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Escapadas

Viaje al enigma de los etruscos

Ruta por el norte de la provincia italiana de Lacio, entre villas renacentistas, bosques, lagos y el jardín más misterioso del mundo, Bomarzo

L’Orco (El Ogro), la más famosa de las esculturas de los jardines manieristas del Castillo de los Orsini en Bomarzo, el llamado Parque de los Monstruos, del siglo XVI.
L’Orco (El Ogro), la más famosa de las esculturas de los jardines manieristas del Castillo de los Orsini en Bomarzo, el llamado Parque de los Monstruos, del siglo XVI. Giovanni Simeone
Guillermo Altares

Los etruscos fueron una de las civilizaciones más misteriosas e importantes del Mediterráneo. Edificaron las primeras ciudades en Europa Occidental, y los reyes más antiguos de Roma fueron etruscos. La disputa sobre su origen continúa abierta: para una parte de los expertos, que siguen las tesis que ya avanzó Heródoto, viajaron a Italia desde Oriente. Otros defienden que son originarios de la península. Como todos los debates arqueológicos, no es un asunto inocente: algunos creen que una civilización tan creativa solo puede ser local y otros sostienen que su riqueza proviene del viaje y del cruce de culturas (los nuevos avances genéticos parecen dar la razón a estos últimos). Su lengua sigue siendo inaccesible, porque se perdió toda su literatura —que, según los autores latinos, era muy importante— y apenas se pueden descifrar las inscripciones funerarias. Habitaron durante casi siete siglos en la costa oeste del centro de Italia y dejaron una huella profunda, mucho más visible de lo que pueda parecer. Cuando se recorren las antiguas tierras de Etruria, su sombra siempre está presente en las tumbas perdidas en los bosques, en los pueblos encaramados en los montes.

javier belloso

Su legado se reparte principalmente entre las provincias italianas de Toscana, Umbría y Lacio. Quien quiera conocerlo, deberá viajar hasta allí porque establecieron pocas colonias perdurables en otros lugares del Mediterráneo, salvo en Córcega, pese a que eran activos comerciantes y excelentes marineros (piratas, según sus enemigos).

Vemos en Bomarzo una tortuga gigantesca, un elefante, un gigante, un rostro monstruoso en el que se puede entrar

Lacio es la más desconocida y la menos invadida por los turistas, seguramente gracias a la fuerza de atracción de Roma, que atrapa inevitablemente a los visitantes. Sin embargo, al norte de la capital, en un radio de apenas 100 kilómetros, se encuentran lugares que merecen un lento rodeo. Está la necrópolis etrusca de Tarquinia, patrimonio mundial, que inspiró a Marguerite Duras una de sus novelas; las villas renacentistas de Lante y Farnesio; los lagos de Bolsena y Vico, la ciudad papal de Viterbo; todo ello en medio de un paisaje de bosques y pueblos de piedra construidos siempre en las alturas. Y justo en la frontera, ya en Umbría, se puede visitar también la impresionante catedral de Orvieto, con su mármol blanco y negro. Pero cualquier viaje por el norte del Lacio debería empezar por su monumento más conocido y misterioso, por el jardín más extraño del mundo: Bomarzo.

El Parque de los Monstruos

Es un lugar tan interesante como incomprensible. ¿Por qué a alguien se le ocurriría construir en un apacible jardín renacentista figuras de monstruos, animales y gigantes, pero también una casa torcida, que rompe con la perspectiva y casi marea al viajero? El escritor argentino Manuel Mujica Láinez edificó sobre este misterio su gran novela renacentista, Bomarzo, inspirado por el príncipe que mandó construir aquel jardín, Pierfrancesco Orsini, en el siglo XVI. Las estatuas ofrecen constantes sorpresas: una tortuga gigantesca, un elefante, un gigante tumbado, un rostro monstruoso en el que se puede entrar… No hay ningún jardín que ofrezca un despliegue similar de imaginación, escondida entre los árboles y los setos. En la novela de Mujica Láinez, el príncipe está obsesionado por los etruscos que vivieron allí en la antigüedad, y una de sus posesiones más preciadas es la armadura de un guerrero, que un campesino había encontrado en sus tierras y que le regaló su abuela. Una muy similar, descubierta también en aquella zona, tal vez la misma que inspiró al escritor argentino, se puede ver en el museo de las Termas de Diocleciano, cerca de la estación Termini, en Roma.

