Pontedeume, encantos de un pueblo marinero
La villa coruñesa celebra sus 750 años de historia. Una excusa óptima para disfrutar de vestigios medievales, su empanada de grosor descomunal y un entorno de bosques y playa
No es necesaria mucha excusa para echar el día en este enclave de la comarca de Ferrolterra (A Coruña), un encantador pueblito de esencia marinera y vocación comercial. Pero además resulta que estamos de cumpleaños. El bueno de Alfonso X tuvo a bien conceder a Pontedeume la carta puebla de fundación de la villa el 30 de diciembre de 1270, así que nos encontramos, en la práctica, en plena celebración del 750º aniversario de estas calles. Vaya este garbeo a la salud del rey sabio.
10.00. Desayuno sin prisas
Aquí nadie es de mucho madrugar, y la sensación de dulce holganza mañanera se paladea en la terraza de cualquiera de las cuatro cafeterías de la plaza Real (1). La de mayor atractivo y solera es la de Stollen, desde cuyo primer piso se dispone de una mejor perspectiva de la plaza: edificios de clásicas galerías norteñas que miran hacia el Ayuntamiento y su ilustre torreón. Todo aquí es pequeñito y recoleto. Y la vida transcurre a cámara lenta. Amodiño.
10.30. Cuatro calles y tres plazas
El casco histórico ocupa cuatro calles paralelas, Pescadería, Santiago, Real y Ferreiros, empinadas y concebidas para acercarnos a la elegantísima iglesia parroquial de Santiago (2), con medio milenio de historia en sus pilares. Todo un hito en el Camino de Santiago inglés, aunque rara vez se encuentre abierta. La más característica de las cuatro rúas es la Real, porticada en gran parte y epicentro del tapeo con más pedigrí (A Raiola, Zas, Compostela, Varadoiro).
Es obligatorio hacer escala en tres plazas más: San Roque (3), del Pan (frente al lustroso pazo del arzobispo Rajoy) (4) y, sobre todo, Do Convento (5), muy bella y de pendiente pronunciadísima, lo que no le impide a la chavalería jugar cada tarde a la pelota. El antiguo convento de San Agustín, hoy Casa de la Cultura, custodia en sus jardines las figuras en piedra del oso y el jabalí que sirven como símbolos locales: figuraban en el escudo de armas de los señores de Andrade, los mandamases en la época medieval.
11.30. Parada para golosos
La repostería de Pontedeume es un referente, y una parte no pequeña de culpa recae en la confitería El Carmen (calle de Santiago, 10) (6), donde miman las especialidades locales: melindres de almendra, proias con anís y canela y, sobre todo, la sacrosanta bolla de nata, una especie de bizcocho tierno y esponjoso con el que incurrir en adicción. Más aún si nos atiende Javier Cabana, continuador de la tradición familiar. Para llenar las alforjas, lo mejor es el recién remodelado mercado municipal (Betanzos, 1) (7), justo enfrente del torreón dos Andrade, hoy oficina de turismo. Es pequeño, pero ofrece buena carne, pescado fresquísimo de la ría y productos de la huerta como berzas, navizas y xenos del repollo. Y dispone de una delegación de la panadería Patricio, absoluta institución desde 1936. Nadie hace como ellos las roscas de medio kilo ni las larpeiradas (otro dulce típico), y no hay conversadora más amena que Susana, su encargada.
12.30. De romería hasta Breamo
Ningún eumés de bien considerará nuestro recorrido completo si no cursamos visita al monte Breamo (8), que custodia el municipio y atesora en su cumbre una ermita románica del siglo XII a la que los devotos de san Miguel se dirigen en romería cada 8 de mayo. Lo ideal es llegar a pie, desde el sendero angosto y empinado, de orígenes medievales, que nace nada más sobrepasar la iglesia de Santiago, al final del casco urbano. La caminata no lleva ni tres cuartos de hora y todo el paraje recuerda a los bosques animados del escritor coruñés Fernández Flórez, pero la pendiente acarrea algunos sudores. Los que no se sientan tan valerosos pueden subir en coche. El caso, insistimos, es conocerlo.
15.00. A la rica costrada
Si queremos concedernos un homenaje, qué mejor que la Cantina Río Covés (9). Lo suyo es llegar andando, lo que permite recorrer el paseo marítimo y divisar los dos puentes emblemáticos: el de piedra que da nombre al pueblo, que en su fisonomía actual de 15 arcos supera los 130 años; y el de hierro pintado en azul que desde 1913 le sirve a la línea férrea Ferrol-A Coruña para sortear la ría de Ares. El tráfico ferroviario es tan exiguo que el puente hace también las veces de insólita pasarela peatonal. Alfonso XIII, impulsor del trazado original, no daría crédito.
En Río Covés supone un espectáculo probar la costrada: una empanada gigante, endémica de Pontedeume, que aúna bacalao, pulpo, langostinos, vieiras, zamburiñas, jamón y setas en sus tres pisos. Es tan laboriosa que ya solo la ofrecen los fines de semana.
17.00. Senderismo en Fragas do Eume
Desde Covés estamos a tiro del parque natural de Fragas do Eume (10), paraíso de 9.000 hectáreas que bien merece excursiones sucesivas. El tupido bosque en torno al río encierra media docena de rutas para senderistas, pero la principal transcurre por la ribera (hay un par de puentes colgantes) y desemboca, tras un repecho, en el monasterio de Caaveiro. Que en el corazón de la floresta, tan lejos de la civilización, habitasen aquellos monjes anacoretas desde el siglo X resulta entre mágico e inconcebible. Sobrepasado el templo, los restos del molino ofrecen un microclima de verdín. Fernández Flórez, otra vez.
21.00. Una cena merecida
Acabaremos molidos, lo que justifica el premio de unas buenas viandas. En los meses de verano, lo mejor es cruzar el puente hasta la espectacular playa de la Magdalena (11), en Cabanas, y picotear en el Argentina o en Los Pinares. Ambos chiringuitos ya han cerrado la temporada estival, pero siempre se puede disfrutar del espectáculo del anochecer sobre la ría de Ares. Ahora toca quedarnos a cenar en Pontedeume. En la avenida del Doctor Villanueva están el famoso Os Cen Pasos (12), recóndito y angosto, con pulpo y pimientos imbatibles, y el Avellaneda (13), de aire desangelado pero cocina sabrosa y más intrépida. Para la copa final, optemos por el bullicioso Beer’s (14), frente a la alameda. Otro de esos rincones donde el reloj parece avanzar a ritmo muy inferior a la rotación terrestre.
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