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Ligar hasta por Bizum

Instagram se utiliza cada vez más para flirtear. Pero también Twitter, Facebook e incluso LinkedIn. Las redes sociales han derivado en una alternativa a las aplicaciones de citas menos explícita y con sus propios códigos.

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Aunque parezca mentira, hasta hace cosa de 15 años la seducción era un deporte presencial y analógico. Se encandilaba con el cuerpo y con la voz, en persona o por teléfono, apretujándose en bares y discotecas a horas intempestivas de la madrugada, en cines y bibliotecas, superando a duras penas la inhibición social y el miedo al ridículo. Es probable que muchos mileniales y boomers añoren aquel salvaje Oeste, trepidante y atávico. Pero los Z, esa generación póstuma que ha venido a clausurar el abecedario, se sienten hoy como barracudas silvestres en la gran pecera del ligue virtual, con arsenal de emojis y teclado, que es ya casi el único concebible, el único que importa.

La novedad en los últimos años, estimulada también por el síndrome de enclaustramiento colectivo que ha traído la pandemia, es que incluso las aplicaciones de ligue van camino de convertirse en parte de ese parque jurásico. Tinder, Grindr, Match, Bumble y compañía empiezan a ser percibidas como herramientas de coqueteo demasiado obvias, directas o explícitas, el equivalente contemporáneo a los clubes de intercambio o las bacanales universitarias con barra libre. El último grito consiste en desplegar las artes de seducción en redes sociales. Facebook, Twitter, Instagram, TikTok, Periscope, con sus amplias opciones de interacción social, a priori, no erotizada, son el nuevo coto de caza, el verdadero océano digital rebosante de peces.

Lo son, sobre todo, en algunos países. Según el sociólogo canadiense Bernie Hogan, en culturas “gregarias”, como las de España, Italia, Argentina o Brasil, se considera legítimo utilizar las redes sociales con estos otros fines. Esta “sexualización sutil de plataformas no sexuales” sería, en su opinión, muy poco aceptable “en la Europa septentrional y no es del todo bien recibida en lugares como Gran Bretaña o Estados Unidos, que prefieren hacer uso de aplicaciones de citas, un entorno en el que las reglas del juego son explícitas y claras”.

Por contraste, la cultura latina ha sido siempre mucho más proclive a concebir el ligue como un juego sin reglas, o con reglas fluidas y en un proceso de reformulación constante. A Hogan le causa una cierta perplejidad cómo muchos usuarios se empeñan en erotizar “incluso redes tan asépticas como LinkedIn”. Es difícil concebir un contexto menos apropiado. Un lugar al que la gente acude, en teoría, a dar visibilidad a sus actividades profesionales o a buscar trabajo, pero en el que se producen a diario intentos de seducción “más o menos explícitos, no siempre correspondidos y con frecuencia francamente incómodos”.

¿Por qué intentarlo en una red así en lugar de recurrir a Tinder? Tal vez por razones muy similares a las que esgrimían, hace 20 años, aquellos románticos incurables que buscaban pareja en talleres de escritura creativa y no en garitos insalubres. Como explica la sexóloga Nikki Goldstein en su libro Single but Dating (Solteros, pero con citas), “muchas personas prefieren probar suerte en contextos no erotizados porque así pueden tantear el terreno sin que sus intenciones resulten explícitas desde el principio”. Eso puede dar pie a “juegos de seducción muy sugerentes y ricos, pero también a bochornosos equívocos”.

Para la periodista británica Julia Malacoff, este riesgo se reduce mucho si se conocen “una serie de códigos no escritos, pero ya muy consolidados”. Malacoff ha estudiado los de Instagram, opción principal para los más jóvenes cuando se trata de ligar a través de una red masiva. En la que un día fue la plataforma de los fotógrafos amateur, tres “me gusta” a imágenes antiguas de una misma persona en un periodo de una semana equivalen poco menos que a pedir una cita, pero cuatro o más “me gusta” consecutivos a actualizaciones recientes (sobre todo si no son correspondidos) pueden interpretarse como un acto de acoso digital indeseable. Un mensaje directo breve pero meditado, bien escrito y nunca demasiado explícito será acogido como una muestra de interés discreta y de buen gusto, pero una sucesión de mensajes que no reciben respuesta son sinónimo de ansiedad y de comportamiento intrusivo.

Cada red tiene sus propios códigos, sujetos también a variables generacionales. En Facebook tienden a refugiarse los aspirantes más veteranos y se rompe el hielo a base de emojis. En Twitter, marcar un mensaje como favorito se interpreta con frecuencia como el equivalente a un like en Tinder, y la etiqueta de la red permite una transición algo más rápida a los mensajes directos, lo que resulta terreno abonado para los más intrépidos. TikTok es una potencia emergente, un entorno que permite pedir un tutorial o sugerir un dueto. En Periscope se liga de manera muy directa, incluso con una cierta crudeza, como en los after de antaño. En cualquiera de esos entornos, como ha ocurrido siempre, se disfruta (o se padece) el tormento y el éxtasis de dar un paso decisivo esperando que sea correspondido.

Tal y como explica Bernie Hogan, una de las paradojas de la era digital es que “nos ha traído una generación que tal vez sea al mismo tiempo la más sexual y la más célibe del planeta”. Un acceso a la pornografía masivo y gratuito ha propulsado internet y multiplicado las posibilidades de autosatisfacción, pero estudios recientes demuestran que “el porcentaje de adultos solteros que nunca han tenido relaciones sexuales es más alto ahora que hace 40 años”. El sexo es, hoy más que nunca, una mancha de aceite que lo impregna todo. De ahí que el juego de la seducción se siga virtualizando cada vez más y se refugie ahora en las redes. Y de ahí también que esté dejando de ser un deporte analógico.

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