El paseo como viaje
Como ya hicieron filósofos o el poeta Charles Baudelaire, es el momento de transitar con calma esas calles y esos barrios que solemos dejar de lado
Quizás a usted le haya pasado: recibe una visita en casa y tiene que mostrarle su ciudad. De pronto, ejerciendo de guía, los lugares que suele frecuentar, los que son el decorado de su vida cotidiana, toman una nueva dimensión, como si fuese usted el recién llegado. Como si los viese con ojos de viajero y no de residente.
Estamos acostumbrados a los lugares donde vivimos, son nuestra rutina gris. Así que es difícil transitarlos en busca del asombro que motiva a quien va de viaje. Por eso, a veces, en el caminar cabizbajo, uno se encuentra con un grupo de turistas y no puede evitar mirar donde ellos miran. ¿Por qué les parece tan extraordinario eso que nosotros consideramos ordinario? Resulta que ignoramos el estilo arquitectónico de nuestro edificio, y la historia del palacete de enfrente, y el nombre del tabernero de abajo. Delante de nuestro portal se levantó no sé quién, hace mucho, contra el francés. Y es reseñable la claridad de esta luz de mediodía, el azul de este cielo.
Aún no sabemos cuándo, adónde o en qué condiciones podremos volver a viajar, a irnos lejos. Por el momento se impone una escapada de cercanías en horarios bien delimitados; el viaje por el barrio, por las calles adyacentes al domicilio, por los desconocidos lugares de siempre que conocemos tan bien. La industria turística, ante la coyuntura vírica, está temblando, pero este viaje, el paseo, es un viaje antiindustrial, artesano, un hazlo-tú-mismo que no colabora al PIB nacional; humilde pero nutritivo, como un guiso casero. El paseo es un viaje que sucede al 50% entre el espacio físico (la ciudad, el pueblo, el campo) y el mental (los recuerdos, las emociones, el flujo indiferenciado de pensamientos). La memoria, como sabían los sabios antiguos del ars memoriae, reside en los lugares. Tanto la memoria personal (esquinas que nos recuerdan momentos que ya fueron, enigmáticas ventanas de nuestros antiguos hogares) como la colectiva (esa que se asoma a los nombres de las calles, a los monumentos, a las fachadas, a la ornamentación de las iglesias).
Por el muro de Gijón o por el puente de Queensboro en Nueva York no hay paseo malo
El paseo pandémico, dado que la ciudad no ofrece casi nada, es un paseo consciente y minucioso, un paseo atento a sí mismo, como atento está un maestro zen a su respiración. Se recomienda transitar esas calles y esos barrios que solemos dejar de lado, olvidar los atajos, trazar trayectorias poco económicas, mirar hacia arriba y a los lados, observar el vuelo de las aves y la flora espontánea, agudizar el oído, hablar con los nativos, es decir, con los vecinos.
No hay paseo malo: por el muro de Gijón o por la leonesa ribera del río Bernesga. Cruzando el puente de Queensboro en Nueva York o recorriendo el Trastevere romano. Por el Retiro o el Chinatown madrileño del barrio de Usera o por el señorial paseo de Gracia, en Barcelona. Las calles blancas del pueblo de Almagro, en Ciudad Real; las playas de Los Caños de Meca, en la gaditana Barbate. Todo está en todas partes, de tal manera que paseando por París uno puede recoger destellos berlineses y caminando por Ciudad de México, si se fija, encontrará alguna similitud con Atenas. De acuerdo, hay que echarle algo de imaginación, pero la imaginación se afila durante las crisis: en algunas calles el rumor del tráfico tranquilo puede recordar la cadencia de las olas en las playas.
Paseador sin rumbo
El poeta Charles Baudelaire practicó la flânerie en el París del siglo XIX: la ciudad moderna, llena de estímulos y personas desconocidas, sus flamantes galerías y bulevares, su ajetreo, su mezcolanza social, le resultaban casi un viaje de aventuras. No hacía falta irse muy lejos: el flâneur era un paseador sin rumbo, un observador solitario y perplejo de una jungla urbana con la que trataba de no mezclarse. La ciudad baudeleriana era luminosa, pero también cruel. Porque caminar no siempre ha de ser apacible e instructivo: al pasear por una ciudad, igual que disfrutamos sus hermosuras, también hallaremos sus suciedades y desigualdades, y sus peligros, porque siempre habrá cierta probabilidad de que un piano se caiga sobre nuestra cabeza (lo dice la sabiduría popular). Es preciso elevarse sobre esa creciente y monótona uniformidad de las urbes actuales, cada vez más segregadas en su conjunto y más homogéneas en sus centros urbanos: la tristeza de las ciudades-fantasía.
Esta actividad que parece tan sencilla también ha sido vista como una forma de arte por las vanguardias históricas del siglo XX. Desde el paseo dadaísta a la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre, una de las más antiguas de la capital francesa, por el mero hecho de pasear sin objetivo alguno, hasta las deambulaciones surrealistas por la campiña o las derivas psicogeográficas de los situacionistas: se trataba de ir comprobando las emociones que nos sugiere el espacio urbano y detectando esos puntos de atracción y de repulsión que se reparten por el plano. Muchas veces lo importante era vagar de taberna en taberna hasta perder el sentido a base de vino barato.
Los filósofos también han caminado, y mucho, como muestra el reciente libro Filósofos de paseo (Turner), de Ramón del Castillo, donde se explica cómo los paseos y los lugares recorridos influyeron, de varias maneras, en el pensamiento de Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, Adorno o el escritor Robert Walser, que murió el 5 de diciembre de 1956 en un paseo, perdiéndose en la nieve. “No creo que los paisajes de su pensamiento sean accesorios”, escribe Del Castillo, “no son simples decorados de su vida ni elementos secundarios de sus visiones del mundo”. Igual que la ciudad a nuestra existencia.
Dijo una vez el expresidente José María Aznar que no había que buscar a los terroristas “ni en desiertos remotos, ni en montañas lejanas”. Así, no es preciso buscar el viaje en resorts lejanos, ni en monumentos remotos, ni en selvas exóticas, ni en museos al otro lado del océano. Basta ponerse el salacot cotidiano, el espíritu aventurero, para sorprenderse con esos sitios que conocemos tanto que ya no somos capaces de apreciar. Se ahorra una barbaridad.
Sergio C. Fanjul es autor de ‘La ciudad infinita. Crónicas de exploración urbana’ (Reservoir Books).
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