Guadalupe Nettel: “Antes, si una mujer elegía no ser madre, quedaba sumida en la sospecha”
Es una de las grandes voces de la literatura mexicana. La directora de la revista de la Universidad Nacional Autónoma de México fue autora de una memoria tierna y descarnada que retrata a una familia hippy titulada ‘El cuerpo en que nací’ y ganó el Premio Herralde por ‘Después del invierno’, narrada a dos voces entre Manhattan y París. Su último libro, ‘La hija única’, aborda la maternidad como un esfuerzo, un fracaso, un acto de fe o una renuncia. Es también un canto al amor por encima de los prejuicios.
Guadalupe Sánchez Nettel (Ciudad de México, 1973) eligió el apellido de su madre “por razones obvias, pero también para reivindicar el linaje materno de mujeres intelectuales”. Sin embargo, jurista y filósofa del derecho, su progenitora no sale en sus libros tan bien parada como su padre, un tipo más imperfecto pero menos exigente que desaparecía y reaparecía en la vida de sus hijos. Tras indagar en su propia vida —la emigración a Francia o la humillación por no ser como los demás—, en La hija única reivindica la posibilidad de no ser madre y sin embargo ser maternal. Y critica la falta de humanidad en los médicos y la medicina. Hablamos por Skype durante cerca de dos horas. Su casa, en la capital mexicana, parece espaciosa y cálida al otro lado de la pantalla.
Criticar errores médicos podría ser alarmista en un momento como este.
Hay dos momentos muy frágiles en la vida del ser humano, el nacimiento y la muerte. Y los médicos todavía no suelen reaccionar con la suficiente humanidad. Necesitamos ser más arropados.
¿Esperamos de los médicos una cercanía que no exigimos a otras profesiones?
Creo que es porque se presentan como una profesión que lo sabe todo y en la que se puede confiar. Todos los trabajos son ensayo y error. Yo me encuentro mejor cuando me tratan desde su propia humanidad. Los errores son humanos.
Narra desde el propio dolor. ¿Eso carga de verdad lo escrito?
No se puede escribir sobre la humillación si nunca te has sentido humillado. Es casi imposible transmitir celos si no los has sentido.
Pero usted no ha estado al borde de la muerte como sus personajes.
Hablo de emociones, no de hechos. Me puedo poner en la piel de un hombre porque he estado enamorada, como él, o he engañado, como él. Si no te pones en sus zapatos, no eres justa con el personaje porque ante alguien muy machista —un macho cubano, digamos— te dan ganas de reírte de él. El personaje crece cuando lo pienso entero: sus anhelos, la relación con su madre… Todos mis personajes son muy Guadalupe, en distintos aspectos.
En su autobiografía, El cuerpo en que nací, revela que sufrió bullying.
Lo superé con la escritura, vengándome de todos, describiéndolos como protagonistas de catástrofes. Lo curioso es que querían aparecer en algún relato. Eso me dio un lugar en la pequeña sociedad que es una escuela. Mis compañeros querían estar bien conmigo para que los pusiera como personajes.
¿Cómo superar el odio?
Cuando te das cuenta de que a quien más daño hace odiar es a uno mismo. Cuando ves que ese fuego en tu cabeza te está envenenando. Y con empatía: cuando te preguntas qué no ha entendido alguien que te odia. Entonces consigues ver su sufrimiento. Pero esa parte es difícil.
No conozco a nadie realmente fuerte que no haya tenido que superar algún problema.
Es que no tenemos razones para sacar esa fuerza vital más que cuando se necesita.
¿Qué le hizo sacarla a usted?
En 1994, cuando sucedió el levantamiento zapatista, salí disparada hacia Chiapas. En un discurso del comité revolucionario indígena dijeron: “Solo cuando nos atrevamos a ver como país eso que más duele, lo que más nos avergüenza de nosotros mismos, podremos encontrar la integración”. Pensé de qué hablaría si me atreviera a mirar lo que más me duele y avergüenza. Y escribí El huésped, mi primera novela.
Sobre una niña habitada por una cosa. ¿De dónde salía su dolor?
De no ser igual a los demás. No solo tenía una mácula en un ojo. Mi familia entró en la dinámica de tratar de arreglarlo, en lugar de aceptarlo. Me sentía defectuosa porque no veía ya que en el ojo bueno me ponían un parche. Mi madre tiene ese carácter. Para ella todo se debe corregir y perfeccionar. Y eso, al final, es fijarse en lo que no funciona.
¿No es importante tratar de arreglar los problemas?
Parte de la solución es aceptarlos. Pero ese fue el primer dolor. Luego llegó la separación de mis padres, la desaparición de él, el hecho de que fuera a prisión… Y la presión de no poder contar. “Ocúltalo todo. Construye una fachada. Todo está bien”.
Sus padres eran ateos.
