Paseos con mi madre por Ucrania
Un retrato del país invadido por Rusia a través de la familia de un corresponsal de guerra y su visita a Kiev, Lviv, Irpin o Bucha
Este no es un artículo para recomendar un destino turístico, este es el viaje de una madre preocupada por su hijo. Es un viaje de 10 días de una cocinera jubilada, desde el Valle de Arán (donde vive) hasta Ucrania, país en el que se libra la mayor guerra que ha sufrido Europa en ocho décadas. Ella se llama Ares y su hijo es quien escribe este artículo.
Llegar a Ucrania no es difícil si se tiene en cuenta que se trata de un lugar donde hay un conflicto bélico activo. No se puede viajar en avión, el espacio aéreo está cerrado, pero desde cualquier rincón de Europa puede tomarse un autocar o un tren y, tras varios días de ruta (dependiendo del punto de salida), se alcanza cualquiera de las grandes ciudades del país. Polonia, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Moldavia son las puertas de acceso.
El Ministerio de Exteriores de España recomienda no viajar a Ucrania (como advierten tantos otros Gobiernos de la Unión Europea), pero cientos de extranjeros acceden diariamente. En 2023 visitaron Ucrania 2,4 millones de extranjeros, según datos de la Guardia Estatal de Fronteras. Son delegaciones de Estados, de organizaciones internacionales, de empresas, voluntarios de ONG, periodistas, mercenarios y algún que otro turista. Un ciudadano de la UE solo necesita presentarse en la aduana y su pasaporte será estampado con un visado de tres meses.
En los más de dos años que dura la guerra nos hemos visto quizá tres veces; la última fue la pasada Navidad. El interés de mi madre por Ucrania es compulsivo. Podría pensar que es porque su hijo trabaja allí, pero es una persona concienciada por el devenir del mundo y también sigue al minuto lo que sucede en Palestina. Es una persona curiosa que se fija en múltiples detalles: ¿por qué hay tantos anuncios de estomatólogos en el metro de Kiev? ¿Por qué todas las tumbas del cementerio judío de Berdíchiv miran al oeste? ¿A dónde llevan los escombros de tantos edificios bombardeados? Son preguntas que lanzaba mi madre sin cesar.
Paseos con mi madre es el título del libro más conocido del escritor catalán Javier Pérez Andújar. Es un retrato sociológico de la periferia de Barcelona en el río Besòs, donde se instalaron durante el franquismo decenas de miles de migrantes de otras regiones de España. Pérez Andújar lo escribió a través de su propia experiencia y la de su familia. El titular de este reportaje es un guiño a aquel libro y persigue lo mismo, ofrecer pinceladas para entender la sociedad de un lugar; en este caso, la de un país invadido por una superpotencia militar.
A mi madre la acompañó su marido, Joan. Acordamos que no iríamos al este de Ucrania. Planteé acercarnos a la ciudad de Dnipró, pero lo hice el día en el que un misil ruso impactó en su estación central de trenes. Yo había pasado por allí cinco horas antes. Mi madre, con razón, respondió que ni hablar. Odesa era otra opción, es una de las ciudades con más personalidad que he tenido la suerte de conocer, la capital del Mar Negro, puerto de gentes diversas, judíos, griegos, tártaros, rusos y ucranios. Pero el ejército invasor ha estado golpeando Odesa periódicamente esta primavera y Joan se negó en rotundo. El mapa de nuestros paseos estuvo finalmente compuesto por Kiev y su periferia, Berdichiv, Lviv y su vecino pueblo de Zhovkva.
La primera foto que hizo mi madre en su viaje fue la del tridente ucranio, el escudo nacional, impreso en el vagón del tren que tomó en Przemysl (Polonia), en la frontera con Ucrania, con destino a Kiev. Estaba emocionada, pero desde aquel momento inicial ya estaba preocupada. Creía que su llegada coincidiría con la entrada de armamento de la OTAN procedente de Polonia y que las fuerzas aéreas rusas bombardearían las vías y el tren. Un par de días más tarde ya se había calmado. “Veo a la gente muy tranquila”, decía cuando sonaban las alarmas de riesgo de bombardeo mientras andábamos por la capital. Acostumbradas y conocedoras de las horas en las que hay más riesgo, pocas personas toman refugio cuando las alarmas se activan en la mayoría de las provincias de Ucrania. Kiev, además, tiene la mejor red de baterías de defensa antiaérea del país. Mi madre dejó de preocuparse.
Un funeral en Lviv
La principal obsesión de Ares cuando andaba por la calle era observar las caras de los chicos que se cruzaba. Se compadecía por tantos muchachos que, según su rápido examen visual, consideraba que serían incapaces de combatir si son llamados a filas. No pudo contener las lágrimas cuando coincidió con un funeral de dos soldados en la iglesia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Es la iglesia castrense de Lviv, edificio barroco construido en el siglo XVII por los jesuitas y hoy perteneciente a la iglesia greco-católica (fiel al Vaticano pero que sigue el rito bizantino). Deambulaba por el templo mirando atentamente los cientos de retratos de combatientes muertos en la guerra de la región de Donbás, que estalló en 2014 con el levantamiento de los separatistas prorrusos. Lo mismo hizo en la plaza de Maidán, en Kiev, donde en los parterres de césped hay clavados miles de banderines con los nombres de militares que murieron enfrentándose al invasor.
