Contra el estigma del aborto
El 3 de octubre de 1976, ‘El País Semanal’ publicaba en su primer número un gran reportaje sobre las españolas que viajaban a Londres para interrumpir su embarazo. Lo hacían en secreto. Y regresaban en silencio. 45 años después, entre avances y retrocesos legales, el aborto sigue siendo uno de los derechos más frágiles y amenazados del mundo. Mujeres de seis países con situaciones muy diferentes cuentan sus experiencias
Contra el estigma del aborto
ir al contenidoEl día que Alba Lorena perdió a su bebé estaba embarazada de cinco meses. Fue un aborto espontáneo, pero la ley es tan restrictiva en El Salvador que fue condenada a 30 años de prisión por “homicidio agravado”. El suyo no es un caso aislado. Según los Juzgados de Paz del país, entre 1998 y 2019 un total de 181 mujeres fueron procesadas por abortos o emergencias obstétricas que provocaron muerte o riesgo de muerte al feto. En El Salvador, uno de los países con leyes más duras del mundo junto con Nicaragua, República Dominicana o Malta, abortar es ilegal en todos los supuestos, incluso en el caso de riesgo de vida para la madre. Y la única salida para mujeres que desean interrumpir un embarazo es la clandestinidad. Cada año tienen lugar en torno a 25 millones de abortos inseguros en el mundo, según cálculos de la Organización Mundial de la Salud, y al menos 22.000 mujeres y jóvenes mueren por ello. El 97% corresponde al sudeste asiático, Latinoamérica y África, donde en muchos casos, al margen de las legislaciones, resulta inaccesible para la mayoría.
En las antípodas del mapa mundial del aborto se encuentra China. Con la política del hijo único, vigente desde 1979 hasta 2016, era el Estado el que forzaba a muchas mujeres a abortar en contra de su voluntad. Xu, comadrona y madre de una hija, interrumpió su segundo embarazo por miedo a perder el trabajo. “La ley era la ley: un solo hijo. No había más vuelta de hoja”, sentencia. Esa institucionalización del aborto ha diluido las barreras éticas que tanto debate despiertan en torno a esta práctica en el resto del mundo. Allí cada año interrumpen su embarazo 28 mujeres por millar; más del doble que en Estados Unidos o España, donde la tasa de aborto es inferior a 11 por cada 1.000. No ha sido raro en el gigante asiático, ni siquiera recientemente, ver anuncios por la calle donde mujeres sonrientes muestran el procedimiento como algo glamuroso, no muy diferente a hacerse las uñas. Ahora, ante el problema de una población altamente envejecida, el Gobierno plantea en un documento oficial limitar las interrupciones voluntarias. Los movimientos feministas chinos temen que se convierta en una herramienta del Estado para controlar la natalidad.
En la mayoría de los países no desarrollados existe una brecha entre la legalidad y el acceso. Diolinda Macunha (Mozambique, 21 años) ni siquiera sabía que desde 2014 el aborto era un derecho en su país cuando se quedó embarazada con 18. Quería interrumpir su embarazo, pero no lo contó en su entorno para que no la juzgasen. Recurrió a su vecina Amalia, consejera de Médicos Sin Fronteras. En muchos países no desarrollados, independientemente de su marco legal, son las ONG las que asumen gran parte de las interrupciones. Es eso, o recurrir a peligrosos y no siempre efectivos métodos caseros. África subsahariana tiene la mayor tasa de abortos no seguros (77%), de acuerdo con datos del Instituto Guttmacher de 2021, a partir de estadísticas recabadas entre 2010 y 2014, muy por encima de la media global para ese mismo periodo (44%). Y el riesgo de morir por ellos es más elevado en este contiente que en el resto, según la OMS.
“Desde nuestra experiencia, lo que es seguro es que las mujeres no van a dejar de abortar”, remarca Estefanny Molina, abogada de Women’s Link que ha litigado varios casos de aborto tanto en España como América Latina y el este de África. “Por eso legalizarlo, al menos en algunas de sus causales, es el primer gran paso”. En los últimos 25 años 47 países han modificado sus legislaciones para posibilitar un mayor acceso al aborto. Unos lo hacen despenalizando supuestos concretos, como la violación, y otros con leyes de plazos que establecen hasta qué semana está permitido. El último territorio en hacerlo fue Gibraltar, el pasado mes de junio, y Latinoamérica está siendo el gran foco en los avances. En un lustro Chile y Ecuador han despenalizado algunas causas y Argentina y su ley de plazos aprobada en diciembre de 2020 sentó el precedente a seguir por los movimientos feministas del subcontinente. Así, el 7 de septiembre la Suprema Corte de México dio un paso histórico y declaró inconstitucional sancionar a una mujer por interrumpir el embarazo. La nueva ley pilló a Amanda, de 22 años, en pleno procesamiento judicial. Aunque hay Estados mexicanos como Oaxaca donde se permite el aborto libre desde 2019, en otros como Guanajuato, donde vive Amanda, está prohibido. A principios de año consiguió de forma clandestina las pastillas para abortar en casa. El proceso se complicó y acabó en urgencias. El personal sanitario la denunció y ahora espera que la nueva ley la absuelva. “Pero la despenalización no garantiza un acceso efectivo”, insiste Estefanny Molina. “Ese es el segundo gran reto que afrontan ahora estos territorios”. Y más allá de la ley, Amanda siente el peso del estigma. Porque a las mujeres de casi todo el planeta, sin distinción por su cultura o religión, se les ha asignado el rol único de ser madres, y todo lo que atenta contra ello “está mal”, explica Molina.
