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Por los paisajes de la Maremma, humilde y duradera belleza en un lugar de la Toscana que aún pasa desapercibido

Ciudades como Grosseto y Orbetello, lagunas termales y un curioso Jardín de Tarot son algunas de las paradas de un viaje por una región italiana repleta de encantadores pueblos entre nubes y valles de solitarios nogales

Maremma Toscana
Panorámica de la localidad de Sorano, en la región italiana de Maremma.Alamy Stock Photo

Por fortuna aún hay lugares de Italia que pasan un tanto desapercibidos, incluso a los adictos a la belleza alucinante que se concentra en los paisajes y las ciudades toscanas. Hace tres décadas apenas se oía hablar de la Maremma, una región de imprecisos contornos, integrada en la Toscana y que se adentra también por el sur en la región del Lacio. Livorno, Pisa, Florencia y Siena son ciudades vecinas, pero pocos van a la interesante capital de provincia: Grosseto. Una ciudad rodeada de elegantes murallas erigidas por los Médici, iglesias con carácter y encantadoras plazas a escala humana. También pasa desapercibida para la mayoría Massa Marittima, espléndida villa de arte que se diría un sueño surrealista de Giorgio de Chirico, e incluso Castiglione della Pescaia, ciudad costera donde pasaban los veranos figuras como el autor Italo Calvino y la actriz Sofia Loren. Podríamos culpar al lastre del pasado: gran parte de esta vasta región fue durante siglos evitada por toscanos y romanos, pues estaba anegada de marismas, infestada de paludismo y de bandidos, los briganti, amén de serpientes y fieras casi mitológicas. Quienes se adentraban en algunos de sus rincones, a veces, no volvían a ser vistos.

En el Canto V del Purgatorio, Dante da voz a Pia de Tolomei, que resume su vida en un verso: “Siena me hizo, deshízome Maremma”. Así sabemos que Pia, nacida en la ciudad del Palio, fue muerta en esta región, quizá a manos de su propio marido. De modo que incluso Dante define esos lares cercanos a villas de extraordinaria riqueza y cultura con tintes oscuros y rasgos infernales. Y los tiene aún, sin duda; por ejemplo, los círculos sulfurosos de las ciudades de toba, con sus lagunas termales que exhalan vapor y que el cineasta Tarkovski inmortalizó en su obra maestra, Nostalghia (1983).

Ruinas de unas termas romanas en la localidad de Fiesole.
Ruinas de unas termas romanas en la localidad de Fiesole.Atlantide Phototravel (Getty Images)

La Maremma se ha deshecho del estigma y hoy respira serenidad, tradición, humilde y duradera belleza. Conozco sus paisajes desde principios de los años noventa del siglo pasado, cuando un amigo inglés de ascendientes italianos me invitó a su casa, que dominaba el valle limitado por el mar y lejanas montañas azules. En su coche íbamos de Bolonia, donde estudiábamos entonces, a Fiesole —unos 100 kilómetros dirección sur—, y desde allí nos adentrábamos en una Toscana sin pretensiones, de patio trasero. Aquellos briganti se habían transformado en los butteri, pastores a caballo; las cuevas de ladrones en simpáticas osterias.

Tras dejar atrás Montalcino, que da el célebre vino de la región, y su soberbia fortaleza defensiva, llegábamos a ese pueblito tallado en la roca y subíamos a la cumbre por calles estrechas medievales que apenas permitían el paso del Cinquecento. Desde la casa se divisaba la silueta de la isla de Elba. Fueron Fiesole y la atmósfera que lo rodeaba lo que me llevó a escribir mi primera novela. Y a Maremma —a la cual el poeta Carducci llamó ”dolce paese, del que traje el hábito fiero y el canto desdeñoso”— he vuelto a lo largo de los años, fuese en verano o en otoño, la última vez desde Roma. Rodeado de pueblos colgados de nubes, entre valles de solitarios nogales y robles que dialogan con el viento, esta comarca italiana es ahora el reposo de los cognoscenti foráneos, que la han vuelto romántica y preciada. De ser la Maremma amara (amarga) ha pasado a ser la Maremma amata (amada).