Desde el parque se contempla en la colina cercana la pequeña ciudad de Bomarzo y, sobre todo, el imponente palacio de los Orsini. Si se tiene suerte, porque abre muy pocas horas a la semana, hasta se puede visitar. En cualquier caso, si no se logran superar los implacables horarios de muchos monumentos en Italia (que no abren nunca o, lo que es casi peor, prácticamente nunca), siempre es posible dar un paseo por los callejones de la urbe, llenos de gatos, hasta la plaza, que esconde una bella iglesia románica, para cuya construcción se utilizaron piedras romanas. La vista sobre la campiña nos muestra un paisaje agreste, pero también moldeado por el hombre, por aquellos remotos habitantes que establecieron sobre las alturas ciudades aisladas y fortificadas, unidas por una cultura, pero que no llegaron a formar una nación. Orvieto, unos pocos kilómetros al norte, es quizá el ejemplo más claro del antiguo paisaje etrusco.

El rosetón gótico de la fachada de la catedral de Orvieto.
El rosetón gótico de la fachada de la catedral de Orvieto.Doug Pearson (AWL Images)

Orvieto

Las catedrales góticas son tal vez el monumento que mejor resume lo que significa Europa: representan una mezcla de culturas, un trabajo colectivo que se prolongaba durante décadas, a veces siglos, cuya presencia va mucho allá de lo religioso. Nos recuerdan las fuerzas que construyeron el continente, los príncipes y los obispos, pero también los artesanos, los pintores, los escultores, los arquitectos, los urbanistas… “En las ciudades italianas, el progreso en los negocios hacía surgir una nueva sociedad”, escribe Georges Duby en La época de las catedrales. La catedral de Orvieto es la obra maestra del gótico italiano, que refleja ese periodo de crecimiento social y económico que desembocó en el Renacimiento. Este edificio, de franjas negras y blancas, culmina con una fachada que resume la historia del arte italiano, con su rosetón, sus mosaicos, sus estatuas. Construida a caballo entre los siglos XIII y XIV, su profunda personalidad es obra del sienés Lorenzo Maitani, que dirigió el proyecto hasta su muerte. Pero en la realidad las catedrales no se acaban nunca, su encanto reside en que representan una obra que siempre sigue avanzando, que se adapta al tiempo y las épocas. En la misma plaza hay un par de sitios para comer que están muy bien, con cocina del territorio (contundente, muy pegada a las estaciones, parecida a la romana). Enfrente está el Museo Etrusco Claudio Faina. Con objetos en su mayoría encontrados en la zona, es un buen lugar para dar los primeros pasos por la cultura etrusca y comenzar a entrever el fino sentido estético de sus artistas. Las salas del museo, incluso en una mañana de verano, están casi vacías y se recorren con una sensación de intimidad con las piezas.

El toro, símbolo de san Lucas, en la catedral de Orvieto.
El toro, símbolo de san Lucas, en la catedral de Orvieto.Hendrik Fuchs (Getty)

