Mi madre plancha una camisa


Para no arruinar la mesa, mi madre ponía un paño de lana de color beis, sobre el paño unas sábanas gastadas, y planchaba. El paño había absorbido el calor del metal durante años y relucía como una piel con linaje. La plancha era antigua, pesada. No teníamos una nueva porque mi madre decía que las planchas más tecnológicas —equipadas con vapor, con temperaturas más y menos sutiles— eran demasiado livianas. Tampoco teníamos tabla de planchar porque mi madre decía que esa tabla escuálida no permitía desarrollar los movimientos poderosos que identifican a un gran planchado. De modo que planchaba con una plancha vieja sobre la mesa de la cocina, de espaldas a las ventanas que daban al patio, unas ventanas que ella misma pintaba en el verano con barniz para barcos para protegerlas de la intemperie. Estaba llena de conocimientos extraños: sabía cómo acabar con la humedad de una pared, detectar perdices y dispararles al vuelo, calefaccionar una casa rodante con un algodón embebido en alcohol, y también reparar una media corrida, levantar un punto en un suéter, fabricar una máscara para el pelo con miel y aceite de almendras. Conocía lo que había detrás de las cosas, el funcionamiento secreto de los jabones y los limpiadores, del óxido, del carbón y de la lana. Tenía suavidad, paciencia, talento para la minucia y una prolijidad, que usaba para ella y para el mundo, que perdió de a poco. A fines del siglo pasado, o a comienzos de este, empezó a quejarse, como si la vida que había construido fuera una mutación inesperada, un regalo macabro que alguien le había dejado en el sofá. Pero cuando ella planchaba éramos jóvenes. Yo tendría 11 o 12 años, ella 30. No mirábamos televisión ni escuchábamos radio. No hacíamos sino proceder a existir. El único sonido era el del siseo del agua que ella salpicaba sobre la ropa con destreza y que se evaporaba bajo el avance del metal caliente. No usaba apresto ni almidón porque los consideraba vulgares, y salpicaba el agua con una sacudida seca, sumergiendo primero los dedos en una taza de loza amarilla cachada en los bordes que era “la taza del agua para la plancha”. En la casa había espacios y objetos específicos: el cajón de las servilletas, el canasto de la cebolla, el jarrito de la leche; y si alguien decía “prendé el Spar”, todo el mundo entendía que se trataba del extractor de aire; si alguien decía “sacá la materita”, todo el mundo sabía que se trataba de una valijita de madera en la que se guardaba el equipo del mate para salir de pícnic. Quizás mi madre había contagiado esa especificidad a todo lo que nos rodeaba porque tenía gestos específicos para muchas cosas: para colocarse los guantes de lavar los platos, para quitarse el delantal, para sujetarse una peineta. No recuerdo qué gestos tenía para mí. Me gustaba verla planchar porque era una tarea limpia que podía hacer sin delantal, y entonces yo podía mirar el vientre plano, las caderas curvas, su ropa casi elegante. Verla planchar las camisas era como verla construir una maqueta. Los puños, la línea de las mangas, el problema del cuello. Pasaba la plancha por la camisa y el mundo se hacía nítido y geométrico. En momentos así todo estaba bien. Éramos dos mujeres sobre la tierra. El mundo nos adoraba. Nadie iba a correr riesgos ni a morir de cáncer ni a tener días malos y días peores. Sólo radiantes alegrías como una obertura majestuosa. En esos momentos sentía que se me derretía el cuerpo. Era como un amor, algo blando y abarcativo, aireado. Mi pesadumbre —ese fulgor oscuro que sentía cuando resbalaba en el vacío— desaparecía como algo que nunca había estado ahí. Pero siempre, en algún momento, mi madre echaba la cabeza hacia atrás, se tomaba la cintura y, con un suspiro gastado, decía: “Ah, me cansé”. Entonces yo me despertaba del hechizo y veía que eso que parecía bastar se deshacía como espuma. Porque en realidad no había bastado nunca.
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