Elio Fiorucci, la enseña de la vanguardia de la moda que orquestó imágenes icónicas
Fue el rey del desacato creativo en los 70 y 80. Ahora sus nuevos dueños quieren reanimar la marca
Suena un despertador. El crepitar de una radio navegando entre frecuencias. La voz de una mujer hablando del descubrimiento de agua en Marte, la vida más allá de los confines de la Tierra. Se encienden las luces y aparece la primera modelo: despeinada, recién salida de la cama, lleva un camisón blanco con dos querubines y un bolso con forma de nube de azúcar. “Quería hablar del sueño, del despertar, y que no faltase la ironía”, dice Francesca Murri. Todo en el desfile de primavera-verano 2025 de Fiorucci era deliberado. No es la primera colección de la enseña bajo la nueva dirección, con Murri —que venía de curtirse en Gucci, Etro y Ferragamo— en el flanco creativo y Alessandro Pisani —exdirectivo de Diesel— en el ejecutivo. Pero sí la primera que sube a una pasarela, rubricando la vuelta de la emblemática casa italiana en el calendario oficial de la Semana de la Moda de Milán. Y del espacio en la Trienal a los pendientes con forma de pecera se advertía una intención. “Es un manifiesto”, espeta la diseñadora. El 1967 grabado en las camisetas conmemoraba el año que abrió la primera tienda. Los zapatos revisitaban aquellos primeros diseños de goma, obra de un jovencísimo Manolo Blahnik. Hasta los labios de las modelos, pintados con corazones como los de la caprichosa reina de Carroll, honraban la actitud traviesa y altamente irreverente que hizo grande el nombre de Fiorucci. “Todo lo que hagamos tiene que ser auténtico”.
En el tono de la italiana se adivina el vértigo. Sabe que la tarea por delante es osada, y no tiene garantías: resucitar una firma grabada en el imaginario colectivo como el pináculo de la moda italiana moderna no es fácil. Menos cuando la envuelve la gesta de un creador a quien Vivienne Westwood refirió como el mentor de una generación. La lista de intentos es larga. Vionnet. Rochas. Rykiel. Poiret. Halston. La de éxitos, no tanto. Incluso sobre los que consiguen salir adelante siempre hay quien imputa los cargos de continuismo anacrónico o rupturismo gratuito. Al parecer hay dos maneras de restituir una casa de moda, y ninguna es la correcta.
Despertar una marca de un coma inducido es el equivalente empresarial a encontrar vida en Marte. Y esta no es la primera vez que intentan reanimar el nombre de Fiorucci. Este 2025 hará 65 años del nacimiento de la enseña, 58 de la apertura de la primera tienda, 10 de la muerte de Elio y 3 desde que Dona Bertarelli —la inversora y filántropa, heredera del emporio farmacéutico Serono y una de las mayores fortunas de Suiza— se hizo con la enseña y sus archivos. Antes que ella estuvo en manos de un productor nipón de vaqueros, y de Stephen y Janie Schaffer después. Ella, conocida como la reina de las bragas, creó Knickerbox en los noventa y ahora está detrás de la redención de Victoria’s Secret. Él, incluso tras divorciarse en 2006, ha sido su fiel compinche mercantil. Los Bonnie and Clyde de la lencería, los llamaban. Compraron la marca en 2015, llevaron la sede a Londres y abrieron una tienda de tres pisos en la calle Brewer. No escatimaron en fastos: pusieron a Georgia May Jagger en la campaña, ficharon a Daniel Fletcher para espolear la línea de hombre y lanzaron una antología con Rizzoli. Sofia Coppola escribió el prólogo. No bastó.
“No quiero juzgar la gestión anterior”, aplaca Pisani, “pero puedo decir que lo que tenemos en mente es menos superficial”. Bajo los mandos de los Schaffer hubo logros: una red comercial con 80 puntos de venta y un pico de anemoia posmilenial que se tradujo en cuantiosas ventas de camisetas. “Pero ahora necesitamos elevar la marca”. Enfila el segmento de la alta gama asequible: ese dulce espacio entre un lujo que ha perdido la cabeza con los precios y un mass market dominado por gigantes contra los que no se puede competir. En la hoja de ruta están las colaboraciones interdisciplinares, un enfoque más inclinado al diseño que al merchandising, y volver al hecho en Italia. El quid: armar una narrativa que sea a la vez coherente con el legado y pertinente con el ahora.