Las calles del centro son muy agradables, aunque el Corso, la vía principal, se encuentra ya tomado por las franquicias. La librería Feltrinelli, en un antiguo palacio, ofrece una buena selección de títulos en inglés sobre la región (libros de cocina incluidos). Pero merece la pena cruzar sus muros y recorrer unos cuantos kilómetros para buscar una elevación desde la que contemplar la ciudad (la salida por la carretera SR71 hacia el lago de Bolsena ofrece una de esas perspectivas). La figura de la catedral, con su inconfundible blanco y negro, es reconocible desde la lejanía, pero lo más interesante es el perfil de la propia urbe, que ocupa una amplia colina, perfectamente delimitada, y que domina todo el paisaje que le rodea. Orvieto es un buen lugar para hacer noche antes de la siguiente etapa dentro de la inmersión etrusca: las tumbas de Tarquinia. El cercano lago de Bolsena es otra opción, aunque se encuentra más cargado en verano: playas de agua dulce, viejas heladerías, hoteles algo vetustos pero con encanto y paseos al atardecer contemplando cómo salen los pescadores.

Caballos alados de Tarquinia en el Museo Nacional Etrusco de esta localidad italiana.
Caballos alados de Tarquinia en el Museo Nacional Etrusco de esta localidad italiana.Massimo Borchi

Tarquinia

No es ningún secreto que Italia alberga algunos de los monumentos más importantes del mundo antiguo. Unos son universalmente conocidos; otros, un poco menos. Es el caso de la necrópolis etrusca de Tarquinia. Se trata de una ventana hacia la antigüedad a la altura de Pompeya o el Coliseo de Roma. La llamada necrópolis de Monterozzi, situada en los alrededores de la ciudad y patrimonio mundial desde 2004, es uno de los legados más bellos que dejó atrás la civilización etrusca. Representa una mirada indiscreta a la vida cotidiana de aquellos habitantes remotos y a su forma de concebir la existencia. El escritor polaco Zbigniew Herbert escribe en su ensayo sobre las civilizaciones del Mediterráneo antiguo, El laberinto junto al mar (Acantilado), que para los etruscos “la eternidad era una larga y cálida noche de verano”. Cuando se llega, la primera visión es un poco desconcertante: en una zona anodina a la entrada de Tarquinia aparece un terreno yermo sembrado de chamizos (que en realidad protegen la entrada a las tumbas). Para descubrir lo que se oculta ahí es necesario bajar las escaleras de los hipogeos y contemplar de cerca las pinturas que ornamentan las tumbas subterráneas (protegidas por un cristal), sumergirse en aquella noche de verano. Son frescos, algunos pintados 600 años antes de nuestra era, que nos introducen en una fiesta, en los que casi se pueden escuchar las flautas, el sonido de los banquetes. Los etruscos pintaban animales, barcos, pero también juegos eróticos, luchas, tremendas fiestas con unos colores brillantes y osados que han sobrevivido a los siglos. Las mujeres ocupaban un lugar tan relevante como los hombres, algo que escandalizó a los romanos. Se pueden pasar unas horas o un día entero subiendo y bajando escaleras para disfrutar de esa visión tan alegre y lúdica de la muerte, tan diferente a la nuestra.

La propia ciudad de Tarquinia tiene bastante encanto y, sobre todo, acoge uno de los mejores museos etruscos de Italia. Aun a riesgo de padecer una sobredosis, es una apuesta segura por su emplazamiento —un palacio del siglo XV—, porque alberga las pinturas originales de dos tumbas muy bien conservadas y una importante colección de piezas, por ejemplo, de urnas funerarias y sarcófagos con esculturas de terracota. Está también el Lido de Tarquinia, la playa situada a unos pocos kilómetros (los etruscos tomaban la precaución de no asentarse junto al mar). La población es tirando a fea, pero la playa, de arena negra, alberga el antiguo puerto y, sobre todo, unos cuantos restaurantes de pescado (Il Tirreno, Gradinoro y Falcioni son los más famosos). Tras una jornada de piedras y pinturas bajo el sol, al borde del síndrome de Stendhal, una visita a la playa siempre es bienvenida. Eso sí, no hay que olvidar que en Italia son casi todas de pago.