Incluso en España, con una de las leyes de plazos más avanzadas del mundo desde 2010, queda pendiente derribar el estigma. Las derivaciones a clínicas privadas donde manifestantes provida reciben a las mujeres y los desplazamientos interterritoriales a consecuencia de una objeción de conciencia masiva hace que muchas, como Selene o Antonia, tengan que desplazarse a otras regiones para ejercer su derecho. A ninguna le explicaron por qué. “Sientes como si fueras a cometer un delito”, coinciden. Aunque es legal y gratuito y el Gobierno está preparando una modificación de la ley para terminar con esas barreras, el derecho al aborto está constantemente amenazado y cuestionado. Vox lleva en su programa electoral “la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural” y el PP manifestó recientemente su intención de derogar la ley actual.
En territorios como Texas (Estados Unidos) ese retroceso es ya una realidad. Desde el 1 de septiembre está prohibido abortar tras las primeras seis semanas de embarazo en todos los supuestos, un periodo muy corto en el que muchas mujeres aún no saben que están embarazadas. Autumn Holcomb abortó allí hace dos décadas, haciendo uso de un derecho que el Tribunal Supremo reconoce en el país desde 1973. “Temo lo que se avecina”, dice entre lágrimas. También el pasado enero el Gobierno de Polonia, dirigido por el partido ultraconservador Ley y Justicia, volvió a ilegalizarlo tras apenas dos años de despenalización. Un paso atrás que desde Europa —donde solo era ilegal en San Marino, Malta y Andorra— miran con preocupación.
La lucha de Selene, Antonia, Xu, Amanda, Autumn, Alba y Diolinda es la misma. La del derecho a decidir, a ejercer de forma libre y gratuita ese derecho y terminar con el discurso hegemónico y paternalista que se intenta imponer a las mujeres. Alzan la voz y comparten sus vivencias para romper uno de los tabús más extendidos del planeta. Y derribar el estigma sempiterno del aborto.
El Salvador
Donde perder un embarazo cuesta 30 años de cárcel
POR CARMEN VALERIA ESCOBAR
El 24 de diciembre de 2009 Alba Rodríguez iba a dar sepultura al bebé que había parido unas horas antes en su casa. Pero no llegó a hacerlo. Se estaba bañando cuando la policía llamó a su puerta. “Me leyeron un papel que decía que estaba detenida por el delito de homicidio agravado de mi propio hijo”, recuerda.
Su pesadilla había comenzado el día antes, mientras hacía las compras para la cena de Navidad. Desde que tomó el bus comenzó a sentir dolores en el vientre y mientras caminaba entre los puestos empezó a sangrar. Tenía cinco meses de embarazo e inmediatamente fue a su casa. En cuestión de minutos los dolores se volvieron insoportables. “¡Llamá a la vecina!”, le gritaba a su hija mayor, de cinco años, en busca de socorro. Ahí mismo, auxiliada por sus vecinas, Alba dio a luz. De ella salió un cuerpo muy pequeño y totalmente morado. Una de ellas intentó darle respiración boca a boca, pero el bebé murió.
Cinco meses antes, su hermano mayor la había violado. No era la primera vez. Lo hacía desde que ella tenía siete años. Nunca lo denunció porque vivían en Opico, un municipio fuera de la ciudad, con una fuerte presencia de pandillas, y donde conocer a mujeres que habían sido violadas era algo normal. Decidió tener al bebé.
Alba fue denunciada por una de sus vecinas y condenada en un juicio irregular. Ninguno de los tres defensores la entrevistó. Cuando el juez les preguntó si tenían algo que decir, ellos respondieron: “No, señoría”. Esas últimas palabras le valieron una condena de 30 años de cárcel y la separaron de sus dos hijas, de dos y cinco años. Según la sentencia, ella misma golpeó la cabeza de su hijo e intentó asfixiarlo.
Es frecuente en El Salvador que las mujeres no sean condenadas por aborto sino por homicidio agravado. Esto aumenta la pena a 30 años de cárcel. Hasta la fecha hay 17 presas y 3 siguen su proceso judicial en libertad, según la Agrupación Ciudadana para la Despenalización del Aborto.
Alba fue llevada a la cárcel de mujeres en Ilopango. Antes de ingresar, una custodia le recomendó: “No vayas a decir que andás por aborto porque si no te van a pegar. Decí que andás por droga”. Las cárceles de El Salvador son un reflejo del país y el aborto no está bien visto. Así que Alba pasó seis años pensando que era la única presa por este motivo hasta que, en 2015, la Agrupación Ciudadana para la Despenalización del Aborto reunió a las mujeres condenadas para ofrecerles ayuda legal —hasta la fecha han logrado liberar a 52 revisando sus casos—. En esa reunión fue la primera vez que se conocieron entre ellas. A Alba se le hizo muy obvio que todas respondían a un mismo perfil: “Éramos pobres, sin estudios, sin dinero, sin abogados”.
