El año de Pancho Villa: una gran excusa para viajar a Chihuahua y visitar en el Chepe Express las Barrancas del Cobre
Un recorrido tras las huellas del famoso revolucionario por el norte del país: de la capital del Estado mexicano, donde vivió, hasta Hidalgo del Parral, donde fue acribillado a balazos hace 100 años
“Esta es la historia de un hombre, tres mujeres y un tesoro. La revolución fue la de México en tiempos de Emiliano Zapata y Francisco Villa”. Así comienza Revolución (Alfaguara 2022), la última novela de Arturo Pérez-Reverte. Casi 500 páginas de fábula en torno a uno de los clímax históricos del siglo XX. Empeño de titanes, no la Revolución en sí (que también), sino el hecho de reconstruir el habla y maneras de campesinos de hace un siglo en un territorio remoto. Al margen del léxico, donde el escritor se mueve como pez en el agua es en el lenguaje de las armas y el paisaje de la muerte gracias a sus años como corresponsal de guerra.
El autor se circunscribe al escenario norteño de la Revolución, el Estado mexicano de Chihuahua, y la figura que encarnó allí la revuelta: Pancho Villa. Precisamente el centenario de su asesinato —murió en una emboscada el 20 de julio de 1923— ha inducido a México a declarar este como El Año de Pancho Villa. Muchos han precedido a Reverte en su empeño. Escritores de talla, como Steinbeck, Faulkner, Graham Greene… Y, sobre todo, cineastas. El propio Villa firmó un contrato con una productora del gran Griffith, en 1914, para rodar episodios de su lucha haciendo él mismo de protagonista (y cobrando extra por filmar fusilamientos en directo). En 1934, otro grande, Howard Hawks, firmó una cinta hagiográfica, ¡Viva Villa!, con bellísimas imágenes en blanco y negro. Al año siguiente, Vámonos con Pancho Villa contó con la música del clásico Silvestre Revuelta —y un epílogo tan cruel que fue omitido en la restauración reciente de la cinta—. Villa cabalga, de 1968, fue un wéstern famoso por su reparto estelar —pero rodado en un pueblo de Toledo, junto al río Alberche, puro cartón piedra—. Son más de una docena las películas célebres en torno a Pancho Villa —a Emiliano Zapata le bastó la obra maestra de Elia Kazan ¡Viva Zapata! (1952)—. La universidad de México ha recogido y argumentado filmaciones de archivo sobre la Revolución en la espléndida El poder de la mirada (2019).
La Revolución mexicana se logró gracias a la pinza de Pancho Villa por el norte y Emiliano Zapata por el sur. Chihuahua, en el norte, es el más extenso de los 32 Estados mexicanos, fronterizo con Estados Unidos —el río Bravo, o Grande, es la linde—, y siempre noticia. Un territorio tan extenso como media España. Pero vacío, apenas habitado por cuatro millones de almas, la mitad repartidas entre Ciudad Juárez y la capital, Chihuahua. Antiguo territorio apache, es un desierto no de arena, sino de llanuras infinitas, cerros y montañas: al oeste, el espinazo de la Sierra Madre que vertebra buena parte de América cobra dramatismo en las Barrancas del Cobre, uno de los activos paisajísticos del despertar del turismo en la región.
Las joyas de la capital del Estado
La ciudad de Chihuahua, justo en el centro de este territorio, no llega al millón de habitantes, y eso contando los barrios nuevos que se aúpan por los cerros cercanos. Lo que es el centro colonial se puede abarcar a pie. En la plaza de Armas, la catedral barroca, rojiza, de toscas figuras, asiste al perezoso paso de los días. Enfrente, dos edificios históricos, casi coetáneos: el Palacio de Gobierno (de 1882) y el Palacio Federal o Casa Chihuahua (1910). Conviene empezar por este último, ya que en sus cimientos conserva el calabozo donde el cura Hidalgo, uno de los “padres de la patria”, esperó cuatro meses a que lo fusilaran. Hablamos de 1811, cuando aquel territorio se llamaba Nueva Vizcaya y estaba en sus albores la independencia de México.