Y hippies. Esa generación tenía una manera de entender la libertad sexual sin tapujos que para nosotros resultaba incómoda. Estaban experimentando y había que dinamitarlo todo. Cuando escribí El cuerpo en que nací sentía resentimiento porque nos habían tratado como conejillos de Indias. Pero ahora creo que fueron muy valientes. Lograron muchos cambios comparado con los que hemos conseguido nosotros, que ya pensábamos que no merecía la pena intentarlo. Hemos sido una generación de nihilistas desilusionados casi desde que nacimos.
¿Cómo se educa después de esa experiencia?
La manera más natural de enterarse de lo que son las relaciones sexuales es que te lo cuenten en el patio del colegio. Que te vaya llegando poco a poco. Hablo mucho con mis hijos. Pero no soy una madre perfecta. Eso no existe.
¿Es lo mismo la maternidad que la paternidad?
Definitivamente, no. Sobre los padres no hay expectativa social. Que un padre decida ser buen padre es un plus para ellos. Pero una madre por defecto debe ser buena madre. Va con la palabra. En La hija única cuento que es la mujer la que debe encargarse de todos los papeles cuando hay problemas porque el padre, hasta que no reconoce al hijo, no tiene derecho a ocuparse de él.
En sus libros el padre está ausente. Y a la madre se le exige mucho.
La relación con la madre produce muchas veces un efecto espejo. Hay expectativas y, por tanto, reproches. Tal vez eso no se da entre hija y padre.
¿Por qué estaba en la cárcel su padre?
Lo acusaron de un fraude. No hablaba del tema.
¿No le preguntó?
Sí, pero se entristecía tanto que… También me gustaba de él que sabía pedir perdón. Aprendí de él que sana que te pidan disculpas y reconozcan un error.
¿Se ha psicoanalizado?
Poco. Mi padre era psicoanalista y me lo inculcó, he hecho mucho trabajo introspectivo.
¿Su padre se convirtió en psicoanalista psicoanalizándose?
Sí. Era un hombre hecho a sí mismo. Empezó trabajando en un banco, estudió matemáticas aplicadas, montó una compañía de seguros y comenzó a psicoanalizarse hasta formarse como psicoanalista. Hablaba con apertura de sus traumas y de sus heridas de infancia.
¿Y su madre?
Menos, dice que no le sirvió mucho.
¿A usted le sirvió?
Como método. Te queda en la cabeza el mecanismo de preguntarte por todo y no prejuzgar.
En sus novelas hay un esfuerzo por mantener la unidad familiar, pero sus padres se separaron, y usted misma, del escritor Gastón García Marinozzi. ¿Una relación entre dos escritores es difícil?
La verdad es que creo que sí. Tiene cosas muy lindas: poder compartir el amor por la literatura; pero, a menos que sean dos personas muy serenas y maduras, tiene también mucho de competencia.
¿Su pareja le supo reconocer sus méritos?
Sí. Pero me da la sensación de que al mismo tiempo se sentía amenazado.
¿Es un mito que una mujer fuerte tiene que estar sola?
Sí. Hay hombres capaces de estar con mujeres fuertes. Pero es mejor que no se sientan amenazados en su territorio. No hablo solamente por mí.
¿Por qué escribió sobre Octavio Paz y no sobre Elena Garro, que fue su mujer?
Creo que quería entender a esa persona —con lados luminosos y lados oscuros— que en los años noventa era una figura omnipresente, una especie de cacique cultural en México. Decidía quién publicaba, quién daba conferencias. Como Neruda en Chile. Y como Vargas Llosa ahora. Quedan resabios de esa época. Pero el siglo XXI es otra cosa.
¿Ha existido alguna popesa?
Que acumulara tanto poder, ni por asomo. La historia del bum no incluía a ninguna mujer. Y sus escritos demuestran que existían. La literatura más íntima de Elena Garro o Alejandra Pizarnik, que habla de lo cotidiano y es menos totalitaria, nos fascina hoy. Ellos escribían sobre hombres poderosos, lo que querían ser. Y hoy eso nos da pereza a todos.
Llamó criminal al presidente Felipe Calderón.
Es que lo es.
¿Qué piensa del presidente López Obrador?
Que se quedó en los años setenta creyendo en energías fósiles como el petróleo o viendo a los indígenas como pueblos atrasados a los que hay que modernizar. Tuvo que claudicar de sus ideales. Habló de juzgar a los políticos anteriores que habían robado y habían sido responsables de tantos conflictos con el narco para terminar con amnistía y perdón. Criticaba la impunidad y ahora la permite. No ha cobrado impuestos a los grandes millonarios de este país como Slim o Espinosa Yglesias, y ha permitido que este tipo de personas se sigan enriqueciendo sin devolverle al país parte de lo que les ha dado. Ha tenido además una actitud irresponsable frente al coronavirus: no ha dado ejemplo poniéndose el cubrebocas. Y cuando no existe una infraestructura de salud pública capaz de hacerle frente a la pandemia, como es el caso de México, debes apostarlo todo a la prevención y a la distancia. Entiendo que no se pueda confinar a la gente que vive en la calle de vender quesadillas, pero por lo menos ponte una mascarilla y da ejemplo.
La pandemia no es igual para todos.