“Los mismos principios, con un planteamiento contemporáneo”, sostiene Murri. Viniendo de capitanear los departamentos de accesorios de grandes casas —el flotador del lujo: los bolsos suponen hasta el 45 % de las ventas—, entiende que el producto es fundamental. Pero también que hay que ir más allá. Y más en una casa como Fiorucci, que inventó el marketing experiencial. Vendía perfumes, revistas y todo tipo de parafernalia. Diseños de creadores en ciernes como Anna Sui y Betsey Johnson. Había un restaurante donde despachaban hamburguesas en platos de Richard Ginori hasta las dos de la madrugada. Eventos y performances. Las fiestas eran prodigiosas. Invitó a Keith Haring a intervenir la fachada —dos días le llevó cubrirla— y la televisión nacional cubrió la noticia. En la boutique de Nueva York, a cinco manzanas de donde poco después abriría Studio 54, Andy Warhol lanzó su Interview y Madonna se dio a conocer. Maripol era la mánager. Elizabeth Taylor, Divine, Jackie O y la reina Sofía, clientes habituales. Joey Arias, que entonces trabajaba como dependiente, relata cada vez que puede que Lauren Bacall fue a comprar y, a falta de mejor receptáculo, usó su mano como cenicero. “Si piensas en el Fiorucci de ayer, todo giraba en torno al universo que Elio creó”, dice Alessandro Pisani. Fue la primera marca de moda en firmar una licencia de gafas y un acuerdo con Disney. Editaba su propio fanzine. “La oportunidad con Fiorucci es que puedes vender un montón de contenidos. Pero corres el riesgo de que el mensaje se diluya”.
¿Se preguntan qué habría hecho Elio? “Por supuesto, y es un problema”, dice Murri. ¿Por qué? “Porque no soy Elio”. Tampoco son los setenta. Acuartelarse en el pasado sería traicionar la idiosincrasia del creador. Hablamos del hombre a quien Gillo Dorfles describió como “el Duchamp de la moda”. El rebelde original. Un pionero en el arte de diluir la línea entre vestimenta, arte, diseño y cultura social. La historia le da las coordenadas, no un vademécum que seguir a pies juntillas. “Estudiamos los archivos para identificar los valores que queríamos recocinar. No me interesan los iconos, pero sí qué los hacía tan elocuentes”, dice Pisani. “Se trata de ser culturalmente relevantes hoy. Y creo que la clave está en ese choque entre lo mundano y lo trascendental. Entre un bolso con forma de marshmallow y una colaboración con un artista”. De lo primero ya se han encargado: su bolso Mella es un éxito. Para lo segundo han creado Casa Fiorucci —aunque el nombre es provisional—: un espacio de 700 metros cuadrados junto a sus oficinas, en Sarpi, el Chinatown milanés, que albergará exposiciones, eventos, conciertos, charlas. “Nos gusta la idea de crear este sistema abierto. Una galaxia de colaboraciones que añadan piezas a la narrativa”. El laboratorio de ideas al que Douglas Coupland se refería cuando hablaba de Fiorucci en los ochenta. Una revolución como la que perpetró Elio entonces hoy se antoja imposible. “Pero sí podemos estimular una reflexión”, defiende Murri. “Francesca venía de trabajar en grandes firmas. Yo estaba llevando un negocio de un billón. Si Dona Bertarelli se metió aquí tampoco fue para amasar fortuna”, dice Pisano. “Lo hicimos porque creemos en lo que esta marca puede volver a representar social y culturalmente: una plataforma para la expresión, un espacio para la positividad, una alternativa en esta permacrisis. Fiorucci siempre debería hacerte sonreír”.
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