Esas fueron las razones por las que en 2019, 10 años después de haber sido condenada, la Corte Suprema de Justicia de El Salvador ordenó la liberación inmediata de Alba junto a sus compañeras Cinthia Marcela Rodríguez y María del Tránsito Orellana. El fallo concluyó que las tres habían vivido “en condiciones sociales, económicas y familiares inadecuadas”. A esto se le sumó el apoyo del ministro de Justicia y Seguridad de entonces, Mauricio Ramírez Landaverde, quien pidió al Estado evaluar las soluciones que se estaban dando a las mujeres en esa situación. Pero desde entonces hasta la fecha siete mujeres más han seguido procesos judiciales por casos parecidos. Ni Alba ni las otras dos liberadas recibieron ningún tipo de compensación económica por los años de encierro. Y sus antecedentes no han sido eliminados.
Cuando Alba salió, sus hijas Nory y Juanita tenían ya 12 y 15 años respectivamente. Y en 2020, en medio de la cuarentena por la covid, dio a luz a Mariam. El bebé es su nueva oportunidad de vivir la maternidad. La cuidan entre ella, su pareja y sus hijas, de las que no se separa nunca. Quiere aprovechar cada segundo perdido durante sus años de presa. La mayor, una excelente estudiante y becada en un colegio privado, aspira a estudiar Derecho para evitar que más mujeres pasen por lo mismo que vivió su mamá.
Mozambique
La brecha entre la ley y el acceso
POR ALEJANDRA AGUDO
Diolinda Macunha Me vive en uno de los barrios más poblados de Beira, en Mozambique. Cuando tenía 18 años empezó a sentir “síntomas extraños” y su vecina Amalia, consejera de Médicos Sin Fronteras (MSF), con quien había hablado en ocasiones del derecho a la salud sexual y reproductiva, le confirmó que estaba embarazada. “De un enamorado”, dice Diolinda, que quería seguir adelante. Pero ella lo tuvo claro: “No estaba preparada para tener un hijo y quería abortar”.
Macunha desconocía que el aborto fuera un derecho en su país, que lo despenalizó en 2014. Las mujeres pueden interrumpir su embarazo en determinados supuestos y plazos: preservar la salud de la madre —incluida la psicológica—, en las 12 primeras semanas; en caso de violación o incesto, en 16 semanas, y malformación del feto, en 24. Como sucedía en la España de los noventa, en teoría el argumento de la salud mental abre la puerta a interrumpir un embarazo no deseado. La práctica, sin embargo, se topa con la cotidianeidad de un país pobre a la cola del desarrollo en el que la brecha entre la ley y el acceso es tan amplia como los kilómetros que separan a las mujeres de un centro de salud. Arantza Abril, especialista en salud sexual y reproductiva de MSF, explica que esa brecha “es mucho más grande en zonas rurales y pobres. Allí no conocen sus derechos ni saben adónde ir a abortar”.
Fue el caso de Macunha. Ella nunca pensó en hacerlo de forma clandestina, pero tampoco se lo contó a nadie de su entorno para que no la juzgasen. Recurrió a la única persona que creyó que la ayudaría sin censuras. “Amalia me explicó que tenía que ir a una clínica y me acompañó”. Una enfermera le detalló el proceso: “Me dijeron que no era obligatorio, pero yo estaba decidida”. Tras los tres días de reflexión preceptiva, le dieron las pastillas que acabarían con aquel susto que amenazaba sus planes de seguir estudiando, ser psicóloga, y sí, también de tener marido e hijos, pero más adelante.
La falta de información y de autonomía, la carencia de recursos y el estigma son las principales barreras que enfrentan las africanas, incluso allí donde la ley permite la interrupción voluntaria. De los 48 países de la región subsahariana, 16 prohíben el aborto, 5 lo permiten en el sentido amplio de legalidad y el resto tiene condiciones. A las clínicas de Beira autorizadas para practicar abortos apenas llegan mujeres de las zonas rurales. Incapaces de pedir permiso a sus familias para trasladarse a la ciudad y poder someterse a un proceso seguro, lo mantienen en secreto y acaban recurriendo a métodos drásticos. “Se introducen perchas por la vagina. A veces nos llegan casos de perforaciones del útero y el intestino. Se meten palos y también ingieren lejía u otros productos químicos, por lo que nos llegan a los hospitales con problemas esofágicos”, cuenta Abril, de MSF. En Mozambique, beben refresco de cola caliente o con sal. También infusiones de raíces que los curanderos proporcionan. Todos métodos peligrosos que pueden causar daños y hasta la muerte.
De los 11,1 millones de abortos que se practican en África al año, 8,3 millones son inseguros, según el Instituto Guttmacher, una organización sin ánimo de lucro especializada en el campo de la salud reproductiva. El fatal resultado es que 15.000 mujeres fallecen en el continente cada año por complicaciones derivadas de este tipo de abortos, lo que representa el 7% de las muertes maternas. “Muertes evitables con acceso a interrupciones voluntarias del embarazo y a métodos anticonceptivos”, recalca el Guttmacher.