Algunas vidas valen menos y la pandemia ha magnificado esa realidad. Ha removido los cimientos de nuestro mundo y destapado injusticias y violencia. En México hemos pasado de 9 a 11 feminicidios al día. La pandemia es como una lupa, magnifica las cosas.
La OMS ha tenido que pedir a los países ricos que compartan vacunas. ¿La pandemia nos iba a igualar?
Es cierto que no es lo mismo con trabajo o con seguro social o sin casa. Pero para lo más importante, que es la vida, sí nos iguala. Ha demostrado que estamos interconectados. Si se enferma el de al lado, aunque sea pobre, viejo o me caiga mal, me puedo enfermar yo. En lo vital, todo el planeta está junto.
¿Qué la lleva a indagar donde queremos evitar mirar?
Desde niña he tenido tendencia a descubrir tabúes y hablar de lo que la gente no quiere. Me interesa lo que queremos cubrir con tierras y alfombras para evitarlo. Cuando veo algo, por ejemplo el hijo de mi amiga nacido con una discapacidad neurológica, y constato cómo la gente prefiere no hablar del asunto, cómo se silencia o se acostumbra uno a vivirlo escondido, a mí me llama hablar de ello.
¿Se planteó no tener hijos como la protagonista de La hija única?
No. Siempre quise tener. Pero me planteo si en ese querer no había también expectativas de la sociedad. O de mi familia. Creo que ahora es más fácil para una mujer decidir no tener. Antes, si una mujer elegía libremente no ser madre, quedaba sumida en la sospecha.
En sus novelas hay muchos personajes encerrados voluntariamente.
El encierro atrofia, nos obliga a un comportamiento uniformado que nos hace ser apacibles, pero ¿qué sucede con nuestra verdadera personalidad? Se queda contenida, esperando el momento de salir a la luz, aunque sea en un ataque de nervios.
¿Cómo ha llevado el confinamiento?
Exactamente así, con varios ataques de nervios. Debo reconocerlo. Al principio valoré dejar de correr con los hijos al fútbol y a la escuela. Después, la monotonía de los días iguales me hizo ver que se necesita mucha disciplina para crear rutinas. Yo soy muy dispersa. Me gusta que factores externos rompan mi disciplina. Tener dentro de un espacio todas las facetas de mi vida: la escuela de los hijos, la revista de la UNAM, la promoción de la novela…, me enloquece. Es como esas personas que mezclan mermelada con huevo y con frijoles. Al final todo te sabe a lo mismo. Vivimos encerrados y cuando sacamos la cabeza oímos hablar de muerte, nos llega el dolor de la gente, la enfermedad, los problemas económicos. El momento nos exige estar centrados y aburre esa exigencia de no poder romper la monotonía.
Es políticamente incorrecta y hasta prejuiciosa escribiendo: “Las mujeres con gafas son miedosas”.
Igual porque yo llevo gafas y soy un poco miedosa. En general somos inseguros. Con los mismos datos, tenemos más tendencia a ponernos en lo peor que a agarrarnos a la esperanza.
¿La pulsión autodestructiva es más femenina que masculina?
Somos más proclives a analizar las cosas. A veces, por encima de vivirlas.
Mi madre decía: “Si quieres ser feliz como me dices, no analices”.
Plinio el Viejo escribió que todos los animales saben lo que necesitan salvo el hombre.
¿Usted lo sabe?
Para nada. Soy parte de la humanidad que duda mucho. En la naturaleza, la diversidad es posibilidad. Eso es sabio. El zoólogo Andrés Cota escribió en la revista de la UNAM sobre cómo las especies practican el sexo: desde las orgías de las serpientes hasta especies que en un mismo día pueden cambiar de sexo. La variedad es riqueza. Los pingüinos empollan los huevos en grupo mientras las hembras buscan comida. La crianza colectiva es típica de los mamíferos. La naturaleza es una escuela de convivencia.
¿Diversidad en lugar de discapacidad?
Muchas veces cuesta soportar las diferencias ajenas. Vemos ciegos y cerramos los ojos como si nos sintiéramos culpables de sus problemas. No todo el mundo tiene la fuerza necesaria para tratar con las personas con discapacidad.
La anomalía física atraviesa todo lo que ha escrito.
La belleza del monstruo es un tema subversivo porque indica que se puede ser de otra manera. Monstruo es lo que muestra.
En lo que escribe hay mucho voyeurismo: protagonistas que espían la ducha de otro, que escuchan tras las puertas…
Entender al otro por el análisis exhaustivo es parte de mis manías. Escuchar. Estar atento a todo lo que sucede a mi alrededor. Siempre lo he hecho. Sobre todo cuando vivía en Francia, donde las paredes son finas, tenía ubicadísimo lo que sucedía en cada piso. Me gusta cuando la gente se quita la máscara con la que se presenta. Eso sucede en la intimidad. Entonces sale el pequeño monstruo, lo humano, lo que no queremos que los otros vean y que a mí me parece fascinante. Cuando no te observan, te revelas tal como eres.
¿Le gustaría que la observaran tanto?
Puede ser una forma de amor. Hay gente que lo hace. Los periodistas, por ejemplo.
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