Ruta sentimental por la desconocida costa de Cartagena
El litoral que va de Cartagena al Puerto de Mazarrón es posiblemente el más virgen que queda en el Mediterráneo. Un viaje que se detiene en la cima del pico de La Muela, los paisajes de cabo Tiñoso, la batería de Castillitos o el pueblo de pescadores de La Azohía
La pista que baja desde la carretera de Mazarrón hacia el antiguo cuartel de El Bolete se convierte, poco después de la aldea de Campillo de Adentro, en un improvisado mirador sobre el litoral cartagenero. Desde esa atalaya, sobre un cantil de piedra caliza que se hunde en un mar que concentra todas las esencias del Mediterráneo, se alcanza a ver la rada de Cartagena y los castillos que la circundan. También se ve con nitidez la punta cortada a pico del cabo Tiñoso, la playa nudista de El Portús y los tremendos acantilados de la sierra de la Muela y del cabezo Roldán. Un sol apacible de primavera ayuda a componer una escena marina casi perfecta, sin un solo edificio ni intervención humana que la desmerezca, si exceptuamos los círculos flotantes de una granja de atunes instalada frente a este antiguo cuartel donde la Guardia Civil vigilaba el litoral en busca de contrabandistas. Una mirada casi irreal en la encementada costa mediterránea española.
El trozo de litoral que va desde Cartagena hasta el Puerto de Mazarrón, en la Región de Murcia, es posiblemente el más virgen que queda en el Mediterráneo español, pero muy poca gente lo sabe. El horizonte limpio e infinito se deshilacha en jirones blanquecinos cuando intenta fundirse con el azul del mar mientras dejo que mi vista recorra asombrada ese panorama de kilómetros y kilómetros de costa pura, inmaculada, en un país donde el desarrollo turístico de los setenta se lo cargó prácticamente todo. La mirada se pierde sin encontrar un elemento disonante.
Luego dejo atrás la pista de El Bolete para internarme por una senda que bordea los acantilados hasta cala Aguilar, una pequeña rada a la que solo se puede acceder en barco o a pie, y tras descansar en ella, inicio una fuerte subida hacia el pico de La Muela, una cima de apenas 545 metros de altura, pero ganados uno a uno sin respiro, desde el nivel del mar. Por el camino se ven restos de antiguas baterías de costa, viejos cañones abandonados, puestos de observación y casamatas comidas por la hierba y el abandono. Infraestructuras ruinosas que una vez defendieron los accesos a la estratégica base naval de Cartagena. Gracias a ese uso militar, buena parte de la costa cartagenera, desde cabo de Palos hasta cabo Tiñoso, pudo eludir aquella fiebre de ladrillo y cemento. Sin proponérselo, el Ejército logró que todo este rosario de acantilados y calas de cantos rodados y arena gruesa llegaran hasta nuestros días tal y como lo vieron —y lo vivieron— nuestros tatarabuelos.
De vuelta al Campillo de Adentro, en vez de salir a la carretera de Mazarrón, giro a la izquierda y esa misma cinta de asfalto me va a llevar, siempre en ascenso, hasta uno de mis lugares favoritos de toda la costa murciana: cabo Tiñoso. Un enorme espolón rocoso que se interna en el Mediterráneo entre las bahías de Cartagena y Mazarrón con altos valores paisajísticos y medioambientales porque, de nuevo gracias a su condición de terreno militar, no se pudo construir ni intervenir en él. Debido a este aislamiento conserva la flora y fauna autóctonas del litoral, así como unos fondos submarinos muy apreciados por los amantes del buceo. Sus paredes casi verticales salen del fondo del mar y alcanzan hasta los 200 metros de altitud. En ellas anidan muchas aves, entre ellas el halcón peregrino, la pardela cenicienta y el paiño mediterráneo.
Cabo Tiñoso es un lugar habitual entre senderistas y cicloturistas porque en su cima permanece visitable aún la batería de Castillitos, una fortificación artillada construida en 1933 que, junto a su gemela, la batería de Cenizas, al norte, disuadía a cualquier enemigo de atacar la base naval de Cartagena. Los dos gigantescos cañones Vickers-Armstrong de 38,1 pulgadas, capaces de mandar un obús de una tonelada a 35 kilómetros de distancia, fueron restaurados en 2009 y constituyen el gran atractivo de la visita, aparte de las soberbias vistas que se tienen desde arriba de toda la costa de la Región de Murcia, desde cabo de Palos hasta Águilas.
La última parada de este recorrido sereno y sentimental debe ser La Azohía, un encantador y tranquilo pueblecito de pescadores y veraneantes al pie del cabo Tiñoso, donde aún se instala cada año una almadraba, un antiguo arte de pesca de origen romano en el que los atunes y las caballas son cercados en un laberinto de redes y que, por cierto, acaba de ser declarada Bien de Interés Cultural.
A las afueras del pueblo puede visitarse la torre de Santa Elena, un viejo fortín defensivo erigido en el siglo XVI sobre un risco para defender estos andurriales de los piratas berberiscos. Como ella quedan aún docenas de torres de vigilancia en las playas y acantilados de la región, cuyas costas sufrieron durante los siglos XV y XVI continuos ataques de los piratas procedentes de Argelia. Hasta tal punto fue intensa aquella plaga de saqueo y muerte que consiguió despoblar la zona y obligó a los pocos vecinos que quedaban en las alquerías cercanas al mar a huir tierra adentro, hasta Lorca o la propia Murcia, para salvar el pellejo.
Un tramo de litoral aún virgen, al que la última crisis del ladrillo salvó de la enésima amenaza de destrucción. Un paisaje casi africano, silueteado por piteras, palmitos y azufaifas a disposición de esos viajeros curiosos que quieran saber cómo fue una vez la costa mediterránea antes de que la forráramos de cemento.
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