Ruinas etruscas de un anfiteatro en el yacimiento de Roselle (Italia).
Ruinas etruscas de un anfiteatro en el yacimiento de Roselle (Italia).UCG (UCG/Universal Images Group via G)

Los etruscos amaron esta tierra. Tuvieron diversos asentamientos en la zona, entre ellos Vetulonia, que fue una ciudad principal, así como Roselle, donde el paseo alrededor de las murallas que los defendían contra los romanos, alzadas con piedras enormes, descubre un amplio panorama de llanura. También las ciudades de toba —Pitigliano, Sovana y Sorano— fueron bastiones etruscos, en especial Sorano, que tiene una extensa necrópolis. Y la amaban no solo por la fertilidad del suelo, que daba buenas cosechas de cereales y vid, sino además por el atractivo de sus costas, con playas solo superadas por las de Liguria, así como la luz que proyectaba el mar tierra adentro y esos lomos de ballena a medio camino del horizonte, las islas cercanas de Giglio y Montecristo, ofreciendo una suerte de intimidad marítima.

Vista de Cala di Forno, en la provincia de Grosseto (Italia).
Vista de Cala di Forno, en la provincia de Grosseto (Italia).ROBERT67 (Getty Images/iStockphoto)

Si uno va en julio o agosto a la Marina de Albarese encontrará familias de la zona, algo apartados a los ingleses y bastante más lejos a los nudistas alemanes, que buscan calas recónditas. Y las hay con verdadero encanto, como Collelungo y la más remota Cala di Forno. Más al sur, en la cúspide de Monte Argentario, ligado a la península por un istmo, se encuentra el monasterio de los Padri Passionisti. Desde allí la ciudad de Orbetello yace al otro lado como si fuera un islote veneciano. En sus calles de estación balnearia es inevitable sentarse a comer acquacotta, una sopa de verduras con pan, o los clásicos tortelli al modo maremmiano. La calma laguna de Orbetello tiene una playa desde donde se ve volar a los flamencos atravesando las dunas de Feniglia. Un bosquecillo de pinos encierra lo que queda de la villa romana de Cosa, que tuvo un puerto de paso previo al de Roma. Las aguas que rodean Argentario quizá sean las más cristalinas de la costa itálica. En los fondos de rocas multicolores de Porto Ercole he visto barracudas y langostas que se mueven entre pecios y profundas cuevas.

Una carretera discurre por el Monte Argentario, en la Toscana.
Una carretera discurre por el Monte Argentario, en la Toscana.Alamy Stock Photo

Un jardín de inspiración astrológica

Hacia el sur, Capalbio, una ciudad fortificada en una colina, mira hacia el lago de Burano, apenas separado del mar por una franja de arena. A apenas 10 kilómetros de este enclave sur de la Maremma hay una curiosidad digna de ver: el Jardín de Tarot de Niki de Saint-Phalle. En 22 esculturas la artista francesa interpretó a su manera los arcanos de la baraja adivinatoria, y ellas parecen haberse adaptado al paisaje despejado de una manera mágica.

Uno de los espacios del Jardín de Tarot de Niki de Saint-Phalle, cerca de la localidad italiana de Capalbio.
Uno de los espacios del Jardín de Tarot de Niki de Saint-Phalle, cerca de la localidad italiana de Capalbio.Alamy Stock Photo

Adentrándonos en el interior hacia Manciano, el paisaje se vuelve agreste y veleidoso. La carretera que lleva a las ciudades de toba pasa por bosquecillos y atraviesa discretos valles, cambiando a cada curva y a la vez siendo el mismo. Pitigliano se divisa, por fin, como una aparición fantasmagórica. Las casas aferradas a la roca que cae a pico en el barranco desconciertan a primera vista. La magnificencia cardenalicia que tienen detrás revela una ciudad orgullosa, encerrada en sí misma, que tuvo una importante judería. Sus calles e iglesias parecen estar más cerca del cielo que de la tierra. Luego, en la tranquila Sovana uno quisiera pasear cada mañana hasta su catedral campestre respirando ese aire marino que llega a suaves rachas.

Le Cascate del Mulino, aguas termales en el término municiapl de Manciano, en la Toscana.
Le Cascate del Mulino, aguas termales en el término municiapl de Manciano, en la Toscana.Alamy Stock Photo

En el pueblo de Saturnia las aguas sulfurosas, tenidas por diabólicas en tiempos de Dante, bajan de la cascada del molino y crean vapores de volcán extinguido. Sumergirse en ellas en cualquier estación y hora del día produce una sensación de eternidad, como esa sonrisa tan humana que vive en las esculturas etruscas y evoca un mundo de orden y placidez que aún existe.

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