Piriac-sur-Mer, Guérande y La Baule: un trío infalible en la costa atlántica francesa
Pueblos costeros y medievales, creperías, playas, salinas y los lugares que inspiraron a Émile Zola o Balzac esperan en este viaje por la región de Pays de la Loire
Émile Zola, en su novela corta Las caracolas de Monsieur Chabre, cuenta la historia de un matrimonio formado por un señor burgués de mediana edad y un tanto ridículo y una hermosa parisina bastantes años menor. Tras un tiempo buscando descendencia sin suerte, acuden a un médico para que les eche una mano y les da una receta que considera imbatible: ella tiene que comer marisco de calidad, ahí está la solución. El señor Chabre, que no sabe que es estéril, no duda de la idea y se muda con su amor a un pueblo costero del sur de Bretaña en busca de buenos percebes.
Ese pueblo es Piriac-sur-Mer, donde se instaló Zola en 1876, cuando llegó acompañado de su amigo el editor Charpentier y de sus respectivas esposas. “En este encantador rincón del fin del mundo que recuerda a Provenza, donde las mujeres van ataviadas con voluminosas enaguas…”, Zola se inspirará aquí para crear una ficción en la que aflora su fascinación por un remanso inexplorado y exótico a ojos de un bohemio venido de París. En su finísima descripción de la península de Guérande se percibe la emoción que sintió al pisar estas costas. La Grotte à Madame, cerca de la punta de Castelli, parece ser su favorita, y tendrá su protagonismo en la historia. Unos años antes, en su novela Beatrix, Balzac dejó por escrito que “la tierra bretona tiene raza, carácter, historia, movimiento y creencias: casi siempre se puede encontrar espíritu en los pueblos de mar”.
Piriac-sur-Mer
Piriac-sur-Mer ha conservado el encanto antiguo de un pueblo de pescadores, con playas de arena fina en cuya orilla veteada de rocas resisten redimidas guirnaldas de algas. Como sucede con esos pueblos por los que no se pasa porque es preciso ir a ellos, es una postal atlántica y circundante en la que destacan destellos de arquitectura tradicional bretona y una luz natural que revela lo que el ojo debe mirar: el puerto deportivo, las calles llenas de hortensias y de rosas, las crêpes que van que vuelan en las terrazas y, dada su particular ubicación, un horizonte amplio que le da al pueblo un aire de isla. “Si la luz te molesta, es por tu culpa”, decía el poeta griego Ritsos. En Piriac nada es desmesurado. Por eso aún se aprecia lo que pudo significar el choque cultural entre los autóctonos dedicados a la pesca y con un fuerte sentido religioso y los versos libres de París que empezaron a probar estas playas, a las que llegaban en carros primero, y luego en los trenes que cambiaron la vida de Francia (y de Europa), al acercar a la gente a las costas del oeste para que estas dejaran de ser simples (y en algunos casos peligrosos) puntos de navegación y se convirtieran en balnearios. Piriac es uno de esos pueblos recónditos, punto más avanzado al mar de la región Pays de la Loire, departamento del Loira Atlántico, que se transformaron con la llegada de los nuevos veraneantes.
Los escritores que desde finales del siglo XIX pusieron el exotismo de Piriac en el incipiente mapa turístico y quienes a la postre han hecho que siga viva con sus obras fueron Émile Zola, Alphonse de Chateaubriant y Alphonse Daudet, que fue el primero. Las tres casas son todavía reconocibles. Zola se instaló en un segundo piso frente a la iglesia, junto al puerto, precisamente donde se instaló Daudet, en el mismo paseo que lleva al clásico Hôtel du Port, que antecede a la casa de Chateaubriant. Daudet ya había escrito en la isla de Córcega su famoso Lettres de mon moulin, y aquí escribió Les courses de Guérande y Contes du lundi. Hay lugares en los que el arte no se hace esperar. Llegó el verano de 1874 y describió Piriac como un “pequeño pueblo antiguo y rústico, de calles oscuras, estrechas a la manera de las calles argelinas, atestadas de estiércol, ocas, bueyes, cerdos”. Vivió con su familia en el Quai de Verdun, en el Hôtel des Bains, hoy la Brasserie La Vigie. Chateaubriant llegó a estas costas en 1902. Piriac le pareció “un desierto”, alquiló una habitación en Port-au-Loup y se vinculó a una familia noble: los Bachelot-Villeneuve. En 1903 se casó con Marguerite Bachelot-Villeneuve y se instaló en la enorme residencia de sus suegros, en la Rue du Port. Años más tarde, se mudó a la vecina Brière y se empapó de paisaje, maneras de vivir y vocabulario autóctonos para pergeñar su famosa novela La Brière.
