Sofía, la desconocida
Una ruta entre monumentos religiosos y mercados de la acogedora capital búlgara más un salto hasta el fascinante monasterio de Rila
Aunque está en Europa y relativamente bien comunicada por avión, Sofía, la capital de Bulgaria, es una ciudad poco conocida. La mayoría de los turistas —no hay muchos— llegan a ella por azar y encuentran, sorprendidos, una ciudad acogedora, hermosa e interesante. Es pequeña y puede recorrerse a pie, aunque el precio de los taxis permite moverse con facilidad entre un punto y otro. Basta un fin de semana para explorarla con cierta calma, pero, como todas las ciudades, tiene ritmos y rincones que exigen más sosiego.
Su historia, por la que han pasado varias culturas, está escrita en la arquitectura de su centro histórico, que nos lleva desde una mezquita del siglo XVI hasta los rotundos edificios de inspiración soviética del siglo pasado. La joya de Sofía, su icono turístico, es sin duda la catedral de Alexander Nevski, de finales del siglo XIX, situada en una gran plaza redonda que lleva el mismo nombre. Sus cúpulas doradas y su viejo aire bizantino ofrecen multitud de ángulos solemnes, de modo que conviene rodearlo completamente de día y de noche. El interior, con el gran vano característico de la religiosidad ortodoxa, cuenta con algunos rincones sugestivos, como el fresco de la cúpula, el iconostasio o el trono del zar. Justo al lado de la catedral está la iglesia de Sveta Sofia, cuyos orígenes se remontan al siglo IV y que ha conocido también el peso de la historia, llegando a ser mezquita y volviendo luego a sus orígenes cristianos. Desde allí puede continuarse la visita monumental, que tiene algunas paradas imprescindibles, casi todas, como ocurre a menudo en Europa, de arquitectura religiosa. La pequeña iglesia Rusa, que está coronada también por cúpulas doradas. La rotonda de Sveti Georgi, una iglesia de ladrillo rojo que se encuentra en el patio gigantesco del hotel Sheraton y que tiene frescos medievales de distintas épocas. La mezquita Banya Bashi, a cuyo interior no se puede acceder. La sinagoga, que un anciano judío amable y políglota enseña a los turistas. Y la catedral Sveta Nedelya, que, a pesar de estar casi completamente reconstruida, posee una belleza sobrecogedora y mística.
Aparte de la monumental, Sofía tiene otras dos rutas: la de los mercados y la de la vida mundana. Respecto a la primera, hay dos lugares que el viajero debe visitar. El mercado central, el oficial, ofrece todo el encanto de los centros de abastos. Frutas, carnes, ropa y productos diversos llenan sus puestos. El céntrico mercado de las Mujeres (Zhenski Pazar, en búlgaro), por su parte, se estableció hace 140 años y hoy ofrece en buena parte los mismos productos, pero servidos en puestos callejeros por los propios campesinos o por artesanos. Llaman la atención los expositores de infinitas variedades de quesos blancos indistinguibles a la vista.
La ruta mundana está en un entramado de calles cerca del Teatro Nacional y del bulevar Vitosha, peatonal. Por allí se levantan muchos de los restaurantes de moda, en los que se pueden degustar la skopska —una ensalada de tomate, pepino, pimiento, queso y cebolla—, los kiufes —hamburguesas— o la trucha, el pescado más apreciado de la región.
Paz entre montañas
El viajero que no se conforme con quedarse encerrado en Sofía, puede hacer una excursión al monasterio de Rila, a menos de dos horas en coche. Fue fundado en el siglo X y sigue en activo, aunque ha sufrido sucesivas destrucciones y reconstrucciones. El conjunto es espectacular. Su aspecto exterior es rotundo, y su entorno, entre montañas, invita al recogimiento, a pesar de que el número de turistas —la mayoría, búlgaros— distrae de la espiritualidad.
El visitante entra en un amplio patio alrededor del cual están las galerías (en tres plantas) donde se encuentran las habitaciones de los monjes y otras dependencias. Sus arquerías, con franjas blancas, negras y rojas, y sus barandales de madera, como si se tratara de una gran corrala religiosa, le dan un encanto especial. En el centro del patio se alza la iglesia de la Natividad, construida en el siglo XIX. Sus murales polícromos en el exterior y en el interior merecen sobradamente un examen minucioso. El interior contiene, además, numerosos iconos de épocas más antiguas. Y sirve de espacio, como en la mayoría de las iglesias ortodoxas, a la espiritualidad sensual: olores, susurros de oraciones, claroscuros… Aquí también está el Museo del Tesoro; contiene algunos objetos curiosos, pero puede ser prescindible si no hay tiempo. Lo realmente importante del monasterio de Rila es su presencia espacial, su conexión con la tradición espiritual del país y la belleza de su arquitectura y sus murales. El resto, nunca mejor dicho, es silencio.
Al regresar a la capital, es inevitable pasar junto al gigantesco monumento de Santa Sofía, una escultura en honor de la patrona de la ciudad que se encuentra en el centro histórico y desde cuya altura —solo el pedestal mide 20 metros— se contempla toda la extensión de plazas y tejados. Hace cuatro años se publicó una novela del estadounidense Garth Greenwell —Lo que te pertenece— ambientada en esta metrópoli, en sus barrios menos glamurosos, en sus rincones sórdidos. Es bueno también tener presente esa visión canalla, agria y hostil de la ciudad.
Guía
- Catedral de Alexander Nevski: cathedral.bg
- Mercado de las Mujeres: zhenski-pazar.com
- Monasterio de Rila, a unos 130 kilómetros al sur de Sofía: rilskimanastir.org
- Turismo de Sofía: visitsofia.bg
- Turismo de Bulgaria: bulgariatravel.org
Por una razón azarosa —convenios educativos, acuerdos políticos— hay una potente presencia del español en Bulgaria y, en concreto, en Sofía. Y el idioma, como se sabe, da familiaridad. Vecindad cultural. Voy a comprar cremas de rosas para regalar (una de las especialidades búlgaras más apreciadas) y la dependienta me habla en español. Entro en una tienda de souvenirs y la dueña, una ancianita, me habla en español. A pesar de la geografía, lejana, y del alfabeto extraño, que siempre atemoriza, Sofía es una ciudad que bien vale una visita.
Luisgé Martín es autor del ensayo ‘El mundo feliz’ (editorial Anagrama).
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