tenía que ser inmaculado, porque eso era lo único que mis padres no toleraban. Que alguien les dijera que sus hijos estaban sucios. Por eso trabajaron duro, para que tuviéramos el mejor aspecto posible en cualquier situación. Y eso es algo que se quedó conmigo y con mi trabajo. Forma parte de mi universo. Uso los tejidos y los estampados como un modo de comunicar orgullo y bienestar económico. Como una carta de presentación personal. Para mí, la mejor parte de ser nigeriano es que voy sin complejos a la hora de plantear mi narrativa o mi diseño”, cuenta.
Ha aparecido a la cita con una vestimenta cómoda de tonos pastel. Pantalones de chándal holgados, de un suave algodón rosa; zapatillas de deporte blancas; una camiseta y una gorra. El estilo es el color y la alegría. Viene con hambre y abre una caja en la que hay dos tostadas de aguacate y huevos benedictinos. Parecería que de inmediato va a comenzar a engullir su desayuno, que va a dar cuenta de él en pocos segundos. Pero puede más el entusiasmo por contar su trabajo, el proceso creativo que aborda cada mañana o las cosas que le inspiran a la hora de emprender nuevos proyectos. Las tostadas permanecen abandonadas en la mesa mientras Ilori saca su teléfono móvil y comienza a mostrar las fotos y vídeos de todas sus obras recientes.
Sus padres aspiraban a que se convirtiera en un gran ingeniero, pero fueron más fuertes las ganas de expresar su propio mundo. Estudió Arte y Diseño en la London Metropolitan University, en la especialización de Diseño de Muebles y Productos. Su primer proyecto personal, transformando muebles viejos de segunda mano en el patio trasero de la vivienda familiar, obtuvo financiación del fondo que la familia real destina a niños en situación vulnerable: The Prince’s Trust. Fueron 3.500 libras esterlinas. Unos 4.000 euros. La influencia de su madre, y de las visitas que de pequeño hizo a Nigeria, se notó de inmediato en los colores y tapicería de aquellos primeros artefactos.




Ilori no reniega de su condición de ciudadano del Reino Unido. De hecho, sabe que le permite vestir sin problemas una doble personalidad. Ir por el mundo con la sonrisa por delante y decir las cosas como las percibe realmente —el lado nigeriano—, y entender a la vez que, de vez en cuando, es necesario saber mantener discretas tus cartas. Forma parte de una nueva generación de británicos que ya no intenta asimilarse del todo a la cultura de la isla, sino crear otra nueva más rica e integradora.
“Soy británico. Tengo un pasaporte británico y un pasaporte de Nigeria. Mis recuerdos y experiencias más importantes han tenido lugar en Londres, en el Reino Unido. Esta es mi casa, mi primera casa. Mis padres eran inmigrantes nigerianos que llegaron a Londres a finales de la década de los ochenta, en busca de una vida mejor para mí y para mis hermanos. Ellos tenían ya una vida agradable en Nigeria, pero si quieres formar una familia tienes que convertirla en tu prioridad. Y dar a tus hijos las mejores oportunidades posibles”, defiende.
Ha sufrido el racismo. Y la intolerancia. Está informado y conoce la realidad del mundo. Pero el “arquitecto de la felicidad” solo toma partido por los débiles, no por los bandos que medran a su costa. “Me preocupa la paz en el mundo. Al final, lo que vemos son niños muriendo de hambre o con sus brazos o piernas mutiladas. Eso es lo que me preocupa realmente, la gente inocente que ha perdido sus vidas, sus familias, sus hogares. Cuando ves las noticias en televisión, o cuando te informas por las redes sociales, ves un mundo deprimente”, dice.
Él se ha expresado públicamente sobre el racismo. Por ejemplo, su pabellón Reflection in Numbers de Berlín es una llamada directa a las conciencias, frente al abuso racial en el mundo del deporte. Se trata de una estructura circular con múltiples espejos orientados hacia el epicentro, para experimentar la sensación de sentirse observado y juzgado por multitud de miradas.

“Sufres el racismo incluso en las instituciones, en el arte, en el diseño, en la arquitectura, en la música. No puedes negar que existe. Lo experimentas constantemente, incluso cuando viajas a diferentes países y debes pasar controles fronterizos. Yo conozco mis derechos, y sé cómo manejarme. Pero es importante que use la plataforma de que dispongo para abordar estas cuestiones como el racismo, la opresión o la guerra. Mi principal misión, hoy, es impulsar un sentimiento de alegría y optimismo”, proclama.
En la cocina común de su estudio, donde también debate ideas y proyectos con sus colaboradores, una frase en letras rosas dibujada en la pared afirma Love Always Wins (el amor siempre vence). Es la réplica de la misma frase que corona el enorme mural colorido que el distrito de Harrow Council, en Londres, encargó al artista. La capital británica está plagada de sus frases, que no son más que la moraleja de las parábolas con las que sus padres intentaron transmitirle un código ético y moral para circular por la vida.
“No nos gritaban mucho. Simplemente nos soltaban una parábola. Como aquella vez en la que presté mi pase universitario a un amigo y la dirección del centro llamó a mi padre para comunicarle mi suspensión temporal. Tuvo que abandonar su puesto de trabajo y presentarse allí. Creí que me iba a matar al llegar a casa. En vez de eso, me contó la historia de un chaval desobediente, con la conclusión de que aquello que hagas a tus padres, tus hijos te lo harán diez veces más a ti. Se te queda grabado, porque las parábolas te hacen pensar sobre el amor, la esperanza o tu propia comunidad. Es aquello de ‘si quieres ir rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado”, explica Ilori.

Su colección If Chairs Could Talk (si las sillas pudieran hablar), un conjunto de sillas desvencijadas transformadas en seductores objetos de arte, se basa en la parábola que concluye que “por muy largo que sea el cuello de una jirafa, no sirve para ver el futuro”. Y reclama a las personas que no juzguen a los demás por sus circunstancias actuales. Varias de esas sillas decoran el estudio de Ilori, y recuerdan que este gigante del diseño y el arte contemporáneo, gigante físico y gigante artístico, ya ha sido capaz de vislumbrar con sus creaciones un futuro integrador y multicultural, en el que lo importante es recuperar sin complejos lo mejor de la herencia de cada uno para construir alegría.
“Vivimos en un entorno con un ritmo endiablado. Nos olvidamos de que necesitamos la alegría. De que la alegría es como una medicina. Con un dolor de cabeza, tomas paracetamol. Cuando tienes sed, bebes agua. Yo creo que también hay una medicina de la alegría, y que la gente quiere comprarla”, dice, acompañado de una sonrisa y de un abrazo de despedida.
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