Hay más edificios a tener en cuenta en esta villa: la antigua conservera que también fue lonja nos remite a la pesca de la sardina, actividad original del lugar; el fundacional Hôtel de la Plage, también restaurante La Station, junto a la playa, que dio cobijo a los primeros turistas, sigue siendo un punto de referencia; y, por supuesto, la iglesia de Saint Pierre-es-Lien, edificada entre 1766 y 1787 sobre otras iglesias precedentes, una del siglo VI, otra del XI y otra del XIV. Su presencia es capital en un pueblo tan pequeño. Daudet escribió: “La iglesia eleva sus campanadas cerca de las olas… Último límite de este rincón de tierra, el cementerio dispone cruces dobladas, hierbas locas y un maltrecho muro bajo donde se apoyan bancos de piedra… No se puede, ciertamente, encontrar lugar más delicioso, más retirado que este pueblo perdido entre las rocas, a la vez rural y marino”.
La Place de la Chope fue fundamental, y lo sigue siendo, para los artesanos al estar al abrigo del viento. El pozo de piedra recuerda que el agua corriente llegó a Piriac en 1963 y hasta aquel entonces existían los transportadores de agua. Ahí está la elegante Crêperie Le Rozell, que anuncia que solo hacen galettes de harina de trigo negro (sarraceno) finas y crujientes y rellenas de productos locales. Otras opciones más festivas y populares son la inevitable y colorida Lacomère, un clásico de Piriac, y también la Crepêrie de Keroman.
Por las calles empedradas resisten varios vignobles, bodegas en las que se conservaba el vino y que proliferaron a partir del siglo IX por el impulso de los monjes de la abadía de Redon, propietarios de numerosos dominios de viñedos de alrededor. En los siglos XVII y XIX la producción de vino permitió exportaciones a Inglaterra y Holanda.
En la novela de Zola, la bella Estelle sale cada mañana en busca de coquillages (conchas marinas), rastrea a pie la orilla o compra productos frescos, pero por mucho que coma nada es suficiente para lograr el embarazo. En una de esas aparece Héctor, un joven pescador del pueblo, que ofrece su barca para adentrarse juntos al mar. Como monsieur Chabre no está para esos trotes, deja que los jóvenes zarpen a pescar. Una mañana, la tempestad les obliga a bordear la costa y a refugiarse en la Grotte à Madame, donde esperan a que amaine un par de horas. En Piriac, el marido aguarda inquieto su regreso y, al verlos llegar, respira tranquilo. En la barca hay buen marisco, indispensable para que el tratamiento surta efecto. Nueve meses después, en París, Estelle, para gozo del señor Chabre, dará a luz a un niño. “Mientras su marido se ocupaba del equipaje, Estelle dio unos pasos muy interesada por el desfile de los fieles, la mayoría de los cuales llevaba trajes típicos. Había por ahí, con camisón blanco y pantalones cortos, unos paludiers (trabajadores de la sal) que vivían en las marismas cuyo vasto y gran desierto se extiende entre Guérande y Le Croisic”. Con este párrafo nos despedimos de Piriac para ir a Guérande: “La vista de Guérande, de esta joya feudal bien conservada, con su recinto fortificado y sus puertas profundas, coronadas por almenas, lo asombró. Estelle contempló el pueblo silencioso, rodeado por los altos árboles de sus paseos; y, en el agua quieta de sus ojos, una ensoñación sonrió…”.
Guérande
A unos 15 kilóemtros al este de Piriac-sur-Mer, Guérande es uno de esos lugares franceses insoportablemente perfectos que cumplen todos los requisitos de una ciudad medieval fortificada y de un secreto mal guardado. Desde 1877 está considerada monumento histórico. Conserva la misma estructura que en el siglo IX junto a murallas del XIV. Atrajo a los intelectuales románticos y a escritores como Flaubert o Apollinaire, que escribieron sobre ella, pero el autor que le sacó más partido fue Balzac, que llegó en patache (carro tirado por caballos) en 1830 para encerrarse (nunca mejor dicho, aún está la placa ante la casa) y vivir, a escondidas de París, su amour fou con la joven Laure de Berny. Tan profundo fue su sthendalazo que se sirvió de la localidad como escenografía de su novela Beatrix, donde se lee: “Guérande. Este solo nombre despertará mil recuerdos en la memoria de pintores, artistas, pensadores que hayan ido a la costa donde se encuentra esta magnífica joya de la Edad Media, tan orgullosa posada para comandar los relevos del mar y de las dunas…”.