“La situación de muchos países es comparable a la de España hace 40 años”, reflexiona Abril. “Aun con niveles de pobreza distintos, quien puede permitírselo económicamente, accede a un aborto seguro. Y sin medios económicos, están abocadas a una práctica insegura”. En este sentido, denuncia que algunos sanitarios se declaran objetores en los sistemas públicos para luego practicar abortos económicamente rentables en sus clínicas privadas. Eso, si los hay. En Mozambique, la Asociación de Obstetras y Ginecólogos del país (AMOG) advierte de la falta de especialistas: 100 obstetras de los que al menos 63 están en Maputo. “Un dato preocupante, ya que el país es vasto y sigue registrando altas tasas de muertes por aborto inseguro”, alertan en su web.
Dos años después de su aborto, que ya no esconde y acepta contar por videoconferencia desde una furgoneta en su barrio, Macunha se ha convertido en consejera para otras. “No para obligar a abortar, sino para que sepan que es un derecho”.
Rosa (nombre supuesto) tampoco lo conocía. Fue su hermana quien le dijo de acudir a MSF cuando supo que estaba embarazada por tercera vez de su marido. “No quería tener un tercer hijo. Me trataba mal y se desentendía de la casa. ¿Cómo lo iba a criar? Estaba desesperada”, resume ella con una mirada que se empaña de dolor al otro lado de la pantalla. Hoy está divorciada, estudia y cuida de sus hijos de cuatro y seis años. Todavía le pesa el estigma y el rechazo que podría sufrir si su historia trascendiese, pero está convencida de que tomó la decisión correcta. “Estoy bien. Ya pasó”.
China
Controlar la natalidad con las interrupciones
POR MACARENA VIDAL LIY
El trabajo de Xu (nombre supuesto) desde los 18 años era traer niños al mundo. Uno por familia, según dictaba la ley china desde 1979 para tratar de controlar el crecimiento demográfico en el país más poblado del mundo. Aunque había algunas excepciones para las minorías étnicas o los residentes en el medio rural. Pero un día, cuando llevaba más de un lustro ejerciendo como comadrona, esa misma política oficial del hijo único que hasta entonces solo había sido una consigna que hacer cumplir irrumpió en su vida familiar: casada y con una hija, se había quedado embarazada de nuevo. “Claro que me hubiera gustado tener dos hijos. Uno puede sentirse solo. Dos se hacen compañía, crecen juntos, pueden ayudarse…”, cuenta Xu, de 54 años, porte elegante y maquillaje cuidadoso, en un apartamento en el sur de Pekín. Ha llegado a jefa de enfermeras en su departamento de hospital. Está acostumbrada a mandar; habla tajante, con seguridad.
Cuando supo que venía otro niño en camino, por un momento fantaseó con la posibilidad de tenerlo, pero sabía que era ilegal. “El Gobierno solo permitía tener uno y, precisamente yo, trabajando en un hospital estatal como comadrona, no podía ser una excepción. Tenía que dar ejemplo para no tentar a otros a violar la ley”.
Haber seguido adelante con el embarazo le hubiera supuesto el despido. “Alguna compañera en la misma situación quiso arriesgarse y se quedó en la calle, incluso años más tarde [cuando esta política se aplicaba de modo más relajado]. Yo vengo de una familia humilde de campesinos, no tuve opción de estudiar en la universidad. Ser comadrona es lo único que sabía hacer y lo que daba rumbo a mi vida”, relata. No llegó a esperar órdenes de sus superiores. Ella misma se registró para someterse a la interrupción. “La ley era la ley: un solo hijo. No había más vuelta de hoja”, insiste.
La de Xu fue una tesitura en la que se vieron decenas de millones de chinas durante las más de tres décadas en que estuvo vigente la política del hijo único (1979-2016). Especialmente en los ochenta y principios de los noventa, si una mujer se encontraba encinta de un segundo hijo y su caso no figuraba entre las excepciones, el Estado preveía la interrupción del embarazo —por las buenas o por las malas: funcionarios de la Comisión de Planificación Familiar recorrían las aldeas en busca de gestaciones ilícitas— o el pago de una elevada multa en caso de llevarlo a término. Solo en 1983, el año de mayor incidencia, se registraron más de 14 millones de abortos.
Hoy día, la política del hijo único, ya muy desvaída en sus últimos años —las excepciones se habían ido ampliando y la prosperidad hizo que más familias optaran por pagar la multa—, ha quedado abandonada. Desde este año, cualquier pareja casada que lo desee puede tener hasta tres niños. Pero al legado de los controles del crecimiento de la población y la visión de las interrupciones como un método anticonceptivo más se suman otros factores —por ejemplo, una insuficiente educación sexual— que hacen de China uno de los países con mayor incidencia de abortos inducidos en el mundo (9,7 millones al año).