Jardines de Villa de Lante, en Viterbo (Italia).
Jardines de Villa de Lante, en Viterbo (Italia).Alamy

Viterbo

Si uno no ha tenido suficiente, en Viterbo, la ciudad más conocida y poblada de la región, con 62.000 habitantes, todavía queda un museo etrusco por visitar, el Rocca Albornoz. Ciudad papal, representa un cambio de escenario: Tarquinia es el Mediterráneo; Viterbo es de nuevo el bosque, las colinas, los paisajes secretos. Es una ciudad preciosa, llena de recovecos. Su principal atractivo turístico es el Palacio Papal, del siglo XIII. Allí los pontífices se refugiaban de los peligros y el bullicio de Roma. Pero es, sobre todo, una ciudad muy recomendable para pasear, que ha conservado su ambiente provincial pese a que se llega desde la capital en tren de cercanías. El atardecer, con las tiendas cerradas y las calles medio vacías, es un momento estupendo para recorrer sus plazas. Y además es un lugar fabuloso para visitar dos villas renacentistas próximas, Lante y Farnesio. Situada en la pequeña Bagnaia, un agradable pueblo a unos pocos kilómetros de Viterbo, en realidad la Villa de Lante es lo de menos: lo importante son sus jardines, obra maestra del arquitecto renacentista Giacomo Barozzi. Como Bomarzo, uno siente que siempre hay un juego detrás de lo que vemos, en las fuentes y en el sonido del agua, en las cascadas y en los setos. Situada un poco más lejos, en Caprarola, junto a la reserva natural del lago de Vico, la Villa Farnesio es, en cambio, mucho más solemne, un símbolo del inmenso poder de aquella familia, que también edificó otro palacio en el corazón de Roma que ahora es la embajada de Francia. Los jardines son un espectácu­lo fabuloso, pero también el propio edificio es un resumen de la inteligencia del Renacimiento. A diferencia de Bolsena, el cercano lago de Vico apenas tiene construcciones. Situado en un parque natural, es un lugar mucho más tranquilo y silencioso.

Vista del pueblo italiano de Civita di Bagnoregio.
Vista del pueblo italiano de Civita di Bagnoregio.Soblue Weina (Getty)

Civita di Bagnoregio

Este recorrido por la provincia puede terminar viajando de nuevo al norte para comprobar que también existe una bellísima Italia vacía. Encaramado sobre una colina, encajonado entre montañas, Civita de Bagnoregio es uno de los pueblos más bonitos (y conocidos) de la península, pero tiene dos ligeros problemas: allí no vive prácticamente nadie en invierno y la erosión está haciendo que, poco a poco, se vaya hundiendo (aunque las hospederías turísticas lo han hecho renacer). Solo se puede acceder caminando por un viaducto, que cada año recorren miles de visitantes previo pago de una pequeña entrada. Pese al vértigo y a la caminata, merece mucho la pena. Como todos los demás pueblos de las colinas, sus primeros habitantes fueron etruscos. Algún día, esperemos que dentro de siglos, desaparecerá, dejando intacto el misterio de aquellos primeros habitantes que vinieron de algún lado a construir ciudades y dejarnos soñar con una eternidad de fiestas y brisas veraniegas.

Ruta por el Lacio

Algunos consejos

Aunque existen conexiones en tren y autobús entre las ciudades más importantes (y con Roma), si se quiere realizar un recorrido completo, es mejor utilizar el coche; tres o cuatro días son suficientes, una semana es perfecto. Desde Roma, se pueden visitar Orvieto y Civita di Bagnoregio, Viterbo y Bomarzo en una excursión de un día; pero merece la pena sumergirse en el Lacio más lentamente. Se come bien casi en cualquier lado y las posibilidades de alojamiento incluyen los agroturismos.

Nosotros nos quedamos en una preciosa casa-palacio campestre llamada Villa La Cerretana. ­Desayunos caseros y habitaciones grandes (la doble, unos 90 euros la noche en verano). Se encuentra además junto a un enorme vivero de peonías.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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