De las cuatro puertas, la de Saint Michel, la del este, es la más importante y la principal. La Rue Saint Michel tiene el mismo espíritu comercial que en la Edad Media. Esta calle evidencia que Guérande sea conocida en todo el mundo por dar nombre a una sal idolatrada por chefs y gastrónomos. Tardó en posicionarse en el mercado porque durante años su color grisáceo no estaba bien visto. Pero su fleur de sel es, a día de hoy, un condimento de impecable reputación y presente en todas las casas y restaurantes de la región, donde tanto sirve para aderezar el chocolate como la piña (algo sublime, por cierto). Para saber más de este tesoro autóctono, del oficio ancestral de paludier, del proceso de fabricación de la sal desde el subsuelo al plato y todas sus particularidades (y para comprar a buen precio), nada como visitar el complejo vecino Terre de Sel, situado a 3,5 kilómetros de la localidad, donde se puede participar en alguna de las actividades propuestas.
La sal es el producto estrella de la calle principal de Guérande, donde también se encuentra el exitoso y actualizado salón de té P’tea Bonheur. La Place du Pilotis conserva la fisonomía medieval con sus tejados a dos aguas y las construcciones burguesas con entramado de madera y nos habla del instrumento para imponer justicia de la Edad Media. Es imprescindible la visita a la colegiata de Saint Aubin, de estilo gótico renacentista, la gran iglesia de Guérande, reconocible por su piedra gris. En la plaza que la antecede y en Les Halles de enfrente, los miércoles y los sábados, se extiende un mercado. Se recomienda subir a la parte transitable de las murallas y disfrutar de la panorámica que ofrecen las alturas.
Para ensalzar el patrimonio a la vista se pueden buscar adjetivos y maneras de describirlo, pero por mucho que se intente siempre quedará Balzac para posicionarse un escalón por encima: “La ciudad produce en el alma el efecto que produce un calmante sobre el cuerpo. Es tan silenciosa como Venecia. A veces la imagen de esta ciudad vuelve a llamar al templo del recuerdo. Ella entra coronada con sus torres, engalanada con su cinturón, despliega su vestido sembrado de sus hermosas flores, sacude el manto dorado de sus dunas… te ocupa y te llama como una mujer divina a la que has encontrado en una ciudad extranjera y que se ha quedado a vivir en un rincón de tu corazón”.
La Baule
Para terminar, es preciso empezar la película Lola (1961), de Jacques Demy, y recordar a ese tipo rubio vestido de blanco que, al volante de su coche descapotable, deja atrás una playa a toda velocidad rumbo a Nantes. El arenal al que dice “hasta pronto” es La Baule, uno de los más evocadores de la costa oeste de Francia, vecino de la también celebrada playa de Pornichet, cuyas proporciones demuestran que una playa es más que arena y agua, más que yodo y salitre, más que una película de Rohmer o de Sautet; puede ser una postal y puede ser su reverso, una página sobre la que proyectar visiones, sentimientos, paraísos ganados.
Nadie se cansa de recorrer esta orilla con los pies en el agua. Y qué decir de esos discretos clubs deportivos y de los juegos a los que invita la marea baja. La vocación náutica de la región encuentra en La Baule una cómplice con forma de semicírculo que se abre al océano. El cielo es un parque de velas de kite surf. Restaurantes divertidos como Punch in Baule o Les fils à maman refinan el concepto chiringuito en la misma arena. Todo ello pese a que en los años sesenta se permitiera, increíblemente, construir unos bloques de apartamentos de altura inconcebible que rompen la escala y la armonía de la primera línea. Aún así, el pueblo conserva, a la sombra de los pinos, agradables paseos y el esplendor reflejado en villas belle époque como el hotel Saint Christophe, auténtico, insinuante, ante el que cualquiera sueña con hospedarse y estirar el tiempo, porque como se lee en la novela de Balzac, esta región “tiene algo inexplicable, grandioso incluso en sus minucias, que solo puede definirse con la palabra sagrado”.
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