La legislación permite el aborto sin necesidad de supuestos. Solo desde 2004 es ilegal interrumpir el embarazo por razón del sexo del bebé: la marcada preferencia por un varón había provocado un grave desequilibrio entre niños y niñas en el total de nacimientos, entre otras consecuencias indeseadas de la política del hijo único.
Pero ahora las tornas podrían cambiar. Las restricciones a los nacimientos han hecho que China se precipite a un rápido envejecimiento demográfico y busca vías para incentivar la natalidad. Este septiembre, la Guía para el desarrollo de la mujer, que publica cada 10 años el Gobierno chino, declaraba que limitará el número de abortos por “razones no médicas”. Esto apunta a la preocupación de Pekín por el abuso de este procedimiento como método anticonceptivo. Pero también ha despertado el miedo a que se restrinja el derecho al aborto para aumentar los nacimientos.
La veterana feminista Feng Yuan, fundadora de la ONG Equality, matiza que ese lenguaje no es nuevo: ya figuraba en la guía de hace una década. Y ni entonces, ni ahora, el texto detalla cómo se planea reducir las cifras, por lo que puede que, como hace una década, quede en una mera declaración de intenciones. E incluso de llevarse a cabo una reducción, puntualiza, no es necesariamente algo malo si se promueven como alternativa otros métodos anticonceptivos, dado el impacto físico y psicológico que una interrupción del embarazo supone para la mujer. La clave, apunta Feng, “estará en cómo se apliquen las medidas”.
“Al final, la cuestión principal no es la política del hijo único, de dos hijos o tres, sino que el Gobierno respete el derecho de las mujeres a decidir sobre sus embarazos. Que emita más directrices en favor de la igualdad y ayude a las mujeres a superar las dificultades que tienen en lograr sus sueños y sus derechos”, apunta la feminista.
Xu, por su parte, rehúsa volver la mirada atrás. “Hemos podido dar a nuestra hija toda nuestra atención y tiempo. Ha tenido una educación excelente y ha estudiado en el extranjero. Si hubiéramos tenido otro niño, habríamos tenido que repartir”.
México
La letra pequeña de la despenalización
POR BEATRIZ GUILLÉN
A Amanda hay que encontrarla lejos de la casa donde vive. Llega puntual con una bici vieja y embarrada a una alameda en el Estado de Guanajuato, una región muy conservadora de México en la que se venden estampitas en las plazas y en las puertas de las iglesias cuelgan imágenes de fetos. A Amanda le da terror que sus tíos se enteren de lo que hizo. Elige un seudónimo, pide omitir el nombre de su ciudad, recuerda que la fotografía debe ser de espaldas y, aun así, preocupada, duda de si su familia reconocerá su peinado, su chándal rosa. “Me dijeron que me correrían de la casa”, se justifica, “si algún día yo hacía eso”. A Amanda, de 22 años, buena estudiante universitaria, sensible y batalladora, este verano se le rompió el preservativo estando con su pareja. Tomó la píldora anticonceptiva de emergencia y, aun así, quedó embarazada. Amanda abortó. Y el miedo ocupó todas las noches.
En México, solo en 4 de los 32 Estados es legal interrumpir el embarazo: se permite antes de las 12 semanas de gestación en Ciudad de México, Oaxaca, Hidalgo y Veracruz —estos dos últimos lo aprobaron este año—. En el resto se consideran legales algunas causas como la violación, la malformación o cuando la vida de la madre está en peligro; no siempre, no en todos. Por eso se practican cada año entre 750.000 y 1.000.000 de abortos clandestinos en todo el país y un tercio de ellos requieren atención médica urgente por complicaciones. Miles de mujeres pierden la vida y otras tantas se arriesgan a penas que van desde los 15 días hasta los 6 años de cárcel.
Amanda abortó a principios de agosto, embarazada de apenas tres semanas, con las pastillas que le consiguieron en una asociación feminista. Se las tomó en casa de su novio. “El proceso fue muy doloroso, me impactó demasiado. Mucho sangrado, cólicos, diarreas, mareos…”, cuenta. Con los días, los dolores en el vientre empeoraron, se asustó y acudió al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), el sistema sanitario público. “No tenía el dinero para ir a un médico privado”. Le ordenaron una ecografía de urgencia. “Yo sabía que no era legal en mi Estado, pero iba confiada en el protocolo de que deben ayudar al paciente”, dice.
Mientras estaba envuelta en una bata, una enfermera y la ginecóloga le informaron de que había cometido un delito e iban, en ese momento, a demandarla. “Me dijeron que debía ser castigada. Lo primero que pensé es que me iba a la cárcel, que mi vida, mis estudios, todo se había acabado”. Acorralada, se levantó de la camilla, recuperó su ropa y pidió sin éxito sus documentos. “No me dejaban salir porque debía afrontar los cargos. Me dijeron que ya no tenía otra opción. Le arrebaté mis cosas a la trabajadora social y salí corriendo de la clínica”.