Enfrente, el Palacio de Gobierno, un bello edificio neoclásico, tiene su claustro totalmente cubierto de murales (el vicio artístico mexicano de los años cincuenta) sobre héroes y mitos de la Revolución. No abundan en Chihuahua los edificios antiguos; entre los más notables destacan La Casona, del gobernador Luis Terrazas, adversario y competidor de Villa (ahora un restaurante con el mismo nombre); la llamada Quinta Gameros, palacete modernista convertido en centro cultural; o el Museo de la Revolución Casa Villa, que bien puede servir de prólogo para iniciar una ruta tras los pasos del revolucionario. Por cierto, al dejar la ciudad sorprende una estatua del actor Anthony Quinn bailando el sirtaki: es que el protagonista de Zorba el griego, que se llamaba Manolo (Manuel Antonio Rodolfo Quinn) antes de emigrar a Hollywood, nació justamente aquí.
Parada en Parral
Aunque Villa se movió mucho por el norte —incluyendo alguna razia a Estados Unidos—, sus huellas más visibles están al sur de Chihuahua, sobre todo en Parral, donde acabó sus días. Pancho Villa se llamaba Doroteo Arango. Todo en torno a su figura es bastante nebuloso. También el juicio de la historia: para unos sigue siendo un mito; para los más, solo fue un bandido ascendido a general. Un bandolero que se echó al monte a los 16 años. Hasta que en 1910 entró en la Revolución. Asesino, ladrón y sanguinario para unos; defensor de los pobres para sus partidarios. Aprendió a leer en la cárcel, a los 33 años, con Los tres mosqueteros de Dumas. Medía un metro ochenta, pesaba casi cien kilos, se casó 75 veces en diferentes pueblos (aunque solo están documentadas 27 esposas) y tuvo unos veintitantos hijos.
En la ciudad de Parral fue acribillado el 20 de julio de 1923. Cuatro años antes le había ocurrido lo mismo a Emiliano Zapata, el caudillo del sur. Ya estorbaban a la Revolución, que acabaría haciéndose “institucional”, lo cual es un oxímoron tramposo. En Parral, Villa tiene dos museos, uno en la casa frente a la cual lo asesinaron; y otro, en el hotel que había comprado y adonde llevaron sus restos y los de los otros cinco ocupantes del Dodge acribillado. Cerca de allí, le han dedicado la escultura ecuestre más grande del mundo, del tamaño de una casa. Y en el cementerio local está su tumba, y tal vez sus restos.
Parral —o Hidalgo del Parral— creció cuando un alférez español encontró una mina de plata en 1640. La antigua mina, La Prieta, en el Cerro de la Cruz, está abierta ahora a los turistas. Una capilla colonial precedió a la actual catedral, edificio reciente y tosco. Al otro lado de la plaza, el antiguo Hospital de San Juan de Dios guarda el recuerdo de un cura asesinado en la Guerra Cristera (1924-1926, cierre de iglesias y persecución del clero), tan bien narrada por Graham Greene en El poder y la gloria. Se conservan dos casas-palacio de la familia Alvarado-Griensen (ahora museos) gracias a que Villa perdonó a estos hacendados por haberle socorrido de mozo.
Parral está en medio del Camino Real de Tierra Adentro, que iba de Ciudad de México a Santa Fe, atravesando 60 sitios, algunos tan notables como Querétaro, Guanajuato, Zacatecas, Durango, Chihuahua, El Paso o Alburquerque. Este Camino Real, de 1.400 kilómetros, es patrimonio mundial de la Unesco desde 2010. Uno de sus eslabones, a media hora de Parral, es Valle de Allende: un pueblito detenido en el tiempo que conserva el color del antiguo Camino por donde se transportaba plata y mercurio, aunque sus tapiales revienten y se diluyan, comidos por la lluvia, los yerbajos y el olvido.
No todo es Revolución en Chihuahua. Al norte de la capital, las ruinas de Paquimé (también patrimonio mundial desde 1998), en Casas Grandes, son testigo friable de una cultura que tuvo su apogeo hacia el año 1200, y emigró al Pacífico hacia 1450. Hay un museo del sitio junto a las excavaciones (que siguen, la ciudad empezó a desenterrarse hace solo 60 años). Casas Grandes pertenece al club de Pueblos Mágicos de México de forma literal, es decir, la magia está, pero no se ve.
Al suroeste del Estado esperan las Barrancas del Cobre, cuatro veces más grandes que el Gran Cañón del Colorado. Un encrespamiento de la Sierra Madre que aquí se llama Sierra Tarahumara, hogar de la etnia rarámuri. Un tren, el Chepe Express, recorre más de 600 kilómetros por estas sierras, desde Chihuahua hasta Los Mochis (Sinaloa). También se puede sobrevolar las Barrancas en avioneta desde Guachochi, pequeña población convertida en plataforma de aventuras. Y algo más que una promesa.
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