Le llamó la atención el contraste entre el dolor que sintió en la iglesia y el bullicio fuera de ella, en el centro de Lviv. La ciudad está hasta los topes, en el primer año de la invasión triplicó su población —antes de la guerra era de 700.000 personas— con personas que huían de zonas donde se libran los combates. Es un jolgorio que resulta incluso algo incómodo para alguien que aterriza en la ciudad procedente de una ciudad en el este del país. El toque de queda en Lviv empieza formalmente a medianoche y termina a las cinco de la mañana, como en Kiev. Pero si en la capital a medianoche ya no hay nadie en la vía pública, por el riesgo de ser multado o detenido por la policía, en Lviv el griterío de los jóvenes en la calle continúa hasta la una de la madrugada.
En Lviv descubrió mi madre una ciudad de raíces centroeuropeas —durante siglos formó parte de Polonia, la frontera polaca se encuentra a tan solo 60 kilómetros—, con palacios de estilo francés y, sobre todo, con su pasado austrohúngaro. Su casco viejo podría ser el de Cracovia o el de Praga, pero incluso en este captó Ares las consecuencias de la guerra, no solo con el funeral de los dos fallecidos, también con los veteranos mutilados esperando en la estación central de tren o con Petro, un taxista que hacía pocos meses había dejado el ejército. Mi madre preguntó cómo había vuelto a la vida civil y él explicó que había recibido un disparo en el vientre y que ya no podía levantar peso. El cortejo fúnebre de un militar apareció por el carril opuesto y todos los coches se detuvieron. Conductores y pasajeros bajaron de los vehículos en señal de respeto, como es costumbre, y se mantuvieron de pie en la calzada hasta que pasó la comitiva.
Ares ha leído muchos libros vinculados a Ucrania. Por eso no era algo nuevo para ella comprobar que este país ha sufrido la violencia de la guerra como pocos en Europa, aquello que el historiador Timothy Snyder bautizó como “tierras de sangre”. Fuimos a Zhovkva porque es uno de los escenarios del libro de Philippe Sands Calle Este – Oeste, obra maestra sobre el origen de la definición legal del genocidio y de los crímenes contra la humanidad. En Berdichiv estuvo en la fosa común de Khazhyn, en el claro de un bosque, donde cerca de 13.000 judíos fueron ejecutados con un tiro en la nuca por las tropas nazis.
Mi madre puede ser tan proucrania como el presidente, Volodímir Zelenski, pero en su periplo también descubrió que hay cosas que no funcionan. Ella creía que era un país más avanzado y, tras comprobar detalles como el mal estado de las infraestructuras, concluyó que queda mucho para que puedan ser miembros de la Unión Europea. Su referente más cercano era Polonia, pero el país vecino es hoy un país desarrollado como pocos, acercándose rápido al nivel de riqueza de España. El desmadre de los conductores ucranios y la falta de respeto del código viario la dejó estupefacta. Le conté que la gran mayoría conseguían el permiso de conducir sobornando al examinador —de mis decenas de conocidos y amigos locales, solo conozco a una persona que prefirió cumplir con la ley—.
Mermelada de piñas tiernas
Lo mejor de viajar en coche fue parar en los tenderetes ambulantes que en el arcén de la carretera instalan gentes del campo con cuatro maderas, ofreciendo legumbres, conservas de setas y mermeladas de frambuesa o de piñas de pino tiernas. Para alguien que ha vivido dedicada a la cocina como ella, la gastronomía ucrania era un constante aprendizaje.
Estaba obstinada en conocer Lviv, la había mitificado, pero terminó yéndose de Ucrania fascinada por Kiev. “Es más la Ucrania real”, repetía. Cada Ucrania es real, pero con esto se refería a que en la capital hay un componente del este que Lviv no tiene. Influyó que estuvo en Kiev durante la Pascua ortodoxa; la bendijo el pope de la capilla de San Nicolás y pudo visitar sin turismo el monasterio de las Cuevas o la catedral de Santa Sofía. Influyó también que en el mercado de mi barrio, el de Volodmirski, una carnicera nos quisiera echar a patadas por hacer unas fotos. Me soltó que las publicaríamos y los rusos descubrirían que en el mercado hay gente y lo bombardearían. Llamaron al tipo de seguridad, le mostré mi acreditación de prensa de las Fuerzas Armadas Ucranias, le expliqué que se trataba de mi madre, que no tenía intención de enviar a Moscú la fotografía de una parada de carne de tocino y nos dejaron en paz.
Quizá influyó también que visitamos Irpin, Bucha y Gostómel, al norte de Kiev, donde empezó la invasión. Son pequeños municipios para familias de clase media que quieren vivir fuera de la gran ciudad: fueron testimonios de algunos de los peores crímenes de guerra perpetrados por las tropas invasoras. En el tristemente famoso puente de Irpin, dinamitado por las Fuerzas Armadas Ucranias para evitar el avance ruso, coincidieron Ares y Joan tomando fotos junto a otros visitantes ucranios que querían tener su retrato en un lugar que ya es historia de Europa. En la Casa de la Cultura de Irpin descubrieron, entre las ruinas del edificio, uno de los grafitis que pintó el artista Banksy en 2022. El edificio, de bellos estucados soviéticos de los años cincuenta, es hoy un esqueleto: su interior está calcinado y el exterior marcado por las balas y las explosiones. El Ayuntamiento prevé reconstruir el edificio, con la posibilidad de que se borren las huellas de la guerra. Mi madre opinaba que quizá era mejor dejarlo así, para recordar lo que allí sucedió, pero una mujer local presente replicó que “la gente prefiere olvidar rápido”.
El campo de fútbol de Irpin, colindante a la Casa de la Cultura, ya había reparado los boquetes que habían dejado los morteros en el césped artificial. Ahora solo falta remozar las gradas, destrozadas por las bombas. Mi madre lo vio y no lo olvidará.
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