A partir de ahí, Amanda describe cada día como un tormento. Esperando la citación de la Fiscalía, se asustaba con cada llamada a la puerta. ¿Vendrían a por ella? Veía las marchas provida en el televisor, y dejó de dormir por la ansiedad, de comer por los nervios. “Pensé en suicidarme”. Pero el 7 de septiembre, la Suprema Corte mexicana dio un paso histórico y declaró inconstitucional sancionar a una mujer por interrumpir un embarazo. En la práctica esta decisión judicial implica que cuando un caso de aborto llegue al juzgado, encontrará una vía muerta; pero no elimina las acusaciones y la investigación policial porque abortar sigue siendo ilegal en casi todo el país hasta que no reformen los códigos penales.
“Cuando vi el gran titular con la noticia del tribunal, respiré y pensé que por fin todo había acabado”, dice. “Ya no me podían encarcelar”. Pero ahora conoce la letra pequeña: sin el cambio en la legislación, no hay servicios públicos para interrumpir el embarazo y el trauma o el estigma no desaparecen. El día antes de la entrevista con Amanda, unas 50.000 personas se manifestaron contra el aborto en Guadalajara, la segunda ciudad más grande del país; y en Ciudad de México se realizó, en una plaza pública, una ecografía a una niña de 15 años embarazada mientras las imágenes del feto se reproducían en pantallas gigantes. “Quieren tener un derecho sobre nuestro cuerpo que no les pertenece, solo nosotras podemos decidir”, apunta la joven entre los árboles.
Amanda, que ha vivido los últimos 20 años en casa de sus tíos —desde que su madre falleció y su padre se esfumó—, está habituada a discutir con una familia que no la entiende. Criada como creyente, ha superado dos crisis de fe y arregla sus desacuerdos con Dios conversando con él: “Él no juzga”. Ahora, mientras batalla con un trastorno depresivo y sueña con conocer Nueva York en Navidad o visitar Italia, solo se atreve a contar su historia por si ayuda a alguien más. “También para que los que nos insultan sepan que una joven con el futuro por delante se quiso suicidar por miedo al prejuicio”, dice serena y triste. “Ahora yo también tengo una voz dentro de esto: la maternidad será deseada o no será”.
Texas
La fragilidad de un derecho
POR ANTONIA LABORDE
Autumn Holcomb siente que abortar le salvó la vida. Su novio abusaba emocional, verbal y físicamente de ella cuando en su primer año de universidad quedó embarazada. “Tenía mucho miedo de su reacción, pero fue peor de lo que imaginé”, dice por Zoom desde Texas, zona cero de la lucha por el derecho al aborto en Estados Unidos. El hombre la llevó a un descampado en mitad de la noche y le puso una pistola en la cabeza. Holcomb no sabe por qué no apretó el gatillo, pero sí que la violencia solo habría escalado durante el embarazo. Como muchas tejanas, creció en el seno de una familia conservadora, pero le inculcaron que una mujer puede elegir qué hacer con su cuerpo. Así que en la decimosegunda semana de gestación fue a un centro de Planned Parenthood, organización sin ánimo de lucro dedicada a la salud reproductiva, y abortó: “Fue simple y seguro”.
La situación en Texas ha cambiado drásticamente desde que Holcomb, de 40 años, empleada de una empresa de software, tomó aquella decisión con 19. El Estado, feudo conservador, ha promulgado 26 restricciones a la interrupción del embarazo en la última década. La última roza la prohibición. El pasado 1 de septiembre, el gobernador republicano, Greg Abbott, aprobó una ley que la impide a partir de la sexta semana, cuando la mayoría de mujeres aún no conocen su estado. La “ley del latido” contempla penas para cualquiera que “ayude o sea cómplice” de una intervención, incluido el taxista que traslada a una embarazada a un centro de salud. Lyft y Uber cubrirán los costes legales de sus conductores demandados.
“No me puedo imaginar mi situación con las cosas como están hoy, sin dinero para viajar a otro Estado. Es draconiano”, dice entre lágrimas. Un juez federal de Austin bloqueó la normativa a principios de mes atendiendo a una demanda del Departamento de Justicia al considerar que atenta contra el derecho consagrado en 1973 por el Tribunal Supremo. Pero dos días después una instancia superior la resucitó en Nueva Orleans. Empresas como la tecnológica Salesforce y Bospar han ofrecido ayuda económica a los empleados que prefieran reubicarse fuera de Texas y hay gente que ha descartado sus planes de regresar cuando finalice la pandemia, como dos amigas de Holcomb, por negarse a criar a sus hijos en un sitio donde no se respetan los derechos de las mujeres.
En un Estado con una superficie superior a la de Francia, de 30 millones de habitantes, y donde vive una de cada 10 mujeres en edad reproductiva del país, ya había que sortear una serie de obstáculos para practicarse un aborto antes de la restrictiva ley. Las 35 clínicas que ofrecen la intervención están obligadas a agendar dos citas con las pacientes. La primera, para una ecografía y un “asesoramiento” que las organizaciones de derechos reproductivos ven como disuasorio. Incluso entregan un panfleto con la imagen de un feto de seis semanas que dice que su corazón en desarrollo comienza a latir. Planned Parenthood, citando a la comunidad médica, explica que la actividad que se mide en una ecografía al comienzo de la gestación son impulsos eléctricos, no un verdadero latido. En la segunda cita, al menos 24 horas después, vuelven a realizar una ecografía y proceden a la intervención. “Para mí, es como si el Gobierno nos dijera que no sabemos lo que queremos. Es degradante”, afirma Holcomb. “Soy alguien que ha pasado por esto y puedo decir que tú no tomas esta decisión sin pensar en ella, es lo único que está en tu cabeza las 24 horas del día. Si tomas la decisión, la tomas. Creo que, si el Gobierno viera a las mujeres como iguales, esto no ocurriría”.
