Istria, un secreto adriático
Casi inadvertida entre Venecia y la costa dálmata, la península croata despliega límpidas playas y un valioso legado romano
En más de una ocasión, Istria ha aparecido en alguna de esas listas llamativas de los 10 mejores destinos a visitar, o por descubrir. Puede que a algunos les cueste localizarla en el mapa. Incluso al coronavirus, a tenor de su escasa presencia allí (por el momento, no es preciso hacer cuarentena al llegar, aunque el viajero sí debe registrarse y dar los datos personales y contactos antes de entrar, rellenando un formulario disponible en esta web). Y es que Istria es un sitio aparte, por no decir apartado, un triángulo o península en forma de corazón agazapada entre dos rótulos brillantes: Italia y la costa dálmata (Croacia). Istria pertenece a Croacia, pero tiene color sureño y habla (en buena parte) italiano. El grueso de turistas que apuestan por Croacia se dirigen hacia el litoral dálmata y sus islas (algunos aún motivados por Juego de tronos y las muchas localizaciones de la serie en ese país: Split, Klis, Baska Voda, Dubrovnik…). Istria es otra cosa.
Para degustar trufas y setas, el restaurante Zigante, en Livade, es un santuario micológico
A pesar de su condición de península, no ha evitado el vaivén de caminos de la historia. Por ella han desfilado legiones romanas, venecianos, austrohúngaros, mussolianos… Pero dejemos de lado el pasado para fijarnos en aquello que han dejado los sucesivos ocupantes: un patrimonio espectacular, tanto material como inmaterial (canto dual, escala istriana), reconocido en ambos casos por la Unesco. Pero la herencia más incrustada de sus variados ancestros es, sin duda, el sibaritismo. Una forma de entender y gozar la vida plenamente mediterránea —aunque el mar aquí se llame Adriático—. Dicen algunos que hay dos Istrias, la verde y la azul. La del interior y la ribereña. Pero en ambas se entiende de igual manera la alegría de vivir.
La Istria verde es la que recibe primero a quienes llegan por tierra. Y la mejor clave de acceso a estos dominios es el agroturismo. Esa y no otra es la industria de la península. Su paisaje interior hace pensar inevitablemente en la Provenza o la Toscana italianas: colinas suaves, ceñidas de montes discretos, viñas, olivos… En Buje o Vizinada se vive del vino. También del aceite; algunas bodegas y almazaras, además de vender sus productos y ofrecer degustaciones, brindan un hospedaje que cabría etiquetar como agroturismo de lujo (por ejemplo, la romántica Casa Parenzana, en Buje; laparenzana.com). Motovun es un pueblo singular, en cuyos bosques circundantes se buscan trufas (blancas y negras) con perros adiestrados. Esta localidad amurallada parece de cine. Y en efecto, cada verano acoge un festival internacional de cine en su plaza medieval. También el vecino Groznjan es un pueblo museo, refugio de artistas consentido por Tito, donde se fríen las mejores króstules y frístules (lazos y bolas dulces) de toda Istria. Para degustar trufas (y setas en general) anoten este nombre: restaurante Zigante, en Livade, un santuario micológico.
Novigrad, con sus murallas, es otro pueblo de postal. Entramos ya en la Istria azul, la del mar límpido y playas disputadas, aunque sean de guijarros bruñidos como gemas. Siguiendo la costa hacia el sur enseguida se llega a Porec: palabras mayores. Una de las ciudades más antiguas y bellas de Croacia. Las ruinas romanas afloran en plazas y jardines, a los pies de quienes apuran su helado en alguna terraza. Pero su joya mayor, apadrinada por la Unesco, no es romana, sino bizantina: la basílica de Eufrasio, del siglo VI, con muros cubiertos de mosaicos que nada tienen que envidiar a los de Rávena. Porec tiene líneas regulares de barcos que la conectan con Venecia en apenas una hora, y los turistas que llegan a sus playas (distinguidas numerosos años como las más limpias del país) multiplican por tres el número de vecinos en época estival.
El litoral de Porec a Rovinj está plagado de playas y cámpines donde sobra el bañador: esta faz de Istria es un paraíso nudista. Pero también los amantes del arte o de la buena mesa tienen en Rovinj su particular paraíso. Para los primeros, basta la sola visión de la basílica veneciana que desde lo alto de una colina vigila el dédalo de calles empedradas que descienden hasta los muelles. Para los segundos, los alrededores del puerto están llenos de tascas y restaurantes donde se sirven pescados traídos cada mañana por barcas familiares; Giannino, Ulika o Santa Croce son algunas de esas mesas refinadas.
Lucha de gladiadores
En el vértice sur de la península, Pula es la joya de la corona. Su anfiteatro es uno de los mejor conservados del Imperio Romano y en él, cada verano, se celebran conciertos y espectáculos de gladiadores de junio a septiembre; sus tripas esconden además un pequeño museo arqueológico. Se conserva parte del cinturón de murallas romanas, el decumano con un arco triunfal y en la plaza mayor se puede apurar un plato de pasta a la sombra de un templo de Augusto que parece a estrenar. Todo muy italiano; dicen que Dante escribió aquí varios pasajes de la Divina comedia.
Un poco al norte de Pula, Fazana es un pueblito minúsculo de pescadores y el punto de partida hacia las islas Brijuni. Estas eran escondrijo favorito del mariscal Tito, y allí invitaba a sus huéspedes más ilustres; para agasajarlos y, sobre todo, epatarlos, se servía de las villas o fábricas de salazones romanas, alguna ruina medieval, icnitas o huellas de dinosaurio en las rocas de la playa. Y por si eso no bastara, creó una especie de zoológico donde se mueven en libertad avestruces, cebras y otros bichos exóticos. Las 14 islas son ahora parque natural y los turistas pueden visitar solo las dos mayores, donde hay un par de hoteles de lujo y un campo de golf centenario. Todo lo cual refuerza la sensación de exclusividad, de pisar un reducto privilegiado. Algo que en los tiempos que corren tiene valor añadido.
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