España
Más allá de la legalización
POR SARA CUESTA TORRADO
Antonia Correa (Cartagena, 41 años) estaba embarazada de 20 semanas cuando detectaron que su hija, Ana, venía con agenesia del cuerpo calloso completo (ausencia total de la estructura que conecta los dos hemisferios del cerebro). “Me dijeron que era mejor hacer otra ecografía en la semana 24. Pero no me explicaron que a partir de la 22 no era legal el aborto voluntario por malformaciones”, recuerda con la voz rota, siete años después. “Me ocultaron información para quitarme mi derecho a decidir”.
En España la ley vigente, aprobada en 2010 por el Gobierno socialista de Zapatero, permite el aborto por libre voluntad hasta la semana 14 y provocado en caso de patología fetal o riesgo para la madre hasta la 22. A partir de ahí, un comité ético valora caso a caso. Pero hay provincias como Murcia o Toledo donde no se realizan este tipo de intervenciones. Lo hacen por una supuesta objeción de conciencia institucionalizada que el actual Gobierno está intentando corregir en su propuesta de modificación de ley. “Debería ser obligatorio que el 50% de los ginecólogos en hospitales públicos no puedan ser objetores”, reclama Antonia.
Cuando ella y su marido, con los desoladores resultados médicos en la mano, decidieron interrumpir el embarazo, tuvieron que esperar dos semanas la decisión del comité. Su caso prueba, en opinión de la abogada Estefanny Molina, de la organización Women’s Link, “cómo por causas religiosas” se ha intentado impedir un aborto. Si la ley se hubiese aplicado correctamente, Antonia no habría tenido que recorrer 400 kilómetros hasta una clínica en Madrid, ni habría parido embarazada de 28 semanas y sola a su hija muerta. “No dejaron entrar ni a mi marido y tuve que ver cómo se la llevaban”. No respetaron su duelo. “Toda mi experiencia fue tercermundista”, dice. Por eso denunció al Hospital Santa Lucía de Murcia y su causa está ahora en el Constitucional. “Me sentí despreciada, juzgada y sentenciada”.
Hasta hace apenas un año, Antonia compartía su testimonio con seudónimo, pero esta vez ha querido hacerlo con su nombre y su rostro. Siente que hablar y romper el silencio en torno al aborto es la única manera de cambiar las cosas. Quizás su experiencia ha sido más traumática, pero su lucha es la misma que la de una mayoría: acabar con las diferencias territoriales, con los prejuicios y con ese paternalismo que aún hoy recae sobre las españolas por decidir libremente y ejercer un derecho que la ley garantiza.
Selene Franco supo que estaba embarazada en febrero de 2020. Siempre había querido ser madre, pero sintió cómo el estómago se le encogía cuando el test dio positivo. Tenía 19 años y no era su momento. Tras dos semanas de “angustia”, decidió interrumpir su embarazo en su ciudad, Salamanca. Como ella, ese año abortaron en España más de 88.200 mujeres, el 90% de forma voluntaria. Antes de la ley de 2010, el 97% alegaba riesgo para la salud mental. Fue el resquicio legal para poder realizar interrupciones voluntarias (IVE) desde 1985, cuando se legalizó el aborto en caso de violación, malformaciones y riesgo grave para la salud física o mental de la mujer. ¿Y antes? Era totalmente ilegal. Las que tenían recursos económicos viajaban a Londres y abortaban en secreto.
Selene no tuvo que irse a Londres, pero sí a Valladolid porque en los hospitales de Salamanca no practican las IVE. Esto sucede en otras ocho provincias y en cinco comunidades autónomas. El 84,5% de las IVE en España se realizan en centros privados, pese a ser “un servicio incluido en la cartera de prestaciones del sistema sanitario”, según la ley. La falta de equipos con formación específica en la sanidad pública y el choque con esa objeción de conciencia casi institucionalizada han cronificado una situación de desigualdades territoriales que dificultan el acceso y estigmatizan a las mujeres.
Cuando Selene tuvo clara su decisión, empezó un viaje emocional y burocrático que aún hoy le cuesta recordar. Primero fue a su médica de cabecera, de ahí a una trabajadora social y luego al ginecólogo. “Fue traumático que me dieran la ecografía”. Ese papel, la prueba más nítida de su embarazo, era el pase de acceso a la clínica. “Sientes que estás cometiendo un delito”.
“Se ha mejorado muchísimo”, advierte Isabel Serrano, ginecóloga de 69 años, expresidenta de SEDRA Federación de Planificación Familiar y activista por los derechos sexuales y reproductivos desde los años setenta. “Porque ahora podemos abortar con seguridad y dentro de la ley”. Pero en su opinión falta lo más importante: la aplicación correcta de esa ley y la información cuidada desde las instituciones. “Porque, si pones en internet aborto en tal ciudad, lo primero que te aparecen son las clínicas privadas. Eso puede despertar dudas. Pero si las consejerías cuidan y actualizan sus informaciones y se aseguran de posicionar en primera línea, el mensaje que recibe la mujer es otro: que el aborto es legal, seguro y un servicio sanitario más, como una operación de apendicitis. Todo eso ayudaría a eliminar mucho sufrimiento innecesario, aquel que es ajeno a la decisión y al proceso y que está potenciado por los fallos en el sistema, por el estigma social y por el silencio en torno al aborto”.
Selene sigue convencida de que tomó la decisión correcta, pero siente que la sociedad y el sistema le han fallado. Más allá de las trabas burocráticas, de la falta de tacto, del desplazamiento, dice que fueron la desinformación, la desacreditación constante (“en cada fase del proceso volvían a preguntarme si estaba segura, cuestionando mi capacidad de decidir, infantilizándome”) y la falta de acompañamiento lo que más daño le ha generado. “Acompañamiento no solo al tomar la decisión o durante el proceso, sino después. Porque sigo teniendo muy presente lo que viví. No me arrepiento, pero duele”.
Eva Puig, filósofa de 47 años especializada en terapia del duelo por IVE, abortó hace 11 años. Se acababa de aprobar la ley de 2010 y el sistema estaba en pañales. Pero su experiencia no fue muy distinta a la que Selene ha vivido una década después. La misma falta de información, de empatía, de acompañamiento. “En mi caso también había un conflicto a la hora de decidir, pero nadie me habló de todo lo que podía implicar”. Y el dolor la cogió desprevenida. Fue entonces a una librería de Barcelona especializada en literatura feminista. “Les dije: ‘Acabo de abortar y me siento muy mal. ¿Qué libros tenéis?’. Me dijeron que nada…”. A partir de ese momento empezó a investigar. Hoy, madre de una niña de 7 años, ha fundado Proyecto Kora, especializado en duelos gestacionales, sobre todo en casos de interrupciones voluntarias. “Esos son los que más desautorizados están socialmente. Yo soy de las primeras que han empezado a hablar de ello sin asociar el dolor con el arrepentimiento, que es la idea que se maneja desde los sectores provida”.
En sus Cartas íntimas tras un aborto voluntario (2019) desmonta los supuestos argumentos que deslegitiman el duelo sin arrepentimiento tras las IVE. Como que no puede haber dolor si se está a favor del aborto y es una decisión voluntaria. “No importa si es persona o no, sino cuán significativo es para ti ese grupo de células. Además, no es una decisión necesariamente libre en cuanto a que no está libre de circunstancias: las personales, las del contexto histórico y cultural de cada país e incluso las de cada familia. Y una decisión tomada autónomamente no implica que no haya dolor. También en un divorcio elegido puede haber dolor aunque no arrepentimiento”.
En su fanzine Abortos Felices, la traductora y editora Elisabeth Falomir (Valencia, 33 años) advierte: “Si escuchamos una y otra vez que los abortos conllevan tristeza y duelo, acabamos por pensar que esas son las únicas emociones válidas”. Habla desde el respeto hacia todas aquellas mujeres que como Selene, Antonia o Eva han vivido experiencias muy distintas, incluso traumáticas. Reconoce y comparte su dolor. Pero quiere que también su vivencia tenga cabida en la sociedad y hablar de ella sin vergüenza. “Yo, que recibí una educación sexual e hice uso de todas las opciones anticonceptivas que se me ofrecieron, tuve que pasar por tres embarazos no deseados”, apunta. Sí, también por tres abortos. “En torno a esa afirmación automáticamente se construye un relato: seguro que no se cuidó”, señala. “Pero no intento rebatirlo en una cuestión numérica. Quiero poner en el centro que, sean los que sean, qué suerte tuve de tener a mi disposición una legislatura que, con sus fallos, me permitió no tener una maternidad no deseada”. Pese a todo, el peso del estigma siempre está presente. Ese es, en su opinión, el dolor contra el que hay que luchar en España. “El que nace de la desinformación, de sentirse desatendida, juzgada y mal tratada desde la perspectiva sanitaria y emocional. También contra el dolor social, que es el más difícil. ¿Cómo es posible que no pueda cogerme un día en el trabajo tras un aborto para descansar porque me da vergüenza, pero sí por un dolor de espalda? Esto tiene mucho que ver con agresiones micromachistas”.
Para Eva Puig, el discurso de Falomir es muy importante. Porque el reto en España es que haya una sociedad concienciada y dispuesta a escuchar esas historias sin juzgar. “Tendemos a generalizar nuestras propias vivencias. Y hay que entender el aborto como un proceso y no como un acto y, dependiendo de quién seas tú, dolerá o no dolerá”, explica. “No caigamos en negar la experiencia de ninguna mujer. Lo importante es que hablemos todas y nos reconozcamos. Cuantas más voces y más discursos, más permiso daremos a las mujeres para que vivan y sientan su aborto como